Encuentro

«Mierda». Lirion maldijo en silencio mientras galopaba a lomos de su ciervo con toda la velocidad que este podía proporcionar. Los jinetes ligeros del sur y los arqueros montados del norte los habían estado acosando sin descanso desde el final de la desastrosa batalla. A duras penas había logrado escapar de esa carnicería, sacrificando a su doble para distraer a los humanos y aprovechando lo que quedaba de sus fuerzas para huir hacia territorios élficos. Solo había conseguido llevar consigo a dos mil elfos oscuros de su guardia y a treinta y dos mil jinetes de élite, dejando atrás a más de un millón setecientos mil de su ejército, masacrados por los humanos. El peso de esa pérdida resonaba en su mente mientras galopaba a través de los densos bosques, su corazón oprimido por la responsabilidad y el dolor de la derrota. Sabía que la culpa recaería sobre él, como líder de su pueblo, por la devastación sufrida en el campo de batalla. La sensación de fracaso lo abrumaba, pero no podía permitirse ceder ante ella ahora. Su deber era llevar a salvo a los supervivientes y buscar refugio en los territorios élficos, donde podrían reagruparse y planear su próxima estrategia. Eso se suponía que debía hacer, pero no había hablado ni dado órdenes desde que huyeron; no se sentía como una retirada, sino como una huida cobarde e inútil.

Mientras cabalgaba, el sonido de las flechas silbando a su alrededor lo mantenía alerta, recordándole que la amenaza seguía acechando en las sombras del bosque. Lirion se sentía abrumado por la fatiga y la angustia mientras avanzaba entre los árboles, su espíritu roto por las pérdidas sufridas. Kael y Drahkor, caídos en manos de ese maldito señor norteño... Eran guerreros tan grandes, tan fuertes; aún no podía entender cómo habían sido derrotados. E Ilsa, la valiente y leal, también había sido arrebatada por una de esas damas norteñas. Cuatro años habían pasado desde que renació en este cuerpo por obra de esa maldita diosa, y nunca antes se había sentido tan impotente. La diosa le había prometido que sería un elfo importante, que gobernaría su propio reino, una nación llamada Anhöt. Pensó que sería el típico héroe de las historias de isekai, que los humanos serían simplemente escoria, como en tantas obras que había leído. Pero la cruda realidad lo golpeó con fuerza: los humanos no eran los débiles, los esclavizados, los que pedían clemencia; era casi todo lo contrario. La mayoría de las razas, incluidos los elfos, veían a los humanos como salvajes incivilizados, adecuados solo para ser esclavizados y tratados como objetos sin valor. Pero algunos humanos habían formado imperios y reinos, y luchaban con ferocidad contra numerosas razas, incluida la suya.

La desilusión lo embargó; no era el héroe que había pensado que sería. No era un libertador, no era un salvador. Solo era uno más de cientos de reyes que peleaban por tierras y por mantenerse arriba en una jerarquía autodestructiva. No era el liberador o el héroe que pensó que sería, pero no se resignó completamente. Aún era un maldito rey, y joder, era guapo y rico. Era mejor que nada, así que dedicó tiempo a mejorar su posición. Forjó alianzas con cientos de reinos élficos de las tres clases: los elfos silvanos, los elfos oscuros y los altos elfos. Unió sus fuerzas y recursos, consolidando un vasto territorio próspero y rico en recursos. Reunió un poderoso ejército, formado por más de dos millones novecientos mil soldados.

Sin embargo, cuando se enteró de que uno de los reyes humanos más poderosos del sur había desviado casi todo su ejército, más de cinco millones novecientos mil hombres, para apoyar una campaña en el continente Aucura, supo que la oportunidad de un ataque estaba a su alcance. Aucura, un continente que una vez fue dominado por los humanos, había sido devastado por un cataclismo de monstruos y una gran invasión de demonios y bestias demoníacas. Lirion decidió aprovechar la ausencia de ese ejército masivo y lanzó su ofensiva. Pero el cálculo resultó ser desastroso. La resistencia humana fue feroz y efectiva, y ahora, mientras huía por el bosque, con el peso de la derrota sobre sus hombros, se daba cuenta de su error fatal.

Lirion no pudo quedarse de brazos cruzados. Reunió a su élite, un millón ochocientos sesenta y cinco mil elfos que lo habían acompañado en todas sus campañas, y formó una alianza con el reino de los altos elfos de Vezar. Juntos, sumaron más de dos millones de altos elfos a sus filas. Con esta poderosa fuerza combinada, Lirion estaba listo para devastar el sur y tomar esas tierras. Sin embargo, todo salió mal desde el principio. Estaba ansioso por lanzar su ataque al sur y reclamar esas tierras, pero desde el principio, las cosas se complicaron. Muchos de sus consejeros le advirtieron y le recomendaron posponer la invasión. Habían recibido informes de que el rey Aldric había contratado a varios señores del desolado y salvaje norte. Aunque Lirion había escuchado rumores y leyendas sobre los hombres del norte, no les prestó demasiada atención. Subestimó a los norteños, considerando que su fama era pura exageración y que las advertencias eran simples excusas de débiles. Sin embargo, la realidad pronto le demostraría lo contrario.

Los hombres del norte eran reverenciados como algunos de los mejores soldados, conocidos por su feroz espíritu de lucha y su disciplina inquebrantable en el campo de batalla. Su sed de sangre y su brutalidad eran legendarias, y pocos se atreverían a enfrentarlos en combate cuerpo a cuerpo. Lirion, confiado en la superioridad numérica y la disciplina de su futura fuerza combinada de su ejército, decidió seguir adelante con el plan de invasión, ignorando las advertencias de sus consejeros. Pero pronto descubriría que enfrentarse a los hombres del norte sería mucho más difícil de lo que jamás había imaginado. Las advertencias continuaron resonando en la mente de Lirion, pero esta vez con más fuerza. La presencia imponente y la habilidad marcial incomparable de los norteños eran temas de los que no podía desentenderse. Eran una fuerza a tener en cuenta en cualquier conflicto, capaces de doblegar a sus enemigos con una fuerza y una ferocidad que parecían no conocer límites.

Lirion había pensado que tales descripciones eran simples leyendas, hasta que hace unas horas presenció la devastación que los norteños podían causar. Eran como demonios sedientos de sangre, capaces de aniquilar a sus enemigos con una facilidad impactante. Había luchado contra numerosas razas consideradas las más fieras y salvajes, incluidos demonios, elfos oscuros, orcos y hombres lagartos, entre otras, pero nada se comparaba a la devastadora carga de caballería de los norteños. En un abrir y cerrar de ojos, habían destrozado a más de doscientos mil jinetes pesados élficos y atravesado una densa formación de trescientos mil infantes élficos como si fueran simples hojas al viento.

Y luego estaba ese señor norteño, Vraken Iron... Lirion luchaba por recordar su apellido, pero su reputación era suficiente para infundir temor. Había sido testigo de cómo Vraken había matado a su segundo mejor general, Kael, un guerrero formidable que incluso había derrotado a trolls con sus propias manos. La rapidez y brutalidad con la que Vraken había aniquilado a la guardia personal de Kael, considerada una de las mejores tropas de Lirion, había dejado una impresión indeleble en su mente.

El impacto de la muerte de Kael fue tan devastador que Lirion apenas tuvo tiempo para recuperarse del shock. La disciplina de sus soldados se tambaleaba y, para empeorar las cosas, Ilsa, consumida por la rabia, se lanzó al ataque sin esperar órdenes ni mantener ninguna organización. Este acto impulsivo llevó a su fuerza principal a caer en una trampa mortal. El estruendo de la carga conjunta de los caballeros sureños y los jinetes pesados del norte resonaba en el campo de batalla. La confusión reinaba entre las filas élficas mientras intentaban reorganizarse para hacer frente al embate enemigo. Sin embargo, antes de que pudieran recuperar el control, la emboscada estaba en pleno efecto, atrapando a los elfos en un torbellino de caos y destrucción.

Para empeorar aún más la situación, los altos elfos de Vezar, cuya llegada se esperaba con ansias para reforzar sus filas, nunca aparecieron en el momento acordado. La decepción y la desesperación se apoderaron de Lirion mientras veía cómo se desmoronaba su plan cuidadosamente elaborado. La batalla se había convertido en un desastre total, y la única opción era luchar con todas sus fuerzas para sobrevivir.

Mientras tanto, el caos en el campo de batalla crecía a medida que los norteños y los sureños lanzaban su ofensiva con una coordinación implacable. Las líneas élficas se rompían una tras otra, incapaces de resistir la brutalidad de los ataques enemigos. Los gritos de los heridos y los moribundos resonaban en el aire, mezclándose con el estruendo de las armas y los cascos de los caballos. Lirion, aún a lomos de su ciervo, trataba de encontrar una manera de reorganizar a sus tropas, pero la marea de la batalla estaba en contra de ellos.

Lirion avanzó entre el caos de la batalla con su propio ejercito, con el corazón lleno de determinación a pesar de la desesperada situación en la que se encontraba. Las tropas que le quedaban estaban dispersas y desorganizadas, pero sabía que debía actuar rápidamente para tratar de reorganizarlas antes de que fuera demasiado tarde. Cuando finalmente llegó al lugar donde sus fuerzas estaban siendo emboscadas, se encontró con la devastación en pleno apogeo. El grueso de sus tropas estaba siendo masacrado por una formación de envolvimiento, y apenas había comenzado. La infantería y los jinetes de ciervos estaban revueltos en un ataque mal coordinado, luchando por mantenerse a flote en medio del tumulto de la batalla. Para empeorar las cosas, una fuerza de caballería emergió del flanco derecho enemigo, amenazando con envolver por completo a sus tropas.

Sin embargo, en un giro afortunado del destino, Drahkor, su mejor general y el elfo oscuro más formidable que conocía, lanzó un feroz contraataque desde la retaguardia enemiga. Con más de quinientos mil jinetes ligeros de ciervo, trescientos mil jinetes pesados de ciervo y la propia guardia de élite de Drahkor, compuesta por diez mil sanguinarios elfos oscuros, el contraataque de Drahkor proporcionó un rayo de esperanza en medio de la oscuridad de la batalla.

Lirion observó impotente cómo la situación se deterioraba rápidamente. A pesar del valiente contraataque liderado por Drahkor, el señor norteño Vraken demostró una vez más su astucia y habilidad táctica al reorganizar las tropas de caballería humana y lanzar un feroz contraataque. Pronto, atravesaron la densa formación de jinetes de ciervo, dejando un rastro de destrucción a su paso. La pérdida de Drahkor, el golpe más duro para Lirion, dejó un vacío insustituible en su estrategia. El elfo oscuro, conocido por su ferocidad en el campo de batalla, cayó bajo la implacable fuerza de Vraken, sumiendo a Lirion en una profunda desesperación.

Para empeorar las cosas, el otro flanco enemigo lanzó un ataque coordinado, atrapando a las fuerzas élficas entre dos frentes enemigos. Los elfos, tanto en la vanguardia como en la retaguardia enemiga, se encontraron luchando por sus vidas en medio de la brutalidad de la batalla. A pesar de los esfuerzos de Lirion por reorganizar a sus tropas, era demasiado tarde; la batalla estaba perdida.

La situación se volvió aún más desesperada cuando el propio rey Aldric lideró un contraataque desde su posición, infundiendo nueva vida y determinación a gran parte de su ejército. La noticia de la muerte de Ilsa a manos de una dama del norte en el ataque al flanco izquierdo solo aumentó el pesar de Lirion.

Con el corazón lleno de dolor y resignación, Lirion tomó una decisión difícil pero necesaria. Dejó a su doble y a una parte de su guardia para enfrentar al enemigo y, con el resto de sus fuerzas, se retiró de la batalla. La idea de abandonar a sus hombres a su suerte era devastadora, pero sabía que era la única manera de preservar lo que quedaba de su ejército y mantenerse vivo. Mientras se alejaba del campo de batalla, el peso de la derrota y la pérdida pesaba sobre sus hombros.

La rabia hervía en las venas de Lirion mientras volvía al presente, sacudido por la pérdida y la traición que había sufrido en aquella desastrosa batalla. Con un rugido de ira, detuvo a su ciervo de un tirón, obligando a los que huían con él a detenerse también. Sus ojos centelleaban con la furia acumulada mientras tomaba las riendas de la situación, decidido a hacer pagar a quienes le habían arrebatado tanto. Sin vacilar, lanzó un ataque feroz contra los jinetes ligeros del sur y los implacables guerreros norteños que aún se mantenían acosándolo. Su grito de guerra resonó en el aire, un desafío desafiante a todos aquellos que se atrevieran a enfrentarlo. Con una determinación implacable, su guardia real de élite lo siguió en su embestida, dispuestos a luchar hasta el último aliento en defensa de su señor.

Los norteños, astutos como eran, pronto se dieron cuenta del cambio en la situación y cesaron su acosamiento, preparados para enfrentar la ira del elfo oscuro y su formidable guardia. Sin embargo, los jinetes ligeros sureños no reaccionaron con la misma rapidez, sorprendidos por la ferocidad repentina de la contraofensiva élfica.

Con un movimiento ágil y preciso, uno de los jinetes sureños se atrevió a lanzar una jabalina hacia Lirion, pero este la esquivó con destreza sobrenatural. En un abrir y cerrar de ojos, su espada cortó el aire y la cabeza del atacante cayó al suelo con un sordo golpe. Su guardia, inspirada por la determinación de su líder, siguió su ejemplo y se abalanzó sobre los jinetes sureños con ferocidad implacable, dejando un rastro de muerte y destrucción a su paso.

Sin embargo, la verdadera amenaza provenía de los arqueros a caballo norteños, que seguían acosándolos desde la distancia con una precisión mortal. Sus flechas silbaban a través del aire, encontrando a sus objetivos con una puntería letal. A pesar de los esfuerzos de la guardia de Lirion por contrarrestar el ataque, los arqueros norteños demostraban ser un enemigo persistente y astuto, siempre fuera de su alcance directo. Aunque los jinetes ligeros sureños fueron rápidamente mermados y masacrados por la furia de los elfos oscuros, las pérdidas recibidas durante la batalla y la persecución posterior habían mermado sus fuerzas, lo que afectó negativamente a la maniobrabilidad y a la velocidad de la contraofensiva.

Los arqueros norteños a caballo, aunque superados en número, estaban entrenados para atacar a sus oponentes con una puntería letal. A través del constante estallido de flechas, uno de los jinetes oscuros finalmente fue herido, cayendo de su caballo con un grito. Esto motivó a Lirion a actuar con rapidez, ordenando a un grupo de trescientos jinetes que se separaran del grupo principal para contrarrestar el ataque de los arqueros. Una vez que dio las órdenes, volvió a llevar a cabo un contraataque, esta vez dirigido a los arqueros norteños que persistían en su acoso. A medida que se abría camino, la furia dentro de él creció, convirtiéndose en una explosión salvaje. Su espada, bañada en sangre, se elevó sobre su cabeza mientras se dirigía a sus enemigos, una bestia sedienta de sangre, lista para devorar a todos aquellos que se atrevieran a enfrentarlo. Su guardia lo siguió con entusiasmo, los remanentes de su ejército también empezaron a atacar a sus perseguidores, motivados por el vigoroso esfuerzo de su líder.

A pesar de las habilidades excepcionales y las ventajas tácticas de sus soldados, el combate a caballo resultaba sumamente complicado para Lirion, sobre todo por la distancia. Los arqueros norteños, astutos y disciplinados, se mantenían fuera del alcance efectivo de los jinetes, lo que obligaba a la guardia de Lirion a recurrir a su fuerza bruta en vez de sus armas especializadas. Sin embargo, esto no disuadió a Lirion de su objetivo de eliminar a los molestos arqueros enemigos.

Cuando finalmente logró enfrentarse a algunos de estos arqueros, el combate se tornó feroz. Los norteños, lejos de ser presas fáciles, desenvainaron sus espadas y mazas con una destreza alarmante, enfrentándose directamente a los jinetes élite de los ciervos pesados y a los oscuros elfos de la guardia personal de Lirion. A pesar de su formación y armamento superior, los guerreros de Lirion eran superados por los norteños, quienes demostraban una habilidad incomparables tanto a caballo como a pie.

Los arqueros norteños, aunque privados de sus monturas, manejaban sus armas con una rapidez y precisión letal, abatiendo a los elfos oscuros y jinetes con una facilidad desconcertante. Pero Lirion, impulsado por una mezcla de ira y determinación, no se dejó intimidar por la ferocidad de sus adversarios.

El corazón de Lirion se encogió al ver las numerosas bajas entre sus filas. El sufrimiento y la rabia se mezclaban en su interior, agravando las profundas heridas de su espíritu, heridas infligidas por la pérdida y el dolor. La ira burbujeaba dentro de él, amenazando con consumirlo por completo. Con el rostro contorsionado de furia y determinación, Lirion se lanzó hacia sus enemigos, decidido a hacerlos pagar por cada vida que habían arrebatado.

Su espada descendió con furia implacable, cortando la vida de un arquero norteño herido que luchaba contra dos jinetes oscuros. Aunque la espada penetró la armadura y la carne del arquero, este logró esquivar el golpe fatal, pero no lo suficientemente rápido para evitar ser atravesado por un ataque conjunto de los elfos. El arquero cayó al suelo, jadeando en busca de aire, pero Lirion no le dio tregua. Con una precisión letal, su espada atravesó el corazón del norteño, acabando con su vida de forma rápida y brutal. El arquero, en un último acto de desafío, escupió sangre en el rostro de Lirion antes de morir.

Mientras continuaba la batalla, los pensamientos de Lirion lo consumían y atormentaban. No podía entender en qué había fallado. Todas sus estrategias, todas las precauciones... todo parecía estar bajo control. Pero entonces, como surgidos de la nada, los norteños habían emergido y aniquilado la mayor parte de su fuerza, liderando un embate brutal e inesperado. Lirion no podía evitar sentirse culpable y miserable. Se suponía que debía ser un gran líder, un estratega infalible, pero ahora todo lo que sentía era una profunda vergüenza y una abrumadora sensación de fracaso.

El sonido penetrante de los cuernos élficos resonó a través del bosque, interrumpiendo abruptamente los pensamientos de Lirion en medio de la masacre de jinetes ligeros sureños y el combate con los arqueros norteños. Con el ceño fruncido, Lirion reconoció el sonido distintivo de esos cuernos: era una llamada de auxilio, una llamada a la guerra que solo podía provenir de otro ejército élfico. Al escuchar los cuernos, los jinetes norteños cambiaron rápidamente su enfoque de la defensa a la preparación de la retirada. Los arqueros a caballo, que habían estado acosando a Lirion y a su guardia, se retiraron de inmediato, aprovechando la confusión reinante.

La llegada de refuerzos élficos suscitaba numerosas preguntas: ¿quiénes eran estos recién llegados y cuáles eran sus intenciones? Lirion, siempre alerta, tomó su arco, tensándolo con rapidez, y preparó su espada, listo para cualquier eventualidad que pudiera surgir. Pronto, el sonido de miles de pezuñas resonando en la distancia se hizo más fuerte, y del bosque emergieron siluetas blancas y doradas. Eran altos elfos, cientos de miles de jinetes élficos tanto ligeros como pesados, montados en majestuosos ciervos blancos y portando estandartes con la imagen de un árbol dorado sobre un fondo de plata. Eran del reino de Vezar, antiguos aliados de Lirion.

Una mezcla de alivio y desconfianza inundó a Lirion al ver a los altos elfos. La alianza con Vezar había sido frágil, y su llegada en este momento crítico podía significar tanto una salvación como una posible traición. Antes de que pudiera actuar, otro cuerno resonó en el aire, más cercano y familiar. Era el sonido inconfundible de sus propios soldados. Pronto, sombras esmeraldas surgieron del bosque: era el cuarto ejército, compuesto por quinientos mil infantes de élite y cien mil jinetes de élite, a quienes había llamado como refuerzos antes de su derrota. Con la aparición de estos refuerzos, las perspectivas del combate cambiaron drásticamente a favor de los elfos.

La guardia de Lirion, agotada y diezmada, observó con asombro cómo el ejército enemigo era acorralado entre los dos grupos élficos. Los altos elfos de Vezar, con sus armaduras relucientes bajo el sol, se movieron con precisión militar, flanqueando a los enemigos y cerrando cualquier ruta de escape. Los jinetes de élite de Lirion, con sus capas verdes ondeando al viento, se alinearon en formación, listos para la orden de cargar.

Lirion se sentía frustrado y abrumado. Consciente de la derrota inminente y la vergüenza que caerían sobre él y su pueblo, también se sentía herido en su orgullo y lleno de ira por sus tropas, que aún se resistían a rendirse. Su rabia por la pérdida era insoportable.

Un comandante de los altos elfos, un elfo alto y majestuoso con una armadura resplandeciente, avanzó hacia Lirion.

—Rey Lirion —dijo con una voz profunda y autoritaria, que resonaba en el desolado bosque.

—¿Dónde estaban? —exigió Lirion, su voz cargada de furia. —Se suponía que nos reuniríamos en la frontera, pero no vinieron. Luché y perdí por su culpa —espetó, su ira evidente.

El comandante del ejército del rey Thrawn, que había llegado tarde y con solo una fracción de la fuerza esperada, frunció el ceño.

—No fue mi culpa, mi señor. Solo seguí órdenes —respondió el elfo, observando al ejército fresco de Lirion y a las tropas cansadas y heridas de su primer, segundo y tercer ejército.

—¿Órdenes de quién? —gruñó Lirion mientras su propio ejército se reunía detrás de él, formando una línea imponente.

—De mi rey —dijo el comandante, sin inmutarse.

—¿El rey Thrawn te ordenó que no te reunieras conmigo? —gritó Lirion, desafiándolo. —Si no fuera porque te ordenaron venir tan tarde, yo habría ganado. ¡Maldito traidor! —acusó, furioso.

—Lo hizo por consejo de... —empezó a explicar el comandante, pero fue interrumpido por la aparición de otro grupo de jinetes saliendo del bosque. Estos guerreros, en lugar de llevar las elegantes armaduras élficas, portaban armaduras pesadas y grotescas, con acabados en puntas filosas, todas de un rojo sangre. Montaban caballos sobrenaturales, blancos y espectrales, en lugar de los ciervos élficos.

—¿Quiénes son ustedes? —exigió Lirion, enfurecido.

—Son quienes aconsejaron al rey dejarlos solos —dijo el comandante de los altos elfos, lanzando una mirada iracunda a los recién llegados.

Lirion entonces los reconoció: vampiros. Los malditos vampiros se habían inmiscuido en los asuntos de los elfos de manera insidiosa, aparentando querer empujar a los dos reyes elfos al campo de batalla uno contra el otro.

Antes de estallar contra los bastardos chupasangre, sintió un escalofrío helado recorrer su columna. En medio de esos jinetes vampiros emergió uno que le heló la sangre. Este se veía incluso más imponente que los que lo acompañaban, con una armadura aún más pesada y detallada, de un negro que parecía consumir la luz de la luna. Se acercó a él, y tanto su guardia como el comandante alto elfo se pusieron en posición de defensa.

—Rey Lirion, qué placer finalmente conocerlo en persona —dijo con una voz suave pero amenazante, mientras se retiraba el macabro yelmo dejando a la vista su largo y negro cabello. —Veo que la batalla no ha sido favorable para usted. Qué decepción, pensé que tú y yo éramos iguales. Que ella eligió a alguien como yo.

Las manos de Lirion comenzaron a temblar. ¿Él también era un reencarnado? —¿Qué es lo que quieres? —se acercó al vampiro y siseó con ira y miedo, hablando lo más bajo que pudo. Nadie sabía que él era un venido de otro mundo.

El vampiro sonrió, mostrando colmillos afilados. —Ah, así que lo sabes. Qué interesante —murmuró, observando a Lirion con una mezcla de curiosidad y desprecio. —Ella nos trajo a ambos aquí, a este mundo. Pero parece que nuestros caminos han sido muy diferentes.

Lirion apretó los puños, sus uñas clavándose en las palmas de sus manos. La revelación de que el vampiro también era un reencarnado lo había sacudido profundamente. Sin embargo, no podía permitirse mostrarse débil.

El comandante alto elfo, ajeno a la conversación entre los dos reencarnados, dio un paso adelante en su ciervo con armadura. —Rey Lirion, debo admitirle, y para mi pesar, los vampiros ahora son los aliados de mi rey, así que si hay alguna muestra de agresión, yo y mis hombres tendremos que matarlo a usted y a sus hombres.

Lirion le lanzó una mirada asesina, y su ejército, que aún estaba fresco, se puso en guardia al sentir la tensión en el ambiente. —No te metas y no me amenaces. Me puedes ver herido y sucio, pero aún soy El Demonio Verde. No lo olvides.

Se dio la vuelta y vio al vampiro. —¿Cómo te llamas, bastardo? —le preguntó con voz firme y cargada de ira.

El vampiro sonrió de nuevo, esta vez con una chispa de diversión en sus ojos oscuros. —Mi nombre es Vraelor, conocido como el Príncipe Sangriento entre los míos. Y tú, Demonio Verde, tú y yo tenemos una misión dada por ella. Seremos aliados junto a los demás que ella nos indique —dijo, refiriéndose a la diosa que los reencarnó. Pero, ¿qué quería esa entidad con ellos, con él?

Lirion sintió una oleada de repulsión y desprecio hacia Vraelor, pero también una inquietante curiosidad. —No soy tu aliado, Vraelor. No confío en ti ni en tus intenciones. Vamos a un lugar apartado de aquí y háblame sobre ella.

Vraelor inclinó levemente la cabeza en señal de acuerdo. —Como desees, Lirion. Quizás es hora de que conozcas más sobre nuestro propósito en este mundo.

Lirion volvió la cabeza y, con un simple gesto, indicó que su guardia se quedara, asegurándose de que sus tropas permanecieran alertas y listas para cualquier eventualidad. Luego, él y Vraelor se apartaron del grupo principal, adentrándose en un claro del bosque, lo suficientemente lejos para hablar en privado, pero no tan lejos como para estar completamente aislados. Ambos desmontaron de sus monturas.

—Habla —demandó Lirion con voz firme, manteniendo una mano en la empuñadura de su espada.

Vraelor se recostó casualmente contra un árbol, su armadura negra absorbiendo la luz de la luna. —Ella, la diosa que nos reencarnó, tiene un plan para este mundo. Cada uno de nosotros, los reencarnados, tiene un papel que desempeñar. Yo he estado investigando y observando, y parece que su objetivo es reunirnos a todos para entretenerla.

Lirion frunció el ceño. —¿Entretenerla? ¿De qué hablas?

Vraelor suspiró, como si estuviera explicando algo obvio a un niño. —¿No te has dado cuenta de cómo las razas como la nuestra, los vampiros, los elfos, los orcos, los hombres lagarto, los goblins, los trolls, demonios y todas las demás, tienen leyendas de elegidos enviados por ella? Casi todas las culturas del mundo creen en una diosa. Los elfos en la diosa de la sabiduría, los vampiros en la dama roja, los orcos en la madre de la guerra, y así con las demás razas, excepto los humanos y los semi-humanos.

Lirion sintió una mezcla de escepticismo y curiosidad. —¿Y eso qué tiene que ver?

Vraelor lo miró con una expresión de paciencia infinita. —Tiene que ver todo, Lirion. Ella nos trajo aquí para jugar con nuestras vidas. Las guerras, las alianzas, las traiciones... todo es parte de un espectáculo para su entretenimiento. Nos observa, se deleita en nuestra lucha y desesperación. Cada vez que uno de nosotros muere, cada vez que una batalla se libra, ella se alimenta de esas emociones.

Lirion sintió un nudo en el estómago. —¿Entonces todo esto, toda esta guerra, es solo un juego para ella?

—Exactamente —respondió Vraelor con frialdad. —Y nosotros somos sus peones. Pero, aunque seamos peones, aún podemos tomar nuestras propias decisiones. Podemos intentar cambiar el juego o al menos jugarlo a nuestro favor.

Lirion apretó los puños, sus uñas clavándose en las palmas de sus manos. —Eso es una locura. ¿Cómo puedes saber eso?

—He visto más de lo que tú puedes imaginar —respondió Vraelor, su voz baja y cargada de gravedad—. He explorado antiguos textos, he hablado con seres antiguos y he tenido visiones enviadas por la misma diosa. Ella nos quiere usar para seguir entreteniéndola. ¿Por qué crees que envió a personas que odiaban su vida, que odiaban a la humanidad? Ella quiere que acabemos de mermar a la humanidad, que seamos quienes extingan a los humanos. Yo mismo recibí esa orden.

Lirion sintió cómo la furia y la repulsión se mezclaban en su interior, formando un nudo en su estómago. —¿Extinguir a los humanos? —dijo entre dientes, sus ojos brillando con una mezcla de incredulidad y rabia—. ¡Estás loco si crees que voy a participar en eso! ¡Yo lucho por mi pueblo, por un futuro mejor para ellos, no para ser el peón de una diosa sádica!

Vraelor alzó una ceja, su expresión mostrando una mezcla de desprecio y burla. —Eres tan hipócrita, Lirion. ¿Acaso no fuiste tú quien lanzó una fallida invasión a los humanos? Te crees un héroe para tu pueblo o tal vez te sientes como una persona nueva por estar en un nuevo mundo, pero te equivocas. Solo eres un conquistador y un carnicero como yo, alguien que sabe cómo son tratados los humanos pero aun así los intentó invadir, porque eres codicioso y los odias. Yo odio a la humanidad tanto como tú.

Lirion no pudo replicar lo que le decía Vraelor. Quería justificarse de alguna manera, pero todo lo que decía era cierto.

—Dime, "Demonio Verde", ¿qué eras antes de ser Lirion? —continuó Vraelor, su voz burlona—. Dime qué vida tenías en la Tierra antes de tener todo el poder de un rey.

Lirion apretó los dientes, su mente invadida por recuerdos dolorosos. —Yo era... nadie —admitió, su voz temblando con una mezcla de vergüenza y resentimiento—. Un hombre sin futuro, sin esperanza. Este mundo me dio una oportunidad para cambiar eso, para ser alguien.

—¿Y qué hiciste con esa oportunidad? —insistió Vraelor—. La usaste para conquistar, para masacrar, para imponer tu voluntad sobre otros. No eres diferente a mí, Lirion. Solo eres un peón más en el juego de la diosa.

Lirion sintió un ardor en su pecho, una mezcla de rabia y desesperación. —No... no es cierto. Yo lucho por mi pueblo, por un futuro mejor para ellos.

—¿En serio? —el vampiro se rió con desprecio—. Sabes tan bien como yo que ni tu raza ni la mía están en peligro real. Solo tenemos luchas de poder entre nosotros. La diosa nos usa para sus propios fines, y tú estás jugando exactamente en sus manos.

Lirion aparto la mirada y apretó los dientes con una mezcla de rabia y desesperacio, sintiendo la verdad en las palabras de Vraelor. Quería justificarse, encontrar alguna razón para contradecirlo, pero sabía que el vampiro tenía razón. Siempre había sido un resentido social y un fracasado que nunca hizo nada con su vida. Culpaba a todos por ser un fracaso, por ser un patético perdedor. Murió mientras se masturbaba, una muerte tan patética como su vida. Ahora se sentía impotente ante Vraelor, era como si pudiera leer su mente.

—¿Tú qué eras? —murmuró Lirion, sin mirar esos inquietantes ojos rojos.

Vraelor soltó una risa seca y sin humor. —Yo era un hombre de negocios, un tiburón corporativo. Vivía para el poder y el dinero. Pisoteé a todos los que se interponían en mi camino. Al final, no era muy diferente de ti. Morí solo y despreciado, un monstruo en mi propio mundo. La diosa me dio una segunda oportunidad, y la tomé. ¿Por qué no lo haría? En este mundo, puedo ser lo que siempre quise: un conquistador, alguien que puede hacer su voluntad tanto como quiera.

Lirion sintió una mezcla de asco y apatía. —¿Así que todo esto es solo una extensión de tu vieja vida? —preguntó, su voz cargada de incredulidad.

—Así es —respondió Vraelor, su tono calmado—. Pero no me malinterpretes. No soy un esclavo de la diosa, ni tú deberías serlo. Ella nos usa, sí, pero también podemos usarla a ella. Podemos darle lo que quiere mientras conseguimos lo nuestro.

Lirion frunció el ceño, tratando de encontrar sentido en las palabras de Vraelor. —¿Qué propones entonces?

—Una alianza —dijo Vraelor, con una sonrisa calculadora—. Por ahora. Nos ayudamos mutuamente a sobrevivir y a prosperar en este mundo. Juntos, podemos entretener a esa sádica mientras nos da algo a cambio.

Lirion lo miró con desconfianza. —¿Y qué te hace pensar que puedo confiar en ti?

—No puedes —admitió Vraelor—. Pero tampoco tienes muchas opciones. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, al menos por ahora. Piensa en ello, Lirion. Nos encontramos en un tablero de juego, y si queremos ganar, necesitamos todas las piezas que podamos conseguir.

Lirion permaneció en silencio, su mirada perdida en el horizonte mientras las palabras de Vraelor resonaban en su mente como un eco incesante. El peso de la responsabilidad pesaba sobre sus hombros, recordándole que cada decisión que tomara tendría consecuencias de gran alcance. Sabía que Vraelor había tocado una fibra sensible: estaban inmersos en un juego cósmico, manipulados por fuerzas que estaban más allá de su comprensión.

Con un suspiro profundo, Lirion finalmente rompió el silencio. Su voz era un murmullo cargado de cautela y determinación, reflejando la tormenta de emociones que se agitaban dentro de él.

—Lo consideraré —dijo, sus palabras resonando en el aire como un juramento—. Pero antes, necesito tiempo para reflexionar y sanar mis heridas. Luego, tú y yo hablaremos sobre esta posible alianza.

Se volteó hacia su ciervo, sintiendo el peso de la incertidumbre en cada paso que daba. Se elevó sobre la bestia, montando con la gracia y la destreza de un verdadero líder, pero su mente estaba llena de turbulencia. Mientras cabalgaba de regreso hacia su ejército, las sombras del pasado se mezclaban con las preocupaciones del presente, creando un remolino de pensamientos tumultuosos que lo consumían.

En el camino de regreso, los rayos del sol comenzaron a filtrarse a través de las copas de los árboles, iluminando el camino con una luz dorada y cálida. Sin embargo, para Lirion, el brillo del día solo servía para resaltar las sombras que se cernían sobre él. Mientras reflexionaba sobre su antigua vida y su nueva existencia como rey en un mundo desconocido, se dio cuenta de que enfrentaba una encrucijada de proporciones épicas. Y en medio de la incertidumbre, solo una cosa era segura: el destino de su pueblo y el curso de la historia dependían de las decisiones que él tomara a partir de ahora.