CAPITULO #9 DONDE EL METAL FUE CARNE

"no quiero recordar este lugar pero fue aquí donde todo comenzó".

El hedor a óxido, sangre vieja y desinfectante vencido impregnaba el aire como una peste imposible de ignorar. Aiko caminaba a tientas por los pasillos estrechos y ennegrecidos de la base subterránea, donde las paredes metálicas estaban cubiertas de manchas pardas y moho escurría desde las grietas del techo. Cada paso que daba crujía bajo sus botas, no por el metal, sino por fragmentos de carne seca, fluidos coagulado y pedazos de vidrio que tapizaban el suelo como si alguien los hubiera dejado allí a propósito.

Las luces parpadeaban sin ritmo, lanzando destellos intermitentes que deformaban las sombras y hacían que todo pareciera moverse, como si las paredes respiraran. Un zumbido grave, constante, brotaba de las entrañas del lugar, como el lamento de una máquina que había olvidado su propósito.

Aquí, el pasado no era un recuerdo: era un fantasma viscoso que se pegaba a la piel.

Aiko siguió avanzando sin detenerse, conteniendo el impulso de vomitar cada vez que el aire le traía una ráfaga más espesa que la anterior. Su linterna temblaba en su mano, no por miedo —eso se lo había extirpado hace tiempo— sino por el frío que calaba los huesos, un frío que no era físico, sino emocional. El tipo de frío que se cuela cuando un lugar guarda demasiados secretos.

A la derecha, una puerta abierta dejaba ver lo que alguna vez fue un quirófano. Las camillas estaban oxidadas, con correas sueltas colgando como serpientes muertas. En las paredes aún quedaban huellas de uñas arañando el metal, algunas tan profundas que parecía imposible que hubieran sido hechas por manos humanas.

El lugar parecía cambiar con cada paso, como si recordara lo que ella había hecho. Lo que había creado.

El sonido de un goteo lejano marcaba el ritmo, como un metrónomo macabro. Tic. Tac. Tic. Tac. Y cada gota que caía se mezclaba con el eco de su respiración, que ahora era pesada y llena de rabia.

Aiko no quería recordar, pero el lugar se encargaba de obligarla.

Aiko avanzó con pasos lentos, obligándose a no mirar atrás. Las luces de emergencia parpadeaban de forma errática, como si el sistema aún respirara en espasmos de una vida artificial. A su izquierda, una serie de tubos de vidrio rotos formaban una línea irregular de escombros que crujían bajo sus botas.

Las paredes estaban cubiertas de manchas secas: sangre vieja, aceite, moho, y algo más… una sustancia negruzca que parecía supurar desde las grietas del concreto como si la base sangrara. El hedor era insoportable, un cóctel de podredumbre, químicos estancados y humedad fermentada.

Giró la esquina y entró en lo que alguna vez fue un laboratorio de observación. Allí, las pantallas estaban reventadas, y los monitores colgaban por cables desgarrados como vísceras expuestas. Sobre una de las mesas, aún quedaban frascos rotulados con números y nombres ilegibles.

El silencio era denso, quebrado solo por el zumbido bajo de las luces y su propia respiración entrecortada.

Y entonces lo vio.

Al fondo del pasillo, tras una puerta apenas entornada, una figura colapsada sobre el suelo.

Aiko empujó la puerta con la punta del pie. El óxido se desprendió como escamas al abrirse.

El cadáver estaba allí, desplomado de espaldas, con los brazos extendidos hacia los lados como si hubiese intentado arrastrarse antes de morir. La piel, o lo que quedaba de ella, se había despegado en láminas irregulares; el torso estaba abierto, exponiendo costillas amarillas como madera vieja. Un enjambre de insectos se dispersó al ser interrumpido, zumbando alrededor del cráneo semidesnudo, donde todavía colgaban mechones del cabello enredado en coágulos oscuros.

Una de las órbitas oculares estaba vacía. En la otra, un ojo vidrioso parecía mirarla, congelado en un último gesto de súplica.

Aiko sintió cómo algo se rompía dentro de su pecho. No de miedo. No de culpa. Sino de reconocimiento.

Sabía quién era.

Y eso era peor, aiko no pudo creer lo que estaba viendo, y de inmediato unas náuseas abundantes inundaron su interior hasta que finalmente se volteo detrás de ella y vomitó por lo grotesca de la escena.

carajo, supongo que iré por el otro lado— dijo Aiko limpiándose la boca y continuando por una puerta a su derecha.

El pasillo estaba bastante obscuro así que utiliza la linterna de su teléfono y nota como estuvo a punto de caer un agujero bastante profundo.

ufff... Debo tener más cuidado donde voy — dijo Aiko susurrando para si misma mientras rodeaba el agujero.

Aiko empujó la siguiente puerta con cautela. Un chirrido metálico la recibió como una advertencia. El interior era más amplio que los pasillos anteriores, pero igual de corrompido: cables colgaban del techo, el suelo estaba agrietado y los estantes llenos de herramientas quirúrgicas estaban cubiertos de herrumbre. Un olor penetrante a formol podrido y carne en descomposición le obligó a cubrirse la boca.

Al centro de la habitación, un tanque de vidrio gigante se erguía como un sarcófago olvidado. Dentro, flotando en un líquido traslúcido con un leve tinte verdoso, yace un chico joven. No tendría más de diecisiete años. Estaba suspendido por tubos conectados a su espalda, cuello y sienes. Burbujeaba lentamente, como si aún respirara.

Pero lo más espeluznante eran sus cuatro brazos biónicos. Dos más largos que los humanos, terminaban en pinzas retráctiles y extensiones giratorias. Otro brazo tenía algo parecido a un bisturí mecánico, y el cuarto una garra prensil adaptada para triturar metal. Donde deberían estar los hombros, había placas atornilladas directamente sobre la carne, de donde salían cables como venas artificiales.

mierda... ¿Qué… te hicieron? —murmuró Aiko, con un nudo en la garganta.

Dio un paso hacia atrás. Entonces escuchó un crujido sordo.

El cristal se resquebrajó.

No… ¡Espera! — dijo Aiko retrocediendo lentamente

Con un estallido, el tanque se rompió violentamente, liberando el líquido que salpicó por toda la sala. El cuerpo del chico cayó pesadamente al suelo, y durante unos segundos, no se movió.

Aiko retrocedió, resbalando con el fluido en el piso. Su respiración era agitada, y su linterna temblaba en su mano.

El chico se levantó.

De un salto inhumano, la atacó con los brazos extendidos. Uno de los implantes se clavó en la pared justo donde había estado su cabeza segundos antes. Aiko rodó hacia un lado, jadeando.

¡No quiero hacerte daño! —gritó, pero no hubo respuesta.

Los ojos del chico brillaban con un tono azulado, completamente perdido. Era una máquina en modo de ataque, su programación anulando cualquier resto de humanidad.

Aiko esquivó una embestida. Luego otra. Una de las garras le rozó el abdomen, desgarrándole la camisa y la piel.

¡Mierda! —se arrastró por el suelo, buscando cualquier cosa que pudiera usar. Y entonces lo vio: una tubería de titanio, oxidada pero resistente.

La alzó justo a tiempo para bloquear un golpe. El impacto la lanzó hacia atrás. Sus brazos temblaban. Su oído zumbaba. Y el chico se acercaba.

No había alternativa.

Golpeó.

Una.

Dos.

Tres veces.

El cráneo del chico crujió con un sonido hueco.

Cuatro.

Cinco.

Los implantes comenzaron a chispear.

Seis.

El chico colapsó.

El silencio que siguió fue brutal. Solo el goteo del líquido desde el tanque roto y el jadeo entrecortado de Aiko llenaban el aire.

Entonces lo notó.

Una carta se asomaba por el bolsillo del pantalón del chico.

Estaba manchada de sangre, pero aún legible:

"Espero que estés bien abraham, solo espera a que salgas de tu operación y podremos ir al cine Como me prometiste, te quiero mucho atte: Lenny."

Aiko cayó de rodillas. La tubería resbaló de sus dedos.

Perdón… lo siento tanto… —murmuró entre lágrimas.

Apoyó la frente en el suelo. Sus sollozos retumbaban en la sala vacía.

Aiko Sentía el sudor frío pegado a su espalda, mezclado con el líquido viscoso del tanque. Su respiración era errática, y el eco de sus sollozos parecía rebotar en cada rincón de la habitación, como si el lugar la señalara con un dedo invisible.

No era la primera vez que mataba.

Pero esta vez fue distinto.

Lo había visto respirar, flotar, estar vivo… Y ahora, yacía ahí, con la cabeza ladeada, los ojos abiertos y una mueca en el rostro que ya no era humana.

No debiste estar aquí… —susurró, acercándose de nuevo.

Observa nuevamente la carta, la frotó con el pulgar

¿Quién eras, abraham…? ¿Qué te hicieron…? —Las palabras salían entrecortadas, como si se le quebraran antes de llegar a los labios—. ¿Tenías familia? ¿Amigos? ¿Alguna vez soñaste con algo?

Se tapó la boca con una mano, conteniendo un nuevo ataque de llanto.

—Lo siento… de verdad, No pude salvarte.

Se puso de pie con dificultad, tambaleándose, todavía con la mirada clavada en el cuerpo. Se acercó a una sábana que colgaba de una camilla oxidada, la arrancó con fuerza y cubrió el cadáver.

Esto es lo único digno que puedo darte…

Se quedó unos segundos más en silencio. Cerró los ojos, tragó saliva, apretó los puños y Cuando los volvió a abrir, algo había cambiado en su mirada: ya no había duda.

Se limpió las lágrimas con la manga y salió de la habitación con pasos firmes. Atrás dejaba a abraham, pero se llevaba consigo su culpa. Su nombre. Su historia sin contar.

Y mientras el eco de sus botas retumbaba por el pasillo, se escuchó su voz en un susurro:

—No pienso dejar que arata sea un segundo abraham— dijo Aiko susurrando mientras entraba a la siguiente habitación