Capítulo V

Capítulo V

LO QUE SE HABLA Y SE VE EN EL CAMINO DE ATINA A TREBISONDA

Si eran felices por haberse encontrado los dos novios, si dieron gracias a Alá por aquella providencial casualidad, que había conducido a Ahmet al sitio en que la tempestad iba a arrojar aquella embarcación; si experimentaron una de esas emociones, mezcladas de gozo y espanto, cuya impresión es inefable, es inútil insistir en ello.

Pero se concibe que lo que había sucedido desde la partida de Odesa, Ahmet, y no menos que él su tío Kerabán, tenían tal deseo de saberlo, que Amasia, ayudada de Nedjeb, no tardó en narrarlo con todos sus detalles.

Se nos olvidaba decir que se procuraron para las jóvenes vestidos secos, que Ahmet se había vestido con un traje del país, y que todos, amos y criados, sentados en escabeles delante de la chispeante llama del hogar, no tenían cuidado ninguno de la tormenta, que desencadenaba fuera sus últimas violencias.

¡Con qué emoción escucharon todo lo que había sucedido en la finca de Selim, pocas horas después que Kerabán los llevaba por los caminos del Quersoneso! ¡No!, no era para vender telas preciosas para lo que Yarhud había arrojado el ancla en la pequeña bahía, al pie mismo de la mansión del banquero Selim; era para ejecutar un odioso rapto, y todo daba que pensar que el asunto estaba preparado de antemano.

Arrebatadas las dos jóvenes, la embarcación se hizo a la vela. Pero lo que ni una ni otra pudo comprender, lo que ignoraban todavía era que Selim hubiese oído sus gritos, que su desgraciado padre hubiese llegado en el momento en que el Güidar doblaba las últimas rocas de la pequeña bahía, que Selim hubiese sido herido por un tiro disparado desde el puente de la embarcación, y que cayó, ¡tal vez muerto!, sin haber podido ponerse ni él ni nadie de su gente en seguimiento de los raptores.

En cuanto a la existencia que llevaron a bordo las dos jóvenes, Amasia tuvo poco que decir sobre el asunto.

El capitán y su tripulación habían tenido para Nedjeb y para ella cuidados evidentemente debidos a alguna seria recomendación. La habitación más confortable del barco había estado reservada para ellas.

Allí comían y descansaban. Podían subir al puente siempre que quisiesen; pero estaban vigiladas de cerca, por si, en un momento de desesperación, quisieran sustraerse por la muerte a la suerte que les aguardaba.

Ahmet escuchaba con el corazón traspasado de angustia. Se preguntaba si en aquel rapto el capitán había obrado por cuenta propia, con intención de vender a sus prisioneras en los mercados del Asia Menor (odioso tráfico, que, en efecto, no es raro), o era por cuenta de algún rico señor de la Anatolia por quien el crimen se había cometido.

A esto, aunque la cuestión se trató directamente, ni Amasia ni Nedjeb pudieron responder. Siempre que en su desesperación, implorando y llorando, habían interrogado a Yarhud, éste había rehusado explicárselo. No sabían, por lo tanto, ni por qué motivo había obrado así el capitán del barco, ni, lo que Ahmet hubiese deseado sobre todo saber, a dónde debía conducirlas el Güidar.

Respecto a la travesía, había sido primeramente buena, pero lenta, a causa de las calmas en que se había sostenido durante un período de muchos días. Muy visible fue la contrariedad que aquella tardanza ocasionó al capitán, poco dispuesto para disimular su impaciencia. Ahmet y Kerabán opinaron que Yarhud debía de estar obligado a llegar en un convenido plazo… Pero, ¿a dónde? Esto se ignoraba, aunque se supone que esperaban al Güidar, en algún puerto del Asía Menor.

Finalmente, las calmas cesaron y la embarcación pudo tomar su marcha hacia el Este, o, como dijo Amasia, en la dirección de la salida del sol. Hizo rumbo así durante dos semanas, sin incidentes; muchas veces avistaron ya buques de vela, de guerra o mercantes, ya de esos rápidos barcos de vapor que cortan con sus regulares itinerarios aquella inmensa área del mar Negro; pero entonces el capitán Yarhud obligaba a sus prisioneras a bajar a su cámara, por temor de que hiciesen alguna señal que hubiera podido percibirse.

El tiempo llegó a ser poco a poco más amenazador, después empeoró y finalmente se hizo insoportable. Dos días antes del naufragio del Güidar, comprendieron, por la cólera del capitán, que amenazaba una gran tempestad, que era necesario modificar el rumbo y que la tormenta le empujaba a donde no quería ir. Y entonces las dos jóvenes sintieron un leve contento pues la tempestad las alejaba del sitio donde se proponía ir el Güidar.

—Sí, querido Ahmet —dijo Amasia para acabar su narración—; al pensar en la suerte a que estaba destinada, viéndome separada de vos, arrastrada a donde no me hubierais vuelto a ver; mi resolución estaba tomada… ¡Nedjeb lo sabía…! ¡Ella no me hubiera impedido llevarlo a cabo…! ¡Y antes que el Güidar hubiese llegado a la maldita costa…, me hubiera precipitado al mar…! Pero vino la tempestad… ¡Lo que debía perdemos, nos ha salvado…! ¡Ahmet, me habéis aparecido entre las furiosas olas…! ¡No…, jamás lo olvidaré!

—Querida Amasia —respondió Ahmet—, Alá ha querido que os salvaseis… ¡y que fueseis salvada por mí…! Pero si yo no hubiera precedido a mi tío, él es quien se hubiera arrojado a vuestro socorro.

—Por Mahoma, ¡ya lo creo! —exclamó Kerabán.

—¡Y pensar que un señor tan testarudo tenga tan buen corazón!

—murmuró Nedjeb.

—¡Ah, mirad cómo se burla de mí esta pequeñuela! —repuso Kerabán—. Pero, amigos míos, ¡confesad que mi terquedad sirve de mucho algunas veces!

—¿Algunas veces? —preguntó Van Mitten muy incrédulo en aquella materia—. Quisiera saber…

—¡Sin duda, amigo Van Mitten! Si yo hubiera cedido a las fantasías de Ahmet, si hubiéramos viajado por los ferrocarriles de Crimea o del Cáucaso en vez de seguir la costa, ¿se hubiera encontrado aquí Ahmet en el momento del naufragio para salvar a su futura esposa?

—¡Sin duda que no! —repuso Van Mitten—; pero, amigo Kerabán, si no le hubieseis obligado a abandonar a Odesa, sin duda el rapto no se hubiera efectuado, y…

—¡Ah! ¿Es así cómo discurrís, Van Mitten? ¿Queréis discutir sobre ese punto?

—¡No…, no…! —respondió Ahmet, que sentía que en una discusión presentada en aquella forma el holandés no tuviera razón—. Y, por otra parte, es un poco tarde para razonar y discutir sobre el pro y el contra. Mejor es tomar algún reposo.

—A fin de partir mañana —dijo Kerabán.

—¡Mañana, tío, mañana…! —respondió Ahmet—. Y no es necesario que

Amasia y Nedjeb…

—¡Oh!, yo soy fuerte, Ahmet, y mañana…

—¡Ah!, sobrino —exclamó Kerabán—, mira como no tienes prisa cuando mi pequeña Amasia se halla a tu lado… Y, sin embargo, el último día del próximo mes se acerca…, la fecha fatal… Y en eso hay un interés que es preciso no olvidar… Permitirás que un viejo negociante sea más práctico que tú… Por lo tanto, que cada uno duerma lo mejor posible, y mañana, cuando hayamos encontrado algún medio de transporte, nos pondremos en camino.

Se instalaron lo mejor que pudieron en la casa del pescador, y tan bien, seguramente, como lo hubieran podido hacer Kerabán y sus compañeros en una posada de Atina. Todos, después de tantas emociones, descansaron tranquilamente; Van Mitten soñando que discutía todavía con su intratable amigo, éste soñando que se encontraba cara a cara con Saffar, sobre el que acumulaba todas las maldiciones de Alá y su profeta.

Solamente Ahmet no pudo dormir un solo instante. El saber con qué fin había sido secuestrada Amasia por Yarhud le inquietaba, no solamente por lo pasado, sino, por el porvenir. Se preguntaba si había desaparecido todo peligro con el naufragio del Güidar. Daba como cierto que ni uno de los hombres de la tripulaci��n había sobrevivido a la catástrofe, e ignoraba que el capitán había salido sano y salvo. Pero aquella catástrofe sería conocida inmediatamente en aquellos parajes. Aquél por cuenta del cual obraba Yahurd (algún rico señor, tal vez algún bajá de las provincias de Anatolia) sería rápidamente instruido. ¿Le sería difícil ponerse sobre la pista de la joven? Entre Trebisonda y Scutari, a través de esta provincia,

casi desierta incluida en el itinerario, ¿no podían acumularse los peligros, no podían tenderse las trampas y prepararse las emboscadas? Ahmet tomó la resolución de vigilar con el mayor cuidado. No se separaría jamás de Amasia; tomaría la dirección de la pequeña caravana, y escogería, si era necesario, algún guía seguro que podría dirigirse por las vías más cortas del litoral.

Al mismo tiempo resolvió poner al banquero Selim, padre de Amasia, al corriente de lo que había sucedido después del rapto de su hija. Antes que todo, importaba que Selim supiese que Amasia estaba salvada y que tuviese cuidado de hallarse en Escutari en la época convenida, es decir, de unos quince días. Pero una carta expedida desde Atina o Trebisonda, tardaría mucho en llegar a Odesa. Así es que Ahmet se decidió, sin decir nada a su tío (al que la palabra «telegrama» hubiese enfurecido), a enviar un despacho a Selim por la línea de Trebisonda. También se propuso hacerle observar que el peligro tal vez no estuviese evitado, y que Selim no debía titubear en llegar antes que la pequeña caravana.

A la mañana siguiente de haberse encontrado Ahmet con la joven, le hizo conocer sus proyectos, sin insistir en los peligros que podían correr todavía. Amasia no vio en todo esto más que una cosa: que su padre iba a ser puesto al corriente en el más breve plazo. Así es que tenía muchos deseos de llegar a Trebisonda, donde sería expedido el telegrama, a pesar de su tío Kerabán.

Después de algunas horas de sueño se levantaron todos, Kerabán más impaciente que nunca, Van Mittcn resignado a todos los caprichos de su amigo, Bruno apretando lo que le quedaba de vientre en sus holgados vestidos y no respondiendo a su amo más que por monosílabos.

Por otra parte, Ahmet había recorrido Atina, pueblo sin importancia, que (su nombre lo indica) fue antiguamente la Atenas del Ponto Euxino. Se ven todavía algunas columnas dóricas, restos de los templos de Palas: pero si aquellas ruinas interesaron a Van Mitten, a Ahmet, por el contrario, le fueron indiferentes. ¡Cuánto mejor hubiera preferido encontrar algún vehículo menos rudimentario que la carreta que compraron en la frontera rusa! Pero fue necesario seguir con la araba, que fue reservada especialmente para las dos jóvenes. De aquí la necesidad de procurarse otras monturas, caballos, asnos, o mulas, a fin de que amos y criados pudiesen llegar a Trebisonda.

¡Ah, qué sentimiento experimentó Kerabán pensando en su carruaje destrozado por el ferrocarril de Poti! ¡Y cuántas recriminaciones, invectivas y amenazas envió al altanero Saffar, responsable, según él, de todo el mal!

Respecto a Amasia y Nedjeb, nada podía serles más agradable que el viajar en araba. ¡Sí, aquello era nuevo, imprevisto! No hubiesen cambiado ellas aquella carreta por la más bonita carroza del Padischá. ¡Cuán a su gusto estarían bajo el impermeable toldo, sobre un fresco asiento de paja, que era fácil renovar en cada relevo; y, de vez en cuando, ofrecerían un sitio cerca de ellas a Kerabán, al joven Ahmet, a Van Mitten! ¡Y después aquellos caballeros que las escoltarían como a princesas…! ¡En fin, era encantador!

No es necesario decir las reflexiones de este género que se le ocurrían a la loca Nedjeb, tan propensa a tomar las cosas por su mejor lado. En cuanto a Amasia, ¡cómo hubiera tenido el pensamiento de quejarse después de tantas pruebas, puesto que Ahmet estaba con ella, puesto que aquel viaje iba a terminar en condiciones tan diferentes y en un plazo tan corto! ¡Y al fin llegarían a Scutari… Scutari!

—¡Estoy cierta —repetía Nedjeb— que, poniéndose sobre las puntas de los pies, podríamos divisar esa ciudad!

En realidad, en la pequeña caravana no había más que dos hombres que se quejasen: Kerabán, que por falta de vehículo más rápido temía alguna tardanza, y Bruno, porque una etapa de treinta y cinco leguas (¡treinta y cinco leguas, sobre el lomo de una mula!) les separaba todavía de Trebisonda.

Allí, por ejemplo, como le repetía Nizib, se procurarían un medio de transporte más apropiado a los caminos de las largas llanuras de Anatolia.

Así, pues, aquel día, 15 de setiembre, toda la caravana abandonó el pueblo de Atina, hacia las once de la mañana. La tempestad había sido violenta, pero aquella violencia fue a expensas de su duración. Por lo tanto, una calma casi completa reinaba en la atmósfera. Las nubes, levantadas hasta las oscuras alturas del aire, se reposaban, casi inmóviles, todavía laceradas por los golpes del huracán. Por intervalos, el sol lanzaba algunos rayos que animaban el paisaje. Sólo el mar, sordamente agitado, venía a estrellarse con estrépito en la base de los acantilados.

Descendían entonces Kerabán y sus compañeros los caminos del Ayaristán lo más rápidamente posible para poder franquear antes de la noche la frontera del bajalato de Trebisonda. Aquellos caminos no estaban desiertos. Pasaban caravanas, cuyos camellos se contaban por centenares, ensordeciendo con el ruido de los cascabeles, campanillas y aun campanas que llevaban al cuello, al mismo tiempo que se recreaba la vista con los vivos y variados colores de sus pelitriques adornados de conchas. Aquellas caravanas venían de Persia o viceversa.

El litoral no estaba menos desierto que los caminos. Toda una población de pescadores y cazadores se habían reunido. Los pescadores, al anochecer, con su barca, cuya popa lleva una cantidad de resina inflamada, pescan en cantidades considerables esa especie de anchoa, el khamsi, cuyo consumo es prodigioso por la costa de Anatolia y en las provincias de la Armenia central. En cuanto a los cazadores, no tienen nada que envidiar a los pescadores del khamsi, por la abundancia de la caza, a la que dan la preferencia. Miles de aves de mar de la especie de las kukarinas pululan por las orillas de aquella porción del Asia Menor. Así es que abastecen por centenares de miles, pieles muy buscadas cuyo precio bastante elevado compensa los trayectos, el tiempo y la fatiga; sin hablar de lo que cuesta la pólvora empleada en cazarlas.

Hacia las tres de la tarde, la pequeña caravana se detuvo en el pueblo de Mapaira, en la embocadura de la ribera de este nombre, cuyas aguas claras se mezclan con el líquido aceitoso de una corriente de petróleo que desciende de manantiales vecinos. A aquella hora era algo temprano para comer; pero como no debían llegar a otro pueblo hasta la noche, pareció conveniente tomar algún alimento.

No es necesario decir que hubo abundancia de khamsi en la mesa de la posada, y que Kerabán y los suyos se sentaron a ella. Éste es, por otra parte, el manjar preferido en aquellos bajalatos del Asia Menor. Sirvieron anchoas, saladas o frescas, al gusto de los aficionados; pero hubo algunos platos más serios, a los que hicieron muy buena acogida. ¡Y después reinaba tanta alegría entre los convidados, tan buen humor! ¿No es el mejor condimento de todas las cosas en el mundo?

—¡Y bien, Van Mitten! —decía Kerabán—, ¿desaprobáis todavía la terquedad (legítima terquedad) de vuestro amigo y corresponsal que os ha obligado a seguirle en semejante viaje?

—¡No, Kerabán, no! —respondió Van Mitten—; y volveré a empezarlo cuando gustéis.

—¡Veremos, veremos, Van Mitten! Y tú, pequeña Amasia, ¿qué piensas de este imbécil tío que te había dejado sin tu Ahmet?

—Que es siempre lo que yo ya sabía; ¡el mejor de los hombres!

—respondió la joven.

—¡Y el más complaciente! —añadió Nedjeb—. ¡Me parece que el señor

Kerabán no discute tanto como otras veces!

—¡Bueno! ¡He aquí que esta loca se está burlando de mí! —exclamó

Kerabán riéndose.

—¡Oh, no, señor!

—¡Oh, sí, pequeñuela…! ¡Bah! ¡Tienes razón…! ¡No discuto…! ¡No me obstino…! ¡Ni el amigo Van Mitten conseguiría provocarme!

—¡Oh…! ¡Sería necesario ver eso! —respondió el holandés, bajando la cabeza con aire de poco convencido.

—Está visto todo, Van Mitten.

—¿Si os recordara ciertos episodios?

—¡Os engañáis! Juro…

—¡No juréis!

—¡Sí…, juraré! —respondió Kerabán, que comenzaba a animarse—. ¿Por qué no había yo de jurar?

—Porque es muy a menudo cosa difícil sostener un juramento.

—Menos difícil de sostener que vuestra lengua, en todo caso, Van Mitten;

porque es cierto que en este momento, y por el placer de contradecirme…

—¿Yo, amigo Kerabán?

—¡Vos…! ¡Y cuando os repito que estoy resuelto a no obstinarme jamás,

os ruego que no os obstinéis vos en sostener lo contrario!

—Vamos, no tenéis razón, señor Van Mitten —dijo Ahmet—; no la tenéis esta vez.

—¡Absolutamente! —dijo Amasia sonriendo.

—¡No la tiene! —añadió Nedjeb.

Y el digno holandés, viendo que la mayoría se coaligaba contra él, juzgó oportuno callarse.

En el fondo, a pesar de todo lo que había pasado, a pesar de las lecciones que había recibido, y más particularmente en este viaje, tan imprudentemente comenzado, que hubiera podido acabar tan mal,

¿estaba Kerabán tan escarmentado que pretendía haber abandonado su terquedad? Esto se vería; pero, verdaderamente, todos eran de la opinión de Van Mitten.

—En marcha —dijo Kerabán, cuando la comida hubo concluido—. He aquí una comida que no ha nido mala, pero yo sé de otra mejor.

—¿Y cuál? —preguntó Van Mitten.

—La que nos aguarda en Scutari.

Reemprendieron la marcha a las cuatro, y a las ocho de la noche llegaban sin novedad al pequeño pueblo de Kire, cuya playa aparecía sembrada de escollos.

Allí fue necesario pasar la noche en una especie de cabaña poco confortable; tan poco, que las dos jóvenes prefirieron quedarse bajo el toldo del carro. Lo Importante era que los caballos y las mulas pudieran encontrar donde reposar de sus fatigas. Felizmente, la paja y la cebada no faltaba en los pesebres. Kerabán y sus compañeros no tuvieron a su disposición más que un lecho de paja, pero seca y fresca, con la que supieron contentarse. La próxima noche debían pasarla en Trebisonda, y todo lo confortablemente que permitiera aquella importante ciudad.

En cuanto a Ahmet, que la cama fuese buena o mala, poco le importaba. Bajo el peso de ciertos pensamientos no hubiera podido dormir. Siempre temía por la seguridad de la joven, y se decía que tal vez no hubiese

cesado todo peligro con el naufragio del Güidar.

Veló, pues, bien armado, por los alrededores de la cabaña.

Ahmet hacía bien; tenía razón en temer. En efecto, Yarhud, durante aquella jornada, no había perdido de vista la pequeña caravana. Caminaba sobre su rastro, pero sin dejarse ver, pues era conocido de Ahmet y de las dos jóvenes. Después espiaba, combinaba planes para recuperar la hermosa presa que se le había escapado, y escribió a todo trance a Scarpante. El intendente de Saffar, siguiendo lo convenido en Constantinopla, debía estar desde hacía algún tiempo en Trebisonda. Así es que, una legua antes de llegar a esta ciudad, en el parador de Kissar, Yarhud le había citado para la mañana siguiente sin decirle nada del naufragio de la embarcación ni de sus funestas consecuencias.

Por lo tanto, Ahmet tenía mucha razón al velar; sus presentimientos no le engañaban. Yarhud, durante la noche, pudo aproximarse lo bastante para asegurarse de que las dos jóvenes dormían en su araba. A tiempo apercibió a Ahmet, que estaba vigilando, y se alejó sin ser visto.

Pero entonces, en vez de seguir detrás de la caravana, el capitán maltés se dirigió hacia el Oeste por el camino de Trebisonda. Le importaba mucho el adelantarse a Kerabán y sus compañeros.

Antes de su llegada a aquella provincia quería haber conferenciado con Scarpante. Así, haciendo dar media vuelta al caballo que montaba desde su partida de Atina, se dirigió rápidamente hacia el parador de Kissar.

¡Alá es grande, sea! Pero, en verdad, debiera haber hecho mejor las cosas, y no dejar que el capitán Yarhud sobreviviese a aquella tripulación de infames, desaparecida en el naufragio del Güidar.

A la mañana siguiente, 16 de setiembre, desde el alba, todo el mundo estaba en pie, de buen humor, salvo Bruno, que se preguntaba cuántas libras perdería todavía antes de llegar a Scutari.

—Mi pequeña Amasia —dijo Kerabán, frotándose las manos—, ¡ven que te abrace!

—Con mucho gusto, tío —dijo la joven—. ¿Me permitís que os dé siempre ese nombre?

—Sí, te lo permito, querida hija. Puedes llamarme padre, si quieres. ¿No es Ahmet mi hijo?

—Así es, tío Kerabán —dijo Ahmet—; y vengo a daros una orden, como tiene derecho un hijo a su padre.

—¿Qué orden?

—La de partir al instante. Los caballos están prestos, y es necesario que esta tarde estemos en Trebisonda.

—Estaremos —exclamó Kerabán—, y volveremos a partir a la mañana siguiente al salir el sol. Y bien, amigo Van Mitten, estaba escrito que veríais un día a Trebisonda.

—¡Sí, Trebisonda! ¡Qué magnífico nombre! —respondió el holandés—. Trebisonda y su colina, donde los diez mil celebraron juegos y combates gímnicos bajo la presidencia de Dracontius; sí, así lo tengo en mi «Guía», que me parece muy bien redactada. ¡En verdad, amigo Kerabán, me alegra mucho el ver Trebisonda!

—Y bien, amigo Van Mitten, confesad que de este viaje os quedarán imborrables recuerdos.

—Hubieran podido ser más completos.

—En suma, no tendréis por qué quejaros.

—Todavía no ha terminado el viaje… —murmuró Bruno al oído de su señor, como un mal augurio, encargado de recordar a los mortales la inestabilidad de las cosas humanas.

La caravana abandonó la tienda a las siete de la mañana. El tiempo mejoraba cada vez más con un bonito cielo, mezclado con algunas brumas matinales, que el sol disiparía.

Al mediodía se detenía en el pueblo de Of, sobre el Ofis de los antiguos, en donde se encuentra el origen de las grandes familias de la Grecia. Almorzaron en una modesta posada, utilizando las provisiones que llevaba la araba y que tocaban a su fin.

Además, el posadero se hallaba verdaderamente atolondrado, y no se preocupaba de sus clientes, pues su mujer estaba gravemente enferma, y no había médico en el país. Y hacer venir uno de Trebisonda hubiese resultado muy oneroso para un pobre posadero.

Por lo tanto, Kerabán, ayudado por su amigo Van Mitten, hizo de hakim, o sea doctor, y recetó algunas drogas muy sencillas, que serían fáciles de encontrar en Trebisonda.

—¡Que Alá os proteja, señor! —respondió el escrupuloso marido de la hostelera—; pero ¿cuánto me podrán costar esas drogas?

—Unas veinte piastras —respondió Kerabán.

—¡Veinte piastras! —exclamó el hostelero—. ¡Ah!, por ese precio podría comprarme otra mujer.

Y se fue, no sin dar gracias a sus huéspedes por sus buenos consejos, que esperaba aprovechar.

—He aquí un marido práctico —dijo Kerabán—. Hubierais debido casaros en este país, amigo Van Mitten.

—¡Tal vez! —respondió el holandés.

A las cinco de la tarde, los viajeros se detenían a comer en Surmeneh. Volvieron a partir a las seis, con intención de llegar a Trebisonda antes de la noche. Pero tuvieron un accidente: una de las ruedas de la araba se rompió a dos leguas de la ciudad, hacia las nueve de la noche. Forzoso fue, por lo tanto, pasar la noche en un parador situado al lado del camino, parador bien conocido de los viajeros que frecuentan aquella parte del Asia Menor.