Capítulo II

Capítulo II

EN EL QUE EL INTENDENTE SCARPANTE Y EL CAPITÁN YARHUD HABLAN DE PROYECTOS QUE CONVIENE CONOCER

En el instante mismo en que Van Mitten y Bruno seguían el muelle de Top- Hané, del lado del primer puente de barcas de la Sultana, que pone en comunicación a Galata con la antigua Estambul a través del Cuerno de Oro, un turco volvía rápidamente la esquina de la mezquita de Mahmud y se detenía en la plaza.

Acababan de dar las seis. Por cuarta vez, durante el día, los muecines se asomaban a los balcones de los minaretes, cuyo número, en las mezquitas de fundación imperial, no es nunca menor de cuatro. Sus voces habían resonado por encima de la ciudad, llamado a los fieles a la oración, y lanzando al espacio la consagrada fórmula de; ¡La Ilah il Allah vé Mohamed result Allah! (No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta).

El turco se volvió un instante, dirigió su vista hacia los pocos paseantes que por la plaza circulaban, inspeccionó con visibles muestras de impaciencia el eje de las calles que desembocaban en aquélla, cual si tratara de ver llegar una persona, que, sin duda alguna, aguardaba.

—¡Ese Yarhud no llegará nunca! —murmuró—. Sabe, sin embargo, que debe encontrarse aquí a la hora convenida.

El turco dio algunas vueltas por la plaza, llegando a avanzar hasta el ángulo norte del cuartel del Top-Hané, miró del lado de la fundición de cañones y, después de golpear repetidas veces el suelo con uno de sus pies, en prueba de lo poco grato que le era el aguardar, se dirigió hacia el café donde, momentos antes, Van Mitten y su criado habían tratado vanamente de refrescar.

El turco fue a colocarse al lado de una de las mesas vacías, y se sentó sin reclamar servicio alguno del cawadjí; observador escrupuloso de los

ayunos del Ramadán, sabía que no era llegada la hora de despachar ninguna de las variadas bebidas otomanas.

Este turco era nada menos que Scarpante, intendente del señor Saffar, rico otomano que habitaba en Trebisonda, esa parte de la Turquía asiática que forma el litoral Sur del mar Negro.

Viajaba por entonces el señor Saffar a través de las provincias meridionales de Rusia, y después de visitar los distritos del Cáucaso debía volver a Trebisonda, no dudando un solo momento que su intendente hubiese llegado a obtener un completo éxito en una empresa que muy especialmente le había encomendado. Scarpante, una vez terminada su comisión, debía reunirse con Saffar en el palacio de este último, donde se desplegaba una magnificencia y un fausto dignos tan sólo de una riqueza oriental, pues hasta los carruajes de su dueño eran citados en la ciudad como modelo de la más perfecta elegancia e inusitado lujo. El señor Saffar trataba en todas ocasiones de hacer patente el poder que el dinero le proporcionaba, y basado en esto no hubiera jamás tolerado que un hombre al cual él hubiese ordenado vencer, resultase vencido; obraba, en fin, en todo y por todo, con la misma ostentación de un nabab del Asia Menor.

En lo que respecta al intendente, era un hombre audaz, capaz de todo género de empresas, sin que en ellas le hiciese retroceder obstáculo alguno; se hallaba, en fin, siempre dispuesto a satisfacer los menores deseos de su amo. Con dicho propósito acababa de llegar aquel día a Constantinopla para acudir a una cita convenida con cierto capitán maltés, tan buen sujeto, poco más o menos, como el mismo Scarpante.

El susodicho capitán, llamado Yarhud, mandaba una pequeña embarcación, el Güidar, en la que habitualmente hacía su viaje al mar Negro. Unía a su comercio de contrabando otro no menos digno de castigo; el de esclavos negros traídos del Sudán, Etiopía o Egipto, y el de circasianas o georgianas, cuyo mercado se halla precisamente situado en el barrio de Top-Hané, a ciencia y paciencia del Gobierno, que hace de muy buen grado la vista gorda.

Yarhud no llegaba, y Scarpante, aunque a primera vista permaneciese impasible, se hallaba, sin embargo, dominado en su interior por una cólera sorda que hacía hervir su sangre.

—¿Habrá sobrevenido algún accidente a ese perro? —murmuró—. Ha debido salir de Odesa anteayer, y ya debiera hallarse aquí, en esta plaza, en este café y a esta hora, que es la convenida para la cita…

En este momento un marino maltés apareció en el ángulo del muelle. Era Yarhud; miró a todos lados y por fin divisó a Scarpante; éste se levantó en seguida, abandonó el café y fue a reunirse con el capitán del Güidar, en tanto que algunos transeúntes, más numerosos que antes, pero siempre silenciosos, iban y venían de un lado a otro de la plaza.

—No tengo costumbre de aguardar, Yarhud —dijo Scarpante, con un tono cuya significación no ofrecía la menor duda.

—Perdonadme, Scarpante, pero me he apresurado todo lo posible por ser puntual a la cita.

—¿Llegas ahora mismo?

—En este instante, conducido por el ferrocarril de Yamboli a Andrinópolis, y si el tren no hubiese sufrido retraso…

—¿Cuándo has salido de Odesa?

—Anteayer.

—¿Y tu barco?

—Me aguarda en el puerto de Odesa.

—¿Estás seguro de la tripulación?

—Completamente seguro; son malteses como yo, y fíeles, además, con quien les paga generosamente.

—¿Te obedecerán?

—En todo y por todo.

—¡Bien! ¿Y qué noticias me traes, Yarhud?

—Buenas y malas a la vez —respondió el capitán, bajando un tanto la voz.

—Pues sepamos primero las malas —dijo Scarpante.

—La joven Amasia, hija del banquero Selim, de Odesa, debe casarse en breve, y su rapto ocasionará más dificultades y apresuramiento, visto que su matrimonio está ya, no tan sólo decidido, sino también próximo.

—¡Ese matrimonio no se llevará a efecto, Yarhud! —exclamó Scarpante, elevando su voz más de lo necesario—. ¡Juro por Mahoma que no se efectuará!

—No he dicho yo que se efectúe, Scarpante, sino que debe efectuarse.

—Sea —replicó el intendente—; pero antes de tres días quiere el señor Saffar que esa joven sea embarcada con dirección a Trebisonda; y si tú lo juzgases imposible…

—Tampoco he dicho que eso sea imposible; nada lo es con audacia y dinero; lo que solamente os he dicho es que ofrecería dificultades; he ahí todo.

—¡Dificultades! —respondió Scarpante—. ¡No será la primera vez que una joven turca o rusa haya desaparecido de Odesa abandonando el hogar paterno!

—Y no será la última —dijo Yarhud—, o el capitán del Güidar habría por completo olvidado su oficio.

—¿Quién es el hombre que tan en breve debe casarse con la joven

Amasia? —preguntó Scarpante.

—Un joven turco, de la misma raza que ella.

—¿Un turco de Odesa?

—No, de Constantinopla.

—¿Y se llama…?

—Ahmet.

—¿Quién es ese Ahmet?

—Es sobrino y heredero único de un rico negociante de Galata, del señor

Kerabán.

—¿A qué se dedica el señor Kerabán?

—Al negocio de tabacos, en el que ha ganado una gran fortuna. Tiene como corresponsal en Odesa al banquero Selim. Hacen unidos importantes negocios y se visitan con frecuencia; en una de dichas visitas Ahmet ha conocido a Amasia; y después, el padre de ésta y el tío de aquél han convenido la boda.

—¿Dónde debe tener lugar el casamiento? ¿Aquí, en Constantinopla?

—No, en Odesa.

—¿En qué época?

—No lo sé; pero es de temer que, a instancias de Ahmet, se verifique de un día a otro.

—Así, pues, no tenemos que perder ni un solo instante.

—Ni siquiera uno.

—¿Dónde se halla ahora Ahmet?

—En Odesa.

—¿Y Kerabán?

—En Constantinopla.

—Durante el tiempo transcurrido entre tu llegada a Odesa y tu partida,

¿has tenido ocasión de ver a ese joven?

—Tenía interés en verle y conocerle, Scarpante… y… ya le he visto y le conozco.

—Dame algún pormenor sobre su persona.

—Es un hombre a propósito para gustar a las mujeres, y, por tanto, ha gustado a la hija del banquero Selim.

—¿Es hombre de temer?

—Dicen que es muy bravo y muy resuelto, y en este asunto creo que tendremos que habérnoslas con él.

—¿Es independiente por su posición, por su fortuna? —preguntó Scarpante, que insistía en averiguar los rasgos más salientes del carácter de Ahmet, cuya personalidad le infundía alguna inquietud.

—No, Scarpante —respondió Yarhud—. Ahmet depende de su tío y tutor, el señor Kerabán, que le ama como a un hijo, y que debe ir en seguida a Odesa para la terminación del contrato de boda.

—¿No podríamos, por ventura, retrasar el viaje de ese señor Kerabán?

—Eso sería lo mejor, porque nos daría tiempo para obrar, pero ¿cómo conseguirlo?

—Tú debes pensaren ello, Yarhud —respondió Scarpante—; pero es preciso que la voluntad del señor Saffar se cumpla, y que la joven sea trasladada a Trebisonda. No será la primera vez que el Güidar visite por cuenta propia el litoral del mar Negro; por otra parte, tú ya sabes cómo pago los servicios…

—Lo sé muy bien, Scarpante.

—El señor Saffar ha visto a esa joven en su casa de Odesa un instante no más, y se ha prendado de su beldad; así, pues, ella no tendrá por qué arrepentirse al cambiar la casa el banquero Selim por el magnífico palacio de Trebisonda. Se procederá, por lo tanto, al rapto de Amasia, si no por tu conducto, Yarhud, por el de otro cualquiera.

—¡Podéis contar que será por el mío! —contestó el capitán maltés—. Y, ahora —continuó— que os he dicho los malas noticias, voy a daros a conocer las buenas.

—Habla —dijo Scarpante, que, después de dar algunos pasos con aire reflexivo, volvió cerca de Yarhud.

—Si el casamiento proyectado hace más difícil el rapto de la joven, supuesto que Ahmet no la abandona un momento, me proporciona, al menos, la ocasión de penetrar en la casa del banquero Selim, y os diré de qué modo. Como sabéis, a más de mi condición de capitán, poseo también la de traficante, y dentro del Güidar se encierra un rico cargamento de

telas de seda, pieles de marta y de cebellina, brocado adiamantado, pasamanerías fabricadas por los más hábiles tejedores de oro del Asia Menor, y por fin, cien otros objetos que pueden muy bien excitar la codicia de una joven próxima a casarse. Con este pretexto, puedo, valiéndome de mi habilidad, hacer que vaya a visitar el buque, y una vez en él, aprovechando un viento favorable, hacerme a la mar antes de que puedan apercibirse del rapto.

—Muy bien pensado, Yarhud —dijo Scarpante—. No dudo que obtendrás un feliz éxito; pero no olvides un solo instante que todo ese plan debe ir acompañado del más profundo secreto.

—Nada temáis, Scarpante.

—¿Te hace falta dinero?

—No, y no me faltará nunca con un señor tan generoso como el vuestro.

—¡Pues no perdamos el tiempo! Porque, una vez verificado el enlace, Amasia será la mujer de Ahmet, y no es seguramente a una mujer ya casada a quien el señor Saffar trata de hallar en Trebisonda.

—Eso se comprende.

—Por lo tanto, en el momento en que la hija del banquero Selim se encuentre a bordo del Güidar, levarás anclas, ¿no es cierto…?

—Sí, porque antes de poner manos a la obra procuraré aguardar alguna brisa segura y favorable del Oeste:

—¿Cuánto tiempo necesitas para ir directamente desde Odesa a

Trebisonda?

—Contando con todo género de retrasos, calmas del estío o los cambios de vientos, tan frecuentes en el mar Negro, puede durar la travesía unas tres semanas.

—¡Bien! —respondió Scarpante—. Hacia esa época yo me hallaré de regreso en Trebisonda, donde mi amo no tardará en seguirme.

—Yo espero llegar antes.

—Las órdenes del señor Saffar son terminantes, y te prescriben todas las atenciones posibles hacia esa joven. ¡Cuando se halle a bordo, nada de brutalidades ni de violencias…!

—Será respetada como lo desea el señor Saffar, y como lo sería él mismo.

—¡Cuento con tu celo, Yarhud!

—Os pertenece por entero, Scarpante.

—También cuento con tu destreza.

—Ciertamente, pero no os ocultaré que hubiera estado más seguro del éxito, si ese matrimonio sufriese algún retraso. ¡Y podría haberlo si se opusiese algún obstáculo a la inmediata partida de Kerabán!

—¿Conoces tú a ese negociante?

—Es preciso conocer siempre a los enemigos o a los que deben de llegar a serlo —respondió el maltés—; así, pues, mi primer cuidado al llegar aquí ha sido presentarme en su despacho de Galata, bajo pretexto de negocios.

—¿Y le has visto?

—Sólo un instante, pero ha sido lo suficiente, y…

En este momento Yarhud se aproximó vivamente a Scarpante, diciéndole en voz baja:

—¡Scarpante! La casualidad nos depara un feliz encuentro.

—¿Qué quieres decir?

—¿Veis aquel hombre grueso que baja por la calle de Pera, acompañado de su servidor?

—¡Cómo! ¿Es él?

—El mismo —respondió el capitán—. ¡Separémonos de aquí, y no le perdamos de vista! Sé que todas las noches vuelve a su casa de Scutari, y, si es preciso, le seguiré hasta el otro lado del Bósforo para indagar si piensa partir en breve.

Scarpante y Yarhud se confundieron entre los transeúntes, cuyo número iba aumentando en la plaza de Top-Hané, procurando ponerse a suficiente distancia para ver y oír, cosa fácil, por otra parte, porque el «señor Kerabán» (así se le llamaba habitualmente en el barrio de Galata) hablaba en alta voz, y no trataba de ocultar su importante personalidad.