XIV

Henrietta hizo su mayor esfuerzo para no correr mientras se movía hacia el patio, seguida por Agnès, Osmond y Colbert. Los sirvientes cuchicheaban sobre un enorme fénix, y lo vio de inmediato, aunque, en un parpadeo, volvió a ser de tamaño portátil. Una parte de ella estaba sorprendida ante aquello, pero fue opacado por el alivio de verlos a todos volver sanos y salvos.

A pesar de lo indecoroso que resultó, su suspiro fue largo y sus hombros cayeron por el peso que había desaparecido. No fue tan peligroso como el plan original de marchar directamente al supuesto escondite de Fouquet, pero no dejó de estresarla lo suficiente. 

Con una sonrisa, caminó en dirección del grupo. König, Zerbst y Orléans mantenían una charla, aunque era principalmente la pelirroja mientras los otros afirmaban o negaban. El príncipe lucía un poco exasperado, aunque con algo de rubor en su rostro.

Pasando de ellos, Henrietta se centró en su amiga, quien ni siquiera la estaba mirando. Toda la atención de Louise estaba en Saito, cuya mirada vidriosa no enfocaba nada. Caminaba en dirección del castillo, ignorando por completo la existencia de los demás, seguido en silencio por Louise. Esto evitó que Henrietta dijera cualquier cosa, observándolos en silencio atónito.

Iba a preguntarle a Agnès al respecto, pero la encontró con una mueca comprensiva. Archivó eso en una parte de su mente y levantó la barbilla mientras continuaba caminando. Ya había dado un paso en falso frente a los nobles o sus espías que husmeaban por los alrededores, no podía seguir mostrando cualquier tipo de debilidad o favoritismo obvio. 

Zerbst pasó junto a Henrietta, llamando a Louise y Saito con alegría mientras trotaba. Aunque habría pasado por encima de la cabeza de cualquiera, la princesa se dio cuenta de la forma en la cual la miraba la Germana. Había una advertencia allí que no pasó por alto, casi una amenaza si aquello no pudiera generar problemas internacionales.

Tomando una respiración un poco más larga de lo normal, le hizo una señal a Agnès, Osmond y Colbert para que permanecieran en su lugar mientras ella se acercaba. Era algo que tenía que hacer sola, al menos en un principio. König se había cruzado de brazos, negando con la cabeza. Los ojos del príncipe, que habían estado cerrados, se abrieron al captar sus pasos. Cualquier señal de que había estado relajado, o lo más cerca posible de eso, se desvaneció. 

Henrietta lo observó con atención. No parecía ser desprecio, de hecho, si tuviera que darle un nombre ahora que lo miraba de cerca, sería «incomodidad». Parpadeó como un búho ante la disonancia de asociar a uno de los mayores belicistas de Germania con ser socialmente incómodo. Esto eliminó cualquier insulto que hubiera podido existir en caso de no haber venido en son de paz. 

Orléans, por su parte, se contentaba con ignorarlos mientras mimaba a su familiar. 

—Debo agradecer al Fundador que hayan vuelto a salvo —habló por fin.

König se mantuvo en silencio, escudriñándola con la mirada y su ceño haciéndose más profundo de lo que ya era. En lugar de ser superioridad, se dio cuenta de inmediato. Estaba a la defensiva, de seguro esperando algún tipo de comentario despectivo. Saber eso la llenó de vergüenza, de la cual fue salvada cuando lo escuchó hablar.

—No encontramos a Fouquet, pero sí a los culpables del intento de regicidio 

La declaración fue dicha como si estuviera haciendo un reporte; incluso estaba erguido. Evitó reírse de la vista, y en su lugar continuó con la conversación.

—¿Descubrieron algo?

König descolgó una bolsa de tela, algo que había pasado por alto gracias al fénix en su hombro, que se irritó con el movimiento y lo picoteó antes de irse volando. Ignoró todo esto con gracia aristocrática y sacó un extraño trozo de metal. Era cilíndrico, tan delgado que cabría en el puño de un niño y no más largo que un dedo meñique. 

Henrietta frunció el ceño, desconociendo el punto de mostrarle algo así. Iba a pedirle una aclaración, pero la proporcionó antes de que pudiera dar voz a sus dudas.

—Es una baliza —al notar que sus palabras no aclararon nada, continuó—: Los espías las utilizan para concretar un lugar de reunión. Solo son capaces de enviar y recibir señales, esto último solo cuando están activas. 

Henrietta asintió con calma, enmascarando una furia que estaba en su punto de erupción. Iba a ser la gobernante de Tristain y a nadie se le había ocurrido la brillante idea de informarle que sus espías contaban con tales objetos encantados. Iba a necesitar hacer una limpieza en su palacio. 

—¿Alguna posibilidad de que conozca su origen?

Era una pregunta un poco tonta, pero creía que habría diferencias entre los objetos encantados entre naciones. Como militar, König debería tener algo de conocimiento con respecto al espionaje, por mucho que le avergonzase a Henrietta reconocer su propia ignorancia con respecto a su país. 

—Ninguna.

La princesa suspiró. Supuso que al menos averiguaron que era una nación la que la quería muerta, y había tres de ellas, cuatro si contaban a la neutral Romalia, y cinco con la horrible probabilidad de ser traicionada.

—¿Puede ser útil para algo? —casi parecía suplicar.

Sus plegarias fueron respondidas, aunque a medias. König asintió, pero fue obvio que dudaba en su respuesta. Jugueteó con el objeto en su mano durante varios segundos.

—Mi t... Me informaron —corrigió de forma incómoda, aclarándose la garganta— que existe la posibilidad de rastrear otras balizas a una distancia cercana. Se necesita un experto en encantamientos para hacerlo, no obstante. 

Henrietta se permitió una amplia sonrisa. La Serpiente de Fuego podría ser famoso por sus habilidades marciales, pero, desde que se había retirado, se convirtió en una de las mentes académicas más brillantes. Si alguien podía hacerlo, sería él. 

El príncipe le entregó la baliza, evitando por cualquier medio el contacto físico. Si lo hacía porque sabía que eso la iba a incomodar, o porque él mismo se sentía incómodo, no lo sabría. 

—Tengo a la persona adecuada —aunque Zuko no preguntó, supuso que tenía curiosidad, así que le dijo—: El profesor Colbert es un experto en todo tipo de artefactos, ya sean mundanos o mágicos.

—Veo —fue su única respuesta. 

Henrietta no comentó tal falta de conversación, porque aceptaba a regañadientes que se lo merecía. En lugar de comportarse con dignidad, lo hizo de tal manera que su nobleza y modales podrían ponerse en duda. Tiró por la borda la posibilidad de un matrimonio tranquilo y amigable, uno que no quería, pero al que estaba obligada. Era fácil ver lo inmadura que se había estado comportando, y solo hizo falta que una extranjera la regañara. 

—Debe estar agotado —optó por la salida diplomática—, hizo un buen trabajo y debería descansar.

Aunque volvió a mirarla con dudas por su comportamiento, asintió y murmuró lo que supuso fue una despedida antes de irse a paso rápido. Notó al mirar en derredor que la princesa de Gallia se había marchado hacía un tiempo. 

Henrietta observó la espalda de König mientras jugueteaba con el cilindro metálico, un tanto rugoso al tacto. Podía odiar la idea de casarse, hasta el punto de asquearla, pero las palabras de Zerbst eran ciertas. No era la única obligada a esto, y aunque iba a ser un asunto más que difícil, repararía el puente que había quemado. 

 

§

 

Una vez que se alejó lo suficiente de la princesa y su séquito, Zuko no pudo evitar pellizcarse. No estaba en un sueño a pesar de que intercambió palabras con la gobernante de Tristain sin que ella quisiera matarlo. Tal vez era la seriedad de la situación, así que lo mejor sería no tener expectativas demasiado altas. 

Negando con la cabeza, descartó el pensamiento por algo más importante, al menos de momento. Tenía una conversación pendiente con Saito, una que no podía postergar más de lo que ya lo había hecho. Le dio una noche para recapacitar, por experiencia propia.

La primera muerte siempre era la más difícil de sobrellevar, lo sabía mejor que nadie. Cuando ocurrió, arremetió contra todo y todos. Odiaba la lástima, y su tío pagó cuando estaba de tan mal humor. No soportaba ser tratado con tanta fragilidad, así que le dio algo de espacio al chico. 

—Siesta.

La sirvienta se sobresaltó. Había estado absorta en sus pensamientos, pero, si alguien sabía la ubicación de Saito, sería ella. Eran buenos amigos, después de todo.

—Oh, Zuko. 

Al menos no se desmayó, otra vez. Aquel recuerdo casi le trajo una mueca, pero lo enterró para centrarse en el presente. 

—¿Has visto a Saito?

La expresión de la sirvienta de ensombreció, lo que significaba que había visto el estado en el que se encontraba. Era demasiado obvio, y tal vez por eso había estado absorta en sus pensamientos. 

—Se dirigió al Patio de Vestri... Él... —se interrumpió, insegura de cómo continuar.

—Hablaré con él —dijo, recibiendo solo un asentimiento. 

Tras una corta despedida, siguió con su camino. Notó algunos sirvientes que lanzaban miradas en dirección de donde debería haber ido Saito. Incluso se encontró a Vallière en el camino, quien no le dedicó ni una sola mirada. Al parecer, no fue capaz de llegar a su familiar.

No le sorprendía, en realidad. No iría y diría que era una cosa de hombres, o que una charla de hombres era lo que necesitaba. Solo alguien que había pasado por eso y entendía lo que estaba ocurriendo. Las palabras vacías, e incluso las amables, hacían más daño que bien, porque la amabilidad bien podría ser veneno.

Más adelante, lo vio. Sentado en el suelo, apoyando la espalda en la muralla. Sus ojos estaban dirigidos al cielo, abrazando sus rodillas. Saito ni si quiera miró cuando Zuko estuvo lo suficientemente cerca y se sentó junto a él. 

—La primera vez siempre es la peor —comentó, casi con indiferencia. 

La única respuesta que recibió fue un tarareo desinteresado. Saito siguió mirando hacia el cielo, sin prestarle atención. Eran estos los momentos en los que se alegró de haber crecido sin orgullo, porque otro príncipe se habría enojado al ser ignorado por un plebeyo. 

—No te mentiré y diré que mejora con el tiempo —esto pareció llamar su atención, ya que miró a Zuko de reojo—. En el momento en que sientas que está mejorando, debes detenerte.

Hacía tiempo que había escuchado ese consejo, pero las palabras seguían grabadas a fuego dentro de él. Tanto que había despreciado la sabiduría de su tío, y tanto que daría el Zuko actual para escucharlas todas. Negó con la cabeza, apenas escuchando una pregunta murmurada con desgana.

—¿Qué quieres decir?

Saito volvió a fingir que Zuko no existía, pero algo le dijo al príncipe que tenía toda su atención. Suspirando, y preguntándose cuándo pensó que sería buena idea dar consejos, respondió:

—Matar es difícil. El sentimiento que viene con tal pecado... Puedes acostumbrarte a él, saber cómo sobrellevarlo, pero ¿en el momento en que mejora? Lo estás disfrutando —fingió no verlo estremecerse—. Matar no es algo que deba disfrutar ningún ser humano. 

Él lo sabría. Llevaba años en eso. Todavía recordaba la primera vez que intentó sofocar una rebelión sin la presencia de la muerte. Tan ingenuo, lo que casi le costó la vida a su tío. Fue también allí donde cometió su primer asesinato. Todavía lo recordaba como si fuera ayer, el rostro de su víctima seguía fresco en su mente. 

Un chico más o menos de su edad, todavía verde. Quiso saltar a la fama al ser quien lograse cobrar la cabeza del famoso Dragón del Oeste. Plebeyo, sin nada a su nombre más que una lanza barata y quebradiza. Lo primero que brilló en sus ojos fue el conocimiento, como si algo se hubiera revelado ante él en esos últimos momentos. ¿Qué fue? Nunca lo sabría. Luego opacado por el miedo y la desesperación. 

—No sentí nada.

Zuko apenas captó un murmullo, pero bien pudo ser una banda de guerra. El silencio en derredor lo hizo audible para él, por lo que miró largamente al chico sentado a su lado. Debió sentir sus ojos escudriñándolo, porque Saito elaboró:

—Cuando los maté, no sentí nada. Fue... fue como un trabajo de rutina, a pesar de que nunca lo había hecho. Se sintió como una tarea molesta y poco más. 

—Vomitaste —le recordó sin recriminación—. Lloraste.

Intentó no sonar acusador, pero a veces era difícil dado su tono habitual. Saito no pareció captar esto, solo abrazó más sus piernas. Zuko pensó que se detendría allí, pero, en su lugar, continuó:

—Me sentí asqueado. De mí mismo —las lágrimas brotaron de sus ojos, pero las limpió con la manga—. Maté a todas esas personas ¡y no sentí nada! Y-yo... me odio por eso. 

»So-solo podía pensar en que eran una amenaza para Louise. Nada más me importó en ese momento, solo protegerla. To-todo se sintió tan sin sentido excepto por su seguridad. ¡Y todavía me doy esa excusa cada vez que pienso en lo ocurrido!

Zuko frunció el ceño, sopesando las palabras de Saito con atención. No negaría que tuvo esos momentos en el pasado en los que se perdía en su objetivo, pero la forma en la cual lo decía, su temblor apenas controlado... parecía ser algo más serio.

Examinó al chico, y sus ojos se centraron en la marca en el dorso de su mano y sintió que algo hizo clic. No sabía mucho de magia más allá de sus debilidades a pesar de ser un noble, porque, ¿para qué estudiar algo en lo que no era bueno? No obstante, había cosas que podrían considerarse de conocimiento común.

—Deben ser las runas. 

—¿Eh? —a pesar de la confusión de su voz, fue sacado del aturdimiento.

—Las runas familiares te ofrecen una mayor fuerza y habilidad con las armas. Pero ¿y si hacen más que eso? Me dijiste que eras una persona normal hasta antes de todo esto.

Tuvo pequeñas conversaciones con Saito a lo largo de su entrenamiento juntos. Era un chico agradable, tal vez con la cabeza en las nubes de vez en cuando, pero una buena persona en su núcleo. 

—Nunca sostuve una espada. ¡Ni siquiera entré en una pelea antes de mi duelo con Guiche!

Pero eso no fue lo que vio en batalla, ni cuando entrenaron, aunque en esta última parte se redujo a armas de madera la mayoría de las veces. Durante la emboscada, si bien su forma era pésima para un espadachín, los instintos eran los de un luchador en la cúspide y nunca nervioso. 

—Los familiares están en la obligación de proteger a sus maestros. ¿Por qué tendrían miedo? Incluso los animales más dóciles lucharan hasta la muerte por sus amos. Dime, Saito, ¿morirías por Vallière?

La pregunta tomó a Saito con la guardia baja, notándolo palidecer mientras pensaba en una respuesta. Iba a darla, pero titubeó y guardó silencio. Repitió esto un par de veces antes de que Zuko decidiera tomar la situación por sí mismo. 

—Dudas. Y un familiar no debería dudar en hacer algo que es instintivo. 

A pesar de que no creía que alguien pudiera ponerse todavía más pálido, Saito lo logró. La situación pareció grabarse por fin en su cabeza, y las implicaciones de que lo que sea que Zuko estuviese diciendo. 

Al menos parecía no afectarlo en más ambientes, porque, si lo que contaba de sí mismo era cierto, no había cambiado nada con respecto a su personalidad. Lo que acababa de ocurrir era solo un caso forzado, que esperaba que mejorase si Saito se comprometía con la seguridad de su maestra.

Salió de sus pensamientos cuando escuchó al chico llorar y, de forma incómoda, puso una mano en su hombro. Suspirando, miró hacia el cielo por unos segundos antes de volver a bajar sus ojos. A la distancia, notó al chef Marteau y Siesta mirando en su dirección. 

Zuko despidió a los observadores con un ademan mientras fingía que nada estaba ocurriendo a su alrededor. A veces lo mejor que podía ofrecer era una falsa sensación de intimidad, así que esperaba que captaran la indirecta y espantaran a todos.

Zuko, de todas las personas en el mundo, estaba consolando a otro chico, que también se encontraba muy lejos de casa, contra su voluntad y con problemas de identidad. La ironía de la situación no se le escapaba, y estaba seguro de que sería lo suficientemente divertido como para hacer reír incluso a su padre.