Capítulo XV

Capítulo XV

DONDE VAN MITTEN RESULTA CASADO CON SARABUL Y KERABÁN VUELVE A SER TESTARUDO

La puerta del salón se abrió repentinamente. Kerabán, Ahmet, Amasia, Nedjeb y Bruno aparecieron en el umbral de la puerta.

Kerabán desprendió a Van Mitten de los brazos de los dos hermanos.

—¡Eh, señora! —dijo Ahmet—. ¡No se estrangula así a las personas… por una equivocación!

—¡Diablo! —murmuró Bruno—, llegamos a tiempo.

—¡Pobre señor Van Mitten! —dijo Amasia, que experimentaba un sentimiento de sincera conmiseración por su compañero de viaje.

—Decididamente, no es ésa la mujer que le hace falta —añadió Nedjeb moviendo la cabeza.

Sin embargo, Van Mitten volvía a recobrar poco a poco su valor.

—¿Ha sido duro? —dijo Kerabán.

—Un poco más de lo que creía —respondió Van Mitten.

En aquel momento la noble Sarabul se volvió hacia Kerabán, y, encarándose con él, dijo:

—¿Y sois vos quien os habéis prestado a esa…?

—Mixtificación —respondió Kerabán con tono amable—. Es la palabra adecuada: mixtificación.

—¡Me vengaré…! ¡Todavía hay jueces en Constantinopla!

—Bella Sarabul —respondió Kerabán—, no acuséis a nadie más que a vos. ¡Quisisteis, por un pretendido atentado, detenemos y comprometer nuestro viaje! Y, ¡por Alá!, se hace lo que se puede. Nosotros salimos del apuro por un pretendido matrimonio, y tenemos derecho a este desquite.

Al oír aquellas palabras, Sarabul se dejó caer sobre un diván con uno de esos ataques de nervios de los que las mujeres tienen el secreto, aún en el Curdistán.

Nedjeb y Amasia se apresuraron a socorrerla.

—¡Me voy, me voy! —gritaba.

—¡Buen viaje! —respondió Bruno.

Pero he aquí que en aquel momento Nizib apareció en el dintel de la puerta.

—¿Qué hay? —preguntó Kerabán.

—Acaban de traer un despacho de las oficinas de Galata —respondió

Nizib.

—¿Para quién? —preguntó Kerabán.

—Para el señor Van Mitten, señor. Ha llegado hoy mismo.

—Dadme —dijo Van Mitten.

Cogió el despacho, lo abrió y miró las señas.

—Es de mi apoderado de Rotterdam —dijo. Después leyó las primeras palabras:

«La señora Van Mitten… enterrada… hace cinco semanas…».

Con el despacho arrugado en su mano. Van Mitten quedó anonadado. Sus ojos se habían llenado súbitamente de lágrimas. Pero a aquellas últimas palabras, Sarabul acababa de levantarse repentinamente como con un resorte.

—¡Cinco semanas! —exclamó a la vez contenta y arrebatada—. ¡Hace cinco semanas!

—¡Imprudente! —murmuró Bruno—. ¡Qué necesidad tenía de gritar en ese momento!

—Por lo tanto —repuso Sarabul triunfante—; por lo tanto, hace diez días, cuando yo os hacía el honor de desposarme con vos…

—¡Mahoma la ahogue! —exclamó Kerabán, tal vez más alto de lo que quisiera.

—¡Estáis viudo, esposo mío! —dijo Sarabul con acento de triunfo.

—¡Viudo del todo, señor cuñado! —añadió Yanar.

—Y nuestro matrimonio es válido.

A su vez, Van Mitten, agobiado por la lógica de aquel argumento, se había dejado caer sobre el diván.

—¡Pobre hombre! —dijo Ahmet a su tío—. No le falta más que arrojarse al

Bósforo.

—¡Bueno —respondió Kerabán—; ella se arrojaría detrás de él, y sería capaz de salvarle… por venganza!

La noble Sarabul había cogido por el brazo al que aquella vez era de su propiedad.

—¡Levantaos! —dijo.

—Sí, querida Sarabul —respondió Van Mitten, bajando la cabeza—. Heme aquí presto.

—Y seguidnos —añadió Yanar.

—¡Sí, querido cuñado! —respondió Van Mitten absolutamente contrariado—. Presto a seguiros… a donde queráis.

—A Constantinopla, donde embarcaremos en el primer paquebote

—respondió Sarabul.

—Para…

��Para el Curdistán —respondió Yanar.

—¿El Cur…? Me acompañarás, Bruno… Allí se come bien… y será para ti una verdadera compensación.

Bruno no pudo hacer más que un signo afirmativo con la cabeza.

Y la noble Sarabul y Yanar se llevaron al infortunado holandés, til que sus amigos quisieron en vano retener, mientras su fiel criado le seguía, murmurando:

—Ya había yo predicho que le sucedería alguna desgracia.

Los compañeros de Van Mitten se quedaron también anonadados, mudos, ante aquel terrible golpe.

—¡Ya esta casado! —dijo Amasia.

—¡Por abnegación hacia nosotros! —respondió Ahmet.

—¡Y por ser demasiado bueno! —añadió Nedjeb.

—No le queda más que un recurso en Curdistán— dijo Kerabán.

—¿Cuál es, tío?

—Para que se neutralicen entre sí, casarse con una docena de mujeres.

En aquel momento la puerta se abrió, y Selim apareció inquieto, con la respiración anhelante, como si hubiese corrido en competencia.

—Padre mío, ¿qué tenéis? —preguntó Amasia.

—¿Qué os ha sucedido? —dijo Ahmet.

—Pues bien, amigos míos, es imposible celebrar el matrimonio de Amasia y Ahmet…

—¿Qué decís?

—En Scutari, por lo menos —repuso Selim.

—¿En Scutari?

—No puede efectuarse más que en Constantinopla.

—¿En Constantinopla…? —respondió Kerabán—. ¿Y por qué?

—Porque el juez de Scutari rehúsa registrar el contrato.

—¿Rehúsa? —dijo Ahmet.

—Sí; bajo pretexto de que el domicilio de Kerabán, y por consecuencia el de Ahmet, no se halla en Scutari sino en Constantinopla.

—¿En Constantinopla? —repitió Kerabán, cuyas cejas comenzaron a fruncirse.

—Y precisamente —repuso Selim— es hoy el último día asignado en el matrimonio de mi hija para que pueda entrar en posesión de la fortuna que le ha sido legada. Es necesario, por lo tanto, sin perder un momento, ir a casa del juez que arreglará el contrato en Constantinopla.

—Partamos —dijo Ahmet, dirigiéndose hacia la puerta.

—Partamos —añadió Amasia, que le seguía ya.

—Señor Kerabán, ¿os contrariaría acompañamos? —preguntó la joven. Kerabán permanecía inmóvil y silencioso.

—Pues bien, tío —dijo Ahmet, volviendo.

—¿No venís? —dijo Selim.

—¿Será preciso que emplee la fuerza? —añadió Amasia, que cogió dulcemente el brazo de Kerabán.

—He hecho preparar un caique —dijo Selim—, y sólo hemos de atravesar el Bósforo.

—¿El Bósforo? —exclamó Kerabán. Después, con un tono seco, dijo—: Un instante, Selim; ¿es exigido todavía el impuesto de diez paras por persona a los que atraviesan el Bósforo?

—Sí, sin duda, amigo Kerabán —dijo Selim—. Pero a pesar de que os habéis burlado de las autoridades otomanas yendo de Constantinopla a Scutari sin pagar, creo que no rehusaréis.

—Rehusaré —respondió claramente Kerabán.

—Entonces no os dejarán pasar —repuso Selim.

—¡Sea…, no pasaré!

—¿Y nuestro matrimonio…? —exclamó Ahmet—. ¿Nuestro matrimonio que debe efectuarse hoy?

—Os casaréis sin mí.

—¡Imposible! Sois mi tutor, tío Kerabán, y, lo sabéis demasiado, vuestra presencia es indispensable.

—Pues bien, Ahmet aguarda a que haya hecho establecer mi domicilio en

Scutari… y te casarás en Scutari.

Todas aquellas respuestas las dio con un tono tan agrio, que debía dejar pocas esperanzas a los contradictores del terco personaje.

—Amigo Kerabán —repuso Selim—, hoy es el último día… Y toda la fortuna que debe ser de mi hija, se perderá si…

Kerabán hizo una señal negativa con la cabeza, acompañada con un gesto todavía más negativo.

—¡Tío! —exclamó Ahmet—. No queréis…

—Si me obligan a pagar diez paras —respondió Kerabán—, jamás cruzaré el Bósforo. ¡Por Alá! Volvería a dar la vuelta al mar Negro para ir a Constantinopla.

Y, verdaderamente, el testarudo hubiese sido capaz de recomenzar el viaje.

—Tío —repuso Ahmet—, está mal lo que hacéis. Esa terquedad en semejantes circunstancias, permitidme que os lo diga, no puede justificarse en un hombre como vos… Vais a causar la desgracia de los

que siempre os han demostrado la más viva amistad. Eso está mal.

—¡Ahmet, mira lo que hablas! —respondió Kerabán con tono sordo, que indicaba una cólera presta a estallar.

—¡No, tío, no…! Mi corazón se desborda, y nada me impedirá hablar…

¡Eso… eso es propio de un malhechor!

—¡Querido Ahmet —dijo entonces Amasia—, calmaos! ¡No habléis así de vuestro tío…! ¡Si esa fortuna con la que teníais derecho a contar, se os escapa… renunciad a ese matrimonio!

—¡Qué renuncie a vos! —respondió Ahmet, abrazando a la joven contra su pecho—. ¡Jamás, jamás; venid…! ¡Abandonemos esta ciudad para no volver más! ¡Todavía nos quedará con qué pagar diez paras para pasar a Constantinopla!

Y Ahmet, en un movimiento del que no se dio cuenta, arrastró a la joven hacia la puerta.

—Kerabán —dijo Selim, que intentó por última vez disuadir a su amigo.

—¡Dejadme, Selim, dejadme!

—¡Vamos, partamos, padre mío! —dijo Amasia, lanzando sobre Kerabán una mirada humedecida de lágrimas que no podía retener.

Iba a dirigirse hacia Ahmet a la puerta del salón, cuando éste se detuvo.

—Por última vez, tío —dijo—, ¿rehusáis acompañamos a Constantinopla, a casa del juez, donde vuestra presencia es indispensable para nuestro matrimonio?

—A lo que rehúso —respondió Kerabán, cuyo pie golpeó el entarimado hasta casi hundirlo— es a someterme a pagar ese impuesto.

—¡Kerabán! —dijo Selim.

—¡No, por Alá, no!

—Pues bien, adiós, tío —dijo Ahmet—. ¡Vuestra terquedad nos costará una fortuna…! ¡Habréis armiñado a la que debiera ser vuestra nuera…!

¡Sea, no es la fortuna lo que yo siento…! ¡Pero habréis retrasado nuestra felicidad…! ¡No nos volveremos a ver jamás!

Y el joven, llevando a Amasia, seguido de Selim, Nedjeb y Nizib, salió del salón, después de la finca; y, algunos instantes después, todos embarcaban en un caique para volver a Constantinopla.

Kerabán se quedó solo; iba y venía con la más extrema agitación.

—¡No, por Alá, no, por Mahoma! —se decía—. ¡Sería indigno de mí…!

¡Haber dado la vuelta al mar Negro por no pagar el impuesto, y, al regreso, sacar de mi bolsillo diez paras…!, ¡No!, renunciaría a poner el pie en Constantinopla…! ¡Vendería mi casa de Galata…! ¡Cesaría en los negocios…! ¡Daría toda mi fortuna a Ahmet, para remplazar la que Amasia pierde…! Será rico…, y yo… seré pobre… Pero no, no cederé jamás…

¡No cederé!

Y al hablar así, el combate que tenía lugar en su interior se desencadenaba con más violencia.

—¡Ceder, pagar! —repetía—. Yo, Kerabán��� Llegar ante el jefe de policía que me desafió… que me vio partir… que aguarda mi vuelta… que me despreciaría ante todos reclamándome este odioso impuesto… ¡Jamás!

Era evidente que Kerabán luchaba con su conciencia, y que sentía que las consecuencias de aquella terquedad, absurda en el fondo, recaerían sobre otros.

—¡Sí! —repetía—. Pero ¿querrá Ahmet aceptar? ¡Ha partido desolado y furioso a causa de mi terquedad…! Yo concibo… Rehusará todo trato conmigo… Veamos… ¡Soy un hombre honrado…! ¿Voy, por una estúpida resolución, a impedir la felicidad de esos jóvenes…? ¡Ah, que Mahoma ahogue al Diván entero, y con él a todos los turcos del nuevo régimen!

Kerabán andaba por el salón con paso febril. Empujaba con el pie los divanes y los cojines. Buscaba algún objeto que romper para calmar su furor, y bien pronto dos jarrones volaron en pedazos. Después volvía siempre a lo mismo:

—Amasia… Ahmet… ¿no? No puedo ser la causa de su desgracia… y esto por una cuestión de amor propio… ¡Retardar su matrimonio… es

impedirlo tal vez…! Pero, ¡ceder…!, ¡ceder…! ¡Yo…! ¡Ah, que Alá me ayude!

Y a aquella última invocación, Kerabán, poseído de una de esas cóleras que no pueden describirse con palabras, se lanzó fuera del salón.