El tener su espalda tocando el escabroso terreno le provocó recordar el pasado, un tiempo de sufrimiento y oscuridad. Tal vez eran las estrellas las que le hacían sentir libre, o las personas a su lado que con esmero fantaseaban con poseer el honor de cuidarlo. Era libre de hacer lo que deseara, este era ahora su mundo, y nada ni nadie se lo arrebataría.
Sus oídos se agudizaron al percibir el más tenue murmullo de unos pasos que se deslizaban a través de la espesura, la metálica sinfonía del acero al volver al cuero de su vaina, seguido por el jadeo entrecortado de la respiración que se esforzaba por recobrar su aplomo.
—Trela D'icaya —dijo la pareja al instante.
Eran Jonsa y Alir, cuyas siluetas fieras se diluyeron en gesto de sumisión al postrarse respetuosamente sobre sus rodillas apenas llegaron a unos pasos de su divino soberano. Sus armaduras, antes impecables, ahora se veían manchadas con el carmesí, evidencia de las batallas antes libradas, la cual también había salpicado sus brazos, antes tan blancos como la luna llena. Pese al peso del agotamiento que dibujaba sombras bajo sus ojos, sus rostros no podían ocultar el brillo de la felicidad por estar de vuelta en el cobijo que brindaba la presencia de su señor.
Él, se volteó con total calma, sus poderosos instintos que regían sobre todas las cosas en un perímetro mayor a los veinte metros le había comunicado de su llegada.
—Descansen, al amanecer cazaremos a la bestia.
—Sí, Trela D'icaya. —Sus sonrisas se intensificaron.
Su mirar, profundo como el abismo de la noche, se alzó hacia la infinita danza de los astros. Perdido en la memoria de ancestrales batallas, dejaba que su mente vagase por el río del tiempo a aquellas épicas confrontaciones contra esas enormes entidades. Trataba de rememorar sus debilidades, tal vez, y con suerte, podrían tener similitudes con las criaturas que amenazaban la seguridad de su territorio. Estaba preparado, pero quería estarlo por completo. En su tiempo, aquellos colosos lo habían destrozado sin oportunidad de defenderse, le habían asesinado aún con muchas de sus habilidades más poderosas, por lo que no podía permitirse ahora el mismo resultado.
Abrió los ojos con parsimonia, todavía estaba oscuro, pero la luz ya amenazaba con presentarse. Se irguió, dejándose impregnar por la frescura del aire matutino, un aliento limpio y vital que solo la proximidad de las aguas del lago podían ofrecer. Su mirada discernió las siluetas de Los Búhos, que con una severidad visible asumieron una posición defensiva. Los islos eran la segunda línea, sus espadas en alto, formando con sus cuerpos un férreo y leal escudo que le protegía.
—Señor Barlok...
Orion asintió, sin cambiar su expresión.
—Les he sentido.
[Lanza de luz]
Tres deslumbrantes, finas y blancas lanzas aparecieron flotando a medio brazo de su cabeza. Sus ojos calmos se posaron en el lago, en el que aparentemente no había nada. Solo bastó de un pensamiento suyo para que salieran disparadas al manto acuático.
Al pasar los segundos un cuerpo humanoide se dejó apreciar, flotando sin vida a metros de la orilla. Poseía un color principalmente oscuro, pero al primer rayo de sol que impactó en las cercanías permitió vislumbrar su verde mohoso, y aunque estaba rodeado de agua, lo que podía describirse como piel se encontraba seca, tenía una larga cola de reptil, solo que con la diferencia de las espinas que sobresalían desde el principio de su columna al final de la cola. Tenía atrevesada la espalda, y derramaba de su cuerpo un líquido oscuro, que a causa del agua y la oscuridad fue difícil cerciorarse de que color era.
—Eran más —dijo Mujina con una cara de asco.
Los Búhos tuvieron la misma impresión.
—Eran tres —dijo Orion—, y apunté a ellos. Ese fue el más lento. —Observó el cadáver del humanoide—. Espero tengan la misma habilidad para pensar, y no se interpongan en nuestro camino.
—Me disculpo, Trela D'icaya —dijo Mujina, apretando con todas sus fuerzas la empuñadura de su espada, no solo por el nerviosismo que sentía por la intención de contradecir a su soberano, sino también por la excitación del combate próximo—, pero, son escamosos. Esas cosas no piensan.
Orion afirmó con la cabeza, sin molestarse por el comentario, si tenía razón, era mejor asesinar cuánto antes a sus enemigos. Se enfocó en el lago, buscando con sus sentidos, pero su energía no podía atravesar la profundidad mayor a los cinco metros. Encontrándose con un lugar infértil.
Meditó su siguiente movimiento, no quería desperdiciar su energía antes de ir en busca de las grandes criaturas, pero tampoco deseaba dejar peligro en su camino.
—Jonsa, trae el cadáver.
—Sí, Trela D'icaya.
El islo resguardó su espada en la vaina, y con pasos indecisos se adentró en las frías aguas. "Un islo no nada," resonaba en su mente el eco de un dicho de sus antepasados, y a medida que se internaba en esas profundidades, la sabiduría del adagio se hacía más clara, más ingrata. Cuando el agua rebasó su pecho comenzó a experimentar un extraño nerviosismo, un terror jamás sentido. Pero lo reprimió, apresándolo en lo más hondo de su ser, pues la orden de su soberano pesaba más que su propia vida, y el miedo no era nada ante el honor y el deber. Cuando el agua finalmente cubrió su frente, sus miembros lucharon contra el ahogo por puro instinto. Agradecía a sus dioses que el cadáver del humanoide estuviera cerca, con una mano segura, sujetó una extremidad del fallecido y, usando sus últimos vestigios de fuerza, retornó a la orilla. Salió del agua, y como si hubiera sido privado del dulce oxígeno por décadas comenzó a inspirar de forma ferviente, sintiendo el valioso aire llenar sus pulmones.
Alir fue en su ayuda, cargó el pesado cadáver que le forzó a despertar su sangre para poder lograr la hazaña. No se burló de su compañero, todo lo contrario, se sintió orgullosa de él, muy pocos de sus paisanos podrían jactarse de sumergirse por completo en el agua. Jonsa le miró, agradecido por su apoyo, todavía no había logrado recobrar la totalidad de su fuerza, y sentía que pasarían algunos minutos para lograr recuperarse.
—Trela D'icaya —dijo la guardiana al caer de rodillas y presentar el cadáver.
Orion lo levantó, sorprendido por el peso de la criatura.
—Hazte un lado —ordenó, y su subordinada obedeció.
Extendió los brazos, elevando al escamoso que dejó casi de pie, y el "casi" representando la distancia entre su rodilla y pata, una diferencia de estatura considerable.
[El empalador]
Una fina capa de tierra rocosa se levantó, atravesando desde la entrepierna de la criatura a su cabeza.
—Una advertencia —dijo al comenzar a caminar.
Los presentes aspiraron el fresco aire hacia sus pulmones, y no solo por la necesidad natural sus cuerpos, sino más bien para recuperar el arrebatado a causa del acto no previsto. Aunque era verdad que los islos estaban acostumbrados a la brutalidad de su señor, ver una de esas escenas de tan cerca continuaba quitándoles el aliento, situación parecida con Los Búhos, quienes por unos largos segundos habían mantenido la mirada fija en el empalado, pero no por intriga o aprecio a la gran habilidad, sino más bien por lo inesperado de lo sucedido.