Enterarme de su boda fue como recibir un disparo directo al corazón, uno silencioso, sin sangre, pero igual de letal. No había una bala que atravesara mi cuerpo, pero sí una verdad que me rompía por dentro. Fabian se casaba. Y no conmigo.
Ya no hablábamos. El silencio entre nosotros era tan espeso como el dolor que me consumía. Pero seguíamos viéndonos todos los días en la oficina, y cada cruce de miradas era una punzada. A veces él me miraba con esa intensidad que conocía tan bien, y yo intentaba apartar la vista, fingiendo indiferencia. Luego, como un acto reflejo, volvía a buscarlo con los ojos, solo para confirmar que, efectivamente, me seguía mirando. Ese tira y afloja visual era una tortura diaria. Y yo, que siempre había sido tan fuerte, me estaba desmoronando por dentro.
Fue Anita, una compañera nueva que se convirtió en amiga, quien me sostuvo en esos días. Ella vio el dolor que nadie más quería notar. Me vio a mí, a esa niña atrapada en un cuerpo de mujer, hecha pedazos por un amor que no me pertenecía. Me escuchó cuando no tenía palabras, y se quedó cuando todos los demás no sabían qué hacer conmigo.
Un día antes de la boda, me armé de valor. No sé de dónde lo saqué. Tal vez de la necesidad de cerrar un ciclo, o tal vez porque aún tenía la esperanza absurda de que él lo cancelara todo por mí. Le escribí. Le dije que necesitaba verlo. Él no dudó. Me respondió de inmediato: “Nos vemos mañana temprano. Motel de siempre”.
Acepté.
Quería verlo. Tocarlo. Sentirlo por última vez, aunque fuera en las sábanas de un lugar prestado, aunque supiera que no sería mío nunca más.
A las seis de la mañana de ese sábado, el mismo día en que se suponía debía caminar hacia el altar con otra, me encontré con él. Tres horas juntos. Tres horas de una entrega total. Sus besos tenían una urgencia distinta, una mezcla de pasión, despedida y rabia contenida. Nuestros cuerpos se buscaron con una necesidad casi desesperada, como si quisiéramos tatuarnos el uno al otro antes de desaparecer.
No hablamos mucho. Pero sí leí. Su celular estaba ahí, y con la naturalidad que te da la confianza (o la desesperación), lo tomé y leí los mensajes de ella. Cada palabra era una puñalada. Ella le escribía que sabía que había otra. Que lo sentía distante. Que amaba a ese otro amor que lo estaba alejando. Que no sabía si podría soportar otra decepción como la anterior, cuando el hombre con el que estuvo antes la traicionó con otra mujer embarazándola. Le pedía que no la dejara. Que no la destruyera.
Sentí un nudo en el pecho.
Lo miré a los ojos y le pregunté:
—¿Por qué te casas?
Su respuesta fue tan simple como cruel:
—Porque le di mi palabra. No puedo estar cinco años con alguien y echarme para atrás de esa manera.
Tragué saliva.
—¿Pero la quieres?
—Sí. Y también la quiero a usted. No quiero perderlas a ninguna de las dos.
No supe qué decir. Me quedé callada. Me sentí sucia. No por lo que habíamos hecho. No. Me sentí sucia por amar tanto a alguien que no tenía el valor de escogerme.
Me invadió la culpa. Pensé en ella. En esa mujer que creía estar comenzando el día más feliz de su vida, mientras su prometido estaba en la cama con otra. Yo. La otra. La sombra.
Él me limpió las lágrimas con ternura.
—Yo quería que me escribiera. Quería esto. Estar con usted hoy, pero también mañana… y los días que vengan.
—No quiero seguir siendo la otra —le dije. Y el silencio fue nuestra respuesta.
En medio de todo eso, me soltó algo que me pareció fuera de lugar.
—Yo quería invitarla a la boda. Pero mi amiga me dijo que eso no se hacía.
Lo miré horrorizada.
—Si alguna vez me amaste, jamás se te habría ocurrido semejante cosa.
—Quería verla ahí.
Me sentí como si me hubieran arrancado el alma. Nos despedimos con un beso triste. Sin promesas. Sin certezas. Nos fuimos directo al trabajo. Sí, trabajamos ese día. Una jornada corta por ser sábado. Todos en la oficina sabían lo que pasaba, aunque nadie decía nada. Él me miraba. Todo el tiempo. Y yo solo quería desaparecer.
Cuando se fue, varios le gritaron en tono de broma:
—¡Ya váyase que usted se casa!
Pero él seguía mirándome. Como si esperara que hiciera algo. Como si esperara que lo detuviera. Pero no lo hice. No pude.
Me fui a mi casa arrastrando el alma. Me metí a la ducha. Me cambié. Me acosté. Dormí sin saber por cuántas horas. Hasta que sonó el teléfono. Era Anita. Quería sacarme de mi encierro. Le dije que estaba bien. Mentí.
Fue una de mis hermanas quien finalmente me quebró. Entró en mi habitación, se sentó detrás de mí, y me abrazó. No preguntó nada. No hizo falta. Me rompí. Lloré con un dolor tan visceral que aún me arde recordarlo. Sentí que había perdido algo valioso. A él. A mí.
Olvidé sus desplantes, sus ausencias, sus silencios cuando se asustaba ante la posibilidad de que estuviera embarazada. Esos momentos en los que me decía que si alguna vez llegaba a pasar, no permitiría un aborto. Que se haría cargo.
Pasaron quince días sin verlo después de la boda. Cuando regresó, hizo todo lo que le había rogado antes. Me invitó a salir. A caminar. A comer. Le dije que no. Ya no estaba segura. Pero aún lo amaba. Y un mes después de casado… volvimos.
Esa etapa fue la más dulce. Me trataba como siempre quise. Me miraba como si fuera única. Me decía cosas que nunca antes había escuchado. Me sentía suya.
Pero la mentira no tarda en aparecer. Lo supe por un mensaje. Ella estaba embarazada.