El amor más intenso de mi vida terminó sin despedida.
Sin lágrimas.
Sin portazo.
Sin reclamos.
Solo un silencio que todavía hoy me duele.
Poco después de todo lo vivido, empezó mi etapa de prácticas en la universidad. Era mi siguiente paso profesional, y para cumplirlo debía cambiar de empresa. Mi jefe, que siempre me tuvo en alta estima, me ayudó a conseguir una nueva oportunidad laboral. Irónicamente, estaba a tan solo dos cuadras del lugar donde había empezado todo. Donde aprendí no solo sobre trabajo, sino sobre amar, sufrir, ceder y perderme.
Aquel embarazo que tantas veces me atormentó, siguió su curso. Y, debo admitirlo, me alegró saber que ella y el bebé estaban bien. Porque a pesar de lo que viví, de lo que sufrí, de lo que fui, jamás quise hacer daño. Tal vez eso me diferenciaba, o tal vez me engañaba con esa idea para no odiarme.
Fabian y yo seguimos viéndonos. Seguía pendiente de mí, buscándome, escribiéndome. Me sentía querida, deseada, importante. Y eso, a pesar de todo, me mantenía viva por dentro.
Fue un tiempo hermoso, contradictoriamente hermoso.
Nos amábamos de un modo que parecía imposible. Un amor entre susurros y esquinas, pero amor al fin y al cabo. Y yo, como siempre, me entregaba entera. Porque si algo he sabido hacer, es dar todo lo que tengo cuando amo, aunque eso signifique quedarme vacía.
Pero como todo lo que no tiene estructura firme, colapsó.
Y no fue con una pelea. Ni con una escena. Ni con una decisión racional.
Fue con un silencio.
Salí un día de la oficina y lo vi. Caminaba con su uniforme de trabajo, como tantas veces. Me acerqué, intentando romper el hielo con humor:
—¿Ya ni dices adiós, extraño?
Me miró. Con esa mirada que tantas veces me hizo temblar. Pero no respondió. No una palabra. No un gesto. Nada.
Y siguió su camino.
Yo también seguí el mío.
En ese momento no supe que sería la última vez. Pensé que me llamaría después, que me escribiría. Que al menos me daría una razón, una explicación, un adiós digno.
Pero no.
Nunca lo hizo.
Ese día, sin saberlo, fue el final.
El celular dejó de sonar con su nombre. El mío tampoco apareció más en su pantalla. Las palabras se esfumaron. Los besos se apagaron. El amor… se esfumó como humo.
Y me quedé con el corazón en pausa, esperando algo que nunca llegó.
A veces me he preguntado qué pasó. Por qué terminó así, tan de repente, sin lógica, sin causa evidente. No peleamos, no discutimos. Al contrario, estábamos en uno de los mejores momentos. Nos entendíamos. Nos amábamos. O al menos eso creía yo.
Algunos me han dicho que nos hicieron brujería. Que le cerraron los ojos para que no me viera más. Que me cerraron la matriz para que no pudiera retenerlo. Que había energías oscuras que no soportaban vernos juntos. Tal vez son solo cuentos… o tal vez no. El universo guarda misterios que a veces ni el corazón comprende.
Lo único que sé es que lo nuestro terminó así: con una calle, una mirada sin palabras y un silencio que todavía me acompaña.
Y no he vuelto a amar desde entonces.
Fabian fue el amor más real que he tenido.
No fue perfecto. Ni limpio. Ni justo. Pero fue real.
Me llenó el alma y me rompió en mil pedazos.
Me hizo conocer la euforia del deseo y la desesperación del abandono.
Me mostró la dulzura de sentirse única y el dolor de saberse escondida.
Y aunque no hubo adiós, yo me quedé con las despedidas guardadas en el pecho.
Con las palabras que nunca dije.
Con las caricias que no llegaron.
Con los "te amo" que murieron en mi garganta.
No hubo última carta. Ni última conversación. Ni siquiera un mensaje. Fue una despedida muda, extraña, como si alguien hubiese decidido apagar la historia de un soplo, sin pedir permiso. Un silencio largo, doloroso, que no entendí, que aún no entiendo, pero que acepté porque ya no había más remedio.