Cassian levantó el hacha una vez más, sintiendo el peso familiar en sus manos, y con un movimiento preciso cortó el tronco que se alzaba frente a él. El sonido seco del impacto resonó en el aire, y el árbol se desplomó con un crujido que le era tan indiferente como el centésimo o milésimo tronco que había talado desde el amanecer. El sudor empapaba su frente, haciendo que su cabello negro se pegara a su piel, y a pesar del cansancio, continuaba. Quince años… ¿Quién lo diría? No tenía idea de cómo había sobrevivido tanto tiempo desde que había renacido en este mundo.
Antes, cuando era Luk, solo era un estudiante universitario más. Ni brillante ni especial, apenas un joven normal, tirando a aburrido, un mal estudiante sin mucho futuro. Una noche, mientras se drogaba con algo de marihuana en compañía de algunos amigos y conocidos, uno de ellos sacó un polvo blanco y los invitó a probarlo. Luk fue de los últimos en aceptar aquella mierda, y no debería haberlo hecho. No supo si lo consumió mal o si simplemente aquella droga estaba mal hecha, pero la sobredosis lo alcanzó sin piedad. Morir fue un golpe seco y rápido, pero siendo sinceros, no había mucho que perder. Su futuro era una neblina gris sin promesas, apenas un negocio familiar que su hermana podía manejar mejor que él.
No hubo resentimiento en su muerte, solo un vacío que se llenó rápidamente con la oscuridad. Pero para su sorpresa, después de lo que pareció ser un sueño cálido y reconfortante, despertó llorando y temblando de frío, sostenido por un hombre enorme, de gran barba y rasgos toscos. A su lado, una mujer en una cama lloraba desconsolada. El dolor y la confusión lo envolvieron cuando se dio cuenta de que había renacido. Ahora se llamaba Cassian.
Pensó, en un momento de ingenuidad, que su nueva vida sería como en aquellas historias de reencarnados o héroes, llenas de magia y aventuras. Pero no. No despertó con poderes extraordinarios ni dones divinos. Su nuevo mundo, aunque se podía catalogar como uno de fantasía, estaba lejos de ser magnífico. Era más como la Edad Media histórica, brutal y despiadada, un lugar donde la vida humana tenía el valor de una gota de lluvia en un mar de sufrimiento.
Y aunque había algo parecido a la magia, conocida en este mundo como "Talentos", junto con especies y razas de fantasía, tanto típicas como otras que apenas lograba comprender, no era algo común ni cotidiano. La sociedad en la que vivía era feudal, medio organizada y brutalmente jerárquica, pero lejos de ser magnífica o extraordinaria. Los "Talentos" eran dones escasos, una chispa rara que a menudo traía más problemas que beneficios, un poder que podía condenarte tanto como elevarte.
En ese mundo, existían también los "Exploradores", un eco de esos aventureros de las novelas cliché y los programas asiáticos que Luk solía ver en su otra vida. Los Exploradores eran aquellos que, dotados de magia, Talentos o simplemente de una capacidad física superior, se dedicaban a cazar monstruos y enfrentarse a las oscuridades que acechaban más allá de los límites de las aldeas y ciudades. Pero en el Imperio Krurot, el lugar donde Cassian vivía, estos individuos eran vistos con sospecha y rara vez se les permitía operar libremente. El Imperio prefería confiar en sus propios ejércitos y en la brutal eficiencia de sus soldados, hombres y mujeres que, sin necesidad de Talentos o magia, luchaban contra las criaturas que asolaban las tierras.
Cassian recordaba, casi con asco, la primera vez que comió carne de orco. La textura era parecida a la del cerdo, aunque más dura, y el sabor... era algo que aún se le quedaba atrapado en la garganta, un recordatorio de que en este mundo, hasta lo más monstruoso podía terminar en tu plato. La ironía de luchar contra esas criaturas solo para acabar comiéndolas no se le escapaba, pero en Krurot, el pragmatismo superaba cualquier escrúpulo. Todo servía a un propósito, y la supervivencia era la ley primera.
Antes de perderse más en sus recuerdos, sintió un golpe seco en la cabeza, sacándolo de sus pensamientos.
—¿Qué tanto piensas que no estás hachando ese tronco? —tronó la voz imponente y gruesa de su padre.
Cassian volteó para verlo. Su padre era un hombre grande, con una musculatura esculpida por años de trabajo y combate. Su barba espesa y su cabello largo le daban un aspecto imponente, casi primitivo, como si fuera una extensión natural de la tierra misma. Cassian había tenido la suerte de heredar su genética. A pesar de sus apenas quince años, ya medía uno setenta y cinco, y sus hombros se ensanchaban con cada día de trabajo duro, preparando su cuerpo para la vida que le esperaba en un mundo donde la debilidad se castigaba con la muerte.
—Lo siento, padre —respondió Cassian, alzando de nuevo el hacha—. No volverá a ocurrir.
Su padre lo observó por un momento, sus ojos duros y penetrantes, antes de asentir con una mueca casi imperceptible.
—No dejes que los recuerdos te nublen la mente. Aquí, solo importa el presente y lo que puedas hacer con tus manos.
Cassian asintió, tragándose cualquier réplica. Sabía que su padre tenía razón. No había lugar para la nostalgia en este mundo, ni para las debilidades de una vida pasada. Aquí, todo lo que importaba era la fuerza con la que blandieras el hacha, la precisión con la que acertaras el golpe, y la voluntad para seguir adelante, sin importar cuántos troncos, monstruos o recuerdos se interpusieran en tu camino.
A su alrededor, el bosque susurraba con los secretos de un mundo que parecía estar siempre al borde del colapso. El aire era pesado, cargado con la humedad del verano y el olor acre de la madera recién cortada. Cassian se preparó para el siguiente golpe, levantando el hacha una vez más, sintiendo el peso del acero en sus manos como un recordatorio constante de su lugar en este mundo.
La vida era trabajo. Trabajo y dolor. Y aunque alguna vez había soñado con un destino diferente, ahora solo quedaba una certeza fría y aplastante: esto era todo lo que habría para él. No había magia que lo salvara, ni destino grandioso esperando a ser cumplido. Solo un futuro tallado a golpes de hacha y sudor, en un mundo que no conocía la piedad.
Después de varias horas de cortar madera, Cassian y su padre comenzaron a levantar los troncos, sus músculos tensándose con cada esfuerzo. Las manos de Cassian, ásperas y llenas de callos, ya no sentían el dolor del trabajo repetitivo; solo una fatiga constante que pesaba sobre sus hombros. Su padre, en cambio, parecía inquebrantable, como si el agotamiento fuera algo ajeno a él. Cada tronco que levantaba era depositado con precisión en el carro que esperaba a un lado del claro.
El carro era viejo y crujiente, apenas una sombra de lo que había sido. El caballo que lo jalaba era un animal de tiro, igual de viejo, con un pelaje gris moteado y ojos cansados. Había costado veinte monedas de plata, un precio que, aunque justo, les había salido caro. Comprar el caballo significó meses sin carne, conformándose con sopas aguadas y pan duro. Algunas noches, cuando la necesidad apretaba demasiado, salían a cazar a escondidas, infringiendo la ley que prohibía a los plebeyos cazar en los bosques del señorío. El riesgo era alto, pero el hambre a veces era más fuerte que el miedo a las consecuencias.
Cassian se recostó por un momento contra uno de los troncos en el carro, sintiendo el cansancio como un peso tangible en cada músculo. Su padre, mientras tanto, aseguraba las cuerdas alrededor de la madera con manos firmes y precisas. El hombre apenas mostraba señales de fatiga, sus movimientos tan seguros y eficientes como cuando comenzaron al amanecer. Cassian lo miraba con una mezcla de admiración y envidia, deseando poder imitar esa resistencia inquebrantable.
Cuando terminaron, su padre se subió al asiento del carro, tomando las riendas del caballo con la misma firmeza que había mostrado durante todo el día. Cassian se subió al lado de él, sintiendo el viejo asiento de madera crujir bajo su peso. El sol comenzaba a bajar en el horizonte, bañando el bosque en una luz dorada que, por un breve momento, hacía que todo pareciera menos hostil.
El carro comenzó a moverse lentamente, con el caballo avanzando a un ritmo constante y pesado. Mientras se alejaban del claro, Cassian dejó que su mente vagara hacia su madre, que seguramente los esperaba en casa. A diferencia de muchas mujeres en su posición, ella era anormalmente linda, con una dulzura que parecía incompatible con la dureza de la vida que llevaban. Su sonrisa, siempre cálida y acogedora, iluminaba la cabaña incluso en los días más oscuros, y su voz suave tenía el poder de calmar a Cassian, no importaba cuán agotado o frustrado estuviera.
A pesar de la dureza de su existencia como plebeyos, su madre nunca se quejaba. Parecía aceptar su posición con una gracia que Cassian no lograba comprender del todo. No le importaba que vivieran en una cabaña pequeña y humilde, ni que su esposo e hijo pasaran sus días cortando madera o trabajando en los campos. Para ella, lo más importante era la familia, y ese amor que compartían parecía ser suficiente para mantenerla feliz.
Pero Cassian, aunque apreciaba el cariño de su madre, no podía evitar sentir que había algo profundamente injusto en todo eso. La vida les había dado poco, y ese poco lo habían tenido que luchar y sudar para mantener. No había magia que los salvara, ni Talentos que les facilitaran el camino. Solo estaba la dura realidad de cada día, enfrentando un mundo que parecía decidido a exprimir cada onza de fuerza que tenían.
Mientras el carro avanzaba por el camino de regreso a casa, los pensamientos de Cassian se volvían sombríos. Sabía que la vida que le esperaba no iba a ser fácil. Tal vez heredaría la fuerza de su padre y la dulzura de su madre, pero ¿sería eso suficiente para sobrevivir en un mundo tan despiadado?
El sol se ocultaba tras las colinas, y la sombra de la noche comenzaba a extenderse sobre el bosque, como un manto de incertidumbre. Cassian miró al frente, hacia el horizonte oscuro, y en su pecho, la mezcla de cansancio y resignación se asentó profundamente. La vida continuaría, con sus golpes y sus pequeñas victorias, pero siempre bajo la misma sombra de incertidumbre que se cernía sobre ellos desde el día en que nació.
Cuando finalmente llegaron a la cabaña, la luz cálida del hogar los recibió, y Cassian pudo oler el aroma a pan recién horneado que se escapaba por la puerta entreabierta. Su madre estaba allí, como siempre, esperando para ofrecerles el único refugio que conocían: un lugar donde, al menos por unas horas, podían olvidar la dureza del mundo exterior.
Su madre se acercó a su esposo, rodeando sus brazos alrededor de su cuello en un abrazo que hablaba de cariño genuino. Había una dulzura en sus ojos mientras lo miraba, y su mano descansaba sobre su vientre hinchado, el símbolo de la nueva vida que llevaba dentro.
—Cariño —dijo con un tono suave, casi melódico, mientras acariciaba su vientre con una mano, y con la otra, acariciaba la barba áspera de su esposo. A pesar de la dureza del día, su sonrisa permanecía intacta, un rayo de sol en medio de la tormenta de la vida. Después de abrazar a su esposo, giró hacia Cassian, envolviéndolo también en un cálido abrazo.
—Les preparé un poco de agua. Límpiense y cenemos; hice estofado de venado —añadió, su voz impregnada de esa ternura que solo una madre puede tener. El tono de su voz tenía la capacidad de suavizar las aristas del mundo que los rodeaba, y Cassian sintió que su agotamiento disminuía, aunque solo fuera por un instante.
Su madre, aunque no la más hermosa del pueblo, poseía una belleza sencilla y natural que la hacía destacar. Su cabello, con suaves ondas color chocolate, caía enmarcando su rostro, y con el embarazo, su busto había crecido aún más, dándole una figura maternal que irradiaba calidez. A pesar de los años y de la vida dura que llevaban, siempre había algo en ella que parecía resistir la crudeza del mundo exterior.
Su padre, a pesar de su habitual seriedad, no pudo evitar mostrar un destello de preocupación en sus ojos. Su voz, grave y firme, se suavizó ligeramente cuando le habló:
—No tienes que esforzarte tanto, mujer —dijo, manteniendo su tono usualmente serio, pero dejando entrever un matiz de preocupación que no solía mostrar. Se acercó un poco más a ella, como si con su proximidad pudiera protegerla de todo lo que el mundo pudiera arrojarles.
—Estás embarazada; debes cuidar al niño y a ti —añadió, su mano grande y callosa posándose sobre el vientre de su esposa, sintiendo el calor y la vida que allí se gestaba. Había en sus palabras una mezcla de amor y temor, un reconocimiento de la fragilidad de la vida en un mundo donde nada estaba garantizado.
La madre de Cassian le sonrió, acariciando suavemente la mano de su esposo sobre su vientre, como si el simple contacto pudiera disipar cualquier preocupación.
—No te preocupes, cariño. Estoy bien, y nuestro hijo también lo está —respondió, su tono lleno de una calma y una certeza que sólo ella parecía poseer. Miró a Cassian, que observaba la escena en silencio, y le dedicó una sonrisa reconfortante—. Y tú también, hijo, no te preocupes por mí. Soy más fuerte de lo que parezco.
Cassian asintió, pero no pudo evitar que un pequeño nudo de ansiedad se formara en su estómago. Sabía que la vida en este mundo era dura y que cada día traía consigo nuevos peligros y desafíos. El embarazo de su madre, aunque motivo de alegría, también lo llenaba de un miedo silencioso. La posibilidad de perderla, o de que algo saliera mal, era un pensamiento que lo perseguía constantemente, aunque trataba de no mostrarlo.
Su madre, notando su preocupación, le acarició la mejilla con ternura, sus dedos suaves y cálidos contrastando con la aspereza de la piel de Cassian, endurecida por el trabajo y la vida en el campo.
—Todo estará bien —susurró, como si sus palabras pudieran sellar un destino favorable—. Ahora, vamos a cenar antes de que el estofado se enfríe.
Cassian asintió nuevamente, permitiendo que la calidez de la cabaña y el amor de su familia disiparan, al menos temporalmente, la sombra que se cernía sobre sus pensamientos. Mientras se dirigía al pequeño lavadero para limpiarse, el olor a estofado llenaba sus sentidos, y por un momento, pudo olvidar la dureza del día, concentrándose en la simple pero poderosa sensación de estar en casa.
Después de limpiarse y ponerse las pocas prendas limpias que tenían, Cassian y su padre caminaron hacia el pequeño comedor que su padre había construido con sus propias manos. Aún podía recordar los primeros días de su vida en esta nueva realidad, cuando apenas era un recién nacido. Había visto a su padre trabajar durante largas horas, tallando y ensamblando cada pieza de madera con una precisión y dedicación que solo un buen carpintero podía tener. Cada mueble de la cabaña, cada tabla del suelo, cada viga del techo, era un testimonio de la habilidad y el esfuerzo de su padre, un hombre que había aprendido a construir con lo poco que la vida le ofrecía.
Se sentaron a la mesa, una pieza sólida de roble, gruesa y resistente, que había soportado años de uso y desgaste sin quejarse. A su alrededor, el silencio de la cabaña los envolvía, roto solo por el crepitar del fuego en la chimenea y el sonido de los cubiertos al chocar con los platos de barro. El estofado de venado llenaba la estancia con un aroma que hacía rugir el estómago de Cassian, recordándole cuánto hambre tenía después de un día entero de trabajo.
A diferencia de su vida anterior, donde las cenas eran momentos ruidosos llenos de conversaciones triviales, la televisión encendida en algún programa que ninguno realmente prestaba atención, o cada uno absorto en su teléfono móvil, aquí todo era diferente. En este nuevo mundo, no había distracciones electrónicas ni conversaciones llenas de quejas sobre el trabajo o los estudios. No había necesidad de llenar el aire con palabras vacías. En cambio, cenaban en silencio, un silencio que, lejos de ser incómodo, se sentía extrañamente acogedor.
Ese silencio les permitía apreciar el simple acto de comer juntos, de estar presentes unos con otros sin que el ruido del mundo moderno los interrumpiera. Cassian se dio cuenta de que, aunque su vida anterior había tenido comodidades y distracciones, siempre había sentido un vacío, una desconexión que no lograba identificar del todo hasta ahora. En este mundo, aunque la vida era dura y cada día traía consigo un nuevo desafío, había algo profundamente satisfactorio en la simplicidad de compartir una comida en silencio con la familia, sabiendo que, al menos en ese momento, estaban a salvo y juntos.
Su madre se movía con calma, sirviendo porciones generosas del estofado y asegurándose de que todos tuvieran suficiente pan para acompañarlo. Su padre comía en silencio, masticando lentamente, pero Cassian notó cómo, de vez en cuando, miraba a su madre con preocupación en los ojos, como si su mente no pudiera apartarse del temor por su bienestar y el del niño que llevaba en su vientre.
Cassian comió su estofado, dejando que el sabor cálido y sustancioso llenara su boca, y permitió que el silencio lo reconfortara. En ese pequeño comedor, en esa cabaña sencilla, encontró un tipo de paz que nunca había experimentado en su vida anterior. Era un silencio que hablaba de esfuerzo compartido, de una lucha constante pero también de un amor que no necesitaba ser expresado con palabras.
Cuando terminaron de cenar, Cassian ayudó a su madre a recoger los platos, sintiendo el peso de la cerámica en sus manos mientras la oscuridad de la noche envolvía la cabaña. Sabía que pronto se retiraría a su cama, pero antes de hacerlo, se quedó un momento más en la cocina, observando a sus padres, y sintió que, a pesar de todo, había algo valioso en este nuevo mundo, algo que su vida pasada nunca le había dado: un sentido profundo de pertenencia y propósito.
Después de que su madre se retiró a su cuarto para dormir, Cassian y su padre quedaron en silencio, como era habitual. Ambos sabían que las palabras no eran necesarias entre ellos en esos momentos. Salieron de la cabaña sin intercambiar miradas, dejando que la oscuridad de la noche los envolviera. El semblante de su padre, siempre serio y reservado, no mostraba señales de cambio. Aunque rara vez sonreía, había algo en sus gestos, en su manera de estar presente, que le daba a Cassian la sensación de que, a su manera, su padre se preocupaba profundamente por él.
Era una noche fresca, el cielo despejado permitía ver las estrellas brillando con intensidad. Su padre se dirigió hacia un rincón de la cabaña donde guardaban un pequeño barril de hidromiel. Aunque normalmente bebían cerveza, ya que el agua a menudo era difícil de desinfectar, el hidromiel era una especie de tradición especial entre ellos. Era un lujo que reservaban para momentos en los que necesitaban algo más que la rutina diaria para reconfortarse.
Se sentaron en la entrada de la cabaña, uno al lado del otro, cada uno con un tarro de madera en la mano y el barril de hidromiel entre ellos. Desde allí, podían ver el pequeño pueblo de Ravengard, un conjunto de cabañas y casas de piedra agrupadas en torno a una plaza central, donde apenas se distinguían las luces titilantes de los pocos hogares que aún no se habían apagado. Era un pueblo pequeño y humilde, pero para Cassian, había algo reconfortante en su simplicidad. En medio de la oscuridad, el silencio del lugar solo era interrumpido por el crujido ocasional de las ramas en el viento o el lejano ulular de un búho.
Bebieron en silencio, permitiendo que el calor del hidromiel se extendiera por sus cuerpos, relajando los músculos tensos por el trabajo del día. Cassian podía sentir el peso de la bebida en su estómago, dándole una sensación de calor y confort. Fue su padre quien, finalmente, rompió el silencio, su voz grave resonando en la quietud de la noche.
—Deberías buscar esposa, Cassian. Ya estás en edad de tener un hijo —dijo su padre, su tono tan firme y directo como siempre, pero con una nota de preocupación que Cassian no pudo ignorar.
No era extraño ni inmoral que su padre pensara así. En este mundo medieval, los jóvenes se casaban pronto, y muchas mujeres de su edad ya tenían hijos. Cassian había considerado la idea, aunque más por el deseo de tener a alguien con quien compartir su cama sin tener que pagar por ello que por otra cosa. Sabía que, en su vida pasada, la idea de casarse y formar una familia a su edad habría sido impensable, pero aquí, en Ravengard, era la norma.
Cassian se consideraba afortunado en ese aspecto. No era feo, de hecho, muchos lo habrían descrito como atractivo. Tenía una musculatura desarrollada por años de trabajo físico, era alto, y aunque pasaba horas bajo el sol, su piel había conservado un tono blanco y sorprendentemente cuidado. Sus ojos, de un gris acerado como los de su padre, contrastaban con sus rasgos, heredados de su madre, más afinados y atractivos, y no tan toscos como los de su progenitor. Sabía que podría encontrar una esposa si se lo proponía, pero la idea de asentarse con alguien le parecía distante, casi ajena, en este mundo donde cada día era una lucha por sobrevivir.
—Lo he pensado —respondió Cassian finalmente, con la vista fija en las luces del pueblo, que comenzaban a apagarse una a una, dejando solo las antorchas de las murallas encendidas, como centinelas vigilando la oscuridad—. ¿Alguna sugerencia?
Su padre asintió lentamente, llevándose el tarro de hidromiel a los labios y bebiendo antes de responder. El silencio se prolongó por un momento, como si estuviera considerando cuidadosamente sus palabras.
—La hija de Barrik, ese comerciante de pieles... —dijo su padre finalmente, su tono directo y práctico—. Tiene una hija de tu edad. Es una joven fuerte y bonita, deberías considerarla. Barrik no pide mucho, solo treinta monedas de plata, y la muchacha podría ser de gran ayuda para tu madre.
Cassian asimiló la información en silencio, meditando sobre la propuesta. Conocía a Barrik de vista; era un hombre robusto y astuto, alguien que sabía cómo sacar provecho de cada transacción. La hija de Barrik no era desconocida para él, la había visto algunas veces en el mercado, siempre acompañando a su padre mientras vendía pieles y otros productos. Era, sin duda, atractiva, con una figura que muchos hombres desearían, y había oído rumores de que era una trabajadora diligente, cualidad que su madre apreciaría.
Treinta monedas de plata no era una suma pequeña, especialmente para alguien como Cassian, que había aprendido a valorar cada moneda. Sin embargo, sabía que en este mundo, los matrimonios no se trataban solo de amor o deseo, sino de alianzas y conveniencia. Una esposa que no solo fuera atractiva, sino también útil en la cabaña, podría ser un gran apoyo, especialmente considerando el estado de su madre.
—Treinta monedas... —repitió en voz baja, sopesando el valor. En su mente, trataba de calcular cuánto tiempo y esfuerzo le tomaría reunir esa cantidad, y si realmente valía la pena. Pero también sabía que, en un lugar como Ravengard, las oportunidades no abundaban. Negarse podría significar perder una opción favorable.
—Piensa en ello, hijo —añadió su padre, interrumpiendo sus pensamientos—. En tiempos como estos, una buena esposa es más que una compañera. Es una inversión en el futuro. Te ayudará a llevar la carga, a enfrentar las dificultades que vendrán. Y créeme, siempre viene alguna mierda.
Cassian asintió, aunque su mente seguía llena de dudas. Sabía que su padre tenía razón; en un mundo tan implacable, una buena esposa era un recurso invaluable.
Tomó otro sorbo de hidromiel, dejando que el calor de la bebida disipara parte de sus preocupaciones. La idea de casarse, de formar una familia, era algo que aún no había terminado de asimilar, pero sabía que no podría evitarlo para siempre. En algún momento, tendría que tomar una decisión.
Pero esa noche, mientras se sentaba junto a su padre en la entrada de la cabaña, mirando las luces lejanas del pueblo desaparecer una por una, decidió que el mañana podría esperar un poco más. Al menos por esa noche, permitiría que el silencio y el calor del hidromiel lo reconfortaran, antes de enfrentar nuevamente la dura realidad de su nueva vida.
El silencio volvió a caer sobre ellos, solo roto por el sonido de los insectos nocturnos y el suave murmullo del viento entre los árboles. Fue su padre quien, después de unos minutos, volvió a hablar, esta vez con un tono más grave y serio.
—Escuché que la casa Drakov y la casa Velkhar, la que nos gobiernan, están empezando hostilidades —dijo su padre, tomando un largo sorbo de su tarro—. Tal vez el señor local llame a levas. Si pasa eso, quiero que me prometas que cuidarás de tu madre si tengo que ir.
Las palabras de su padre cayeron pesadas sobre Cassian, como una losa. La idea de una guerra, de tener que enfrentarse a algo tan brutal y sin sentido, hizo que un nudo se formara en su estómago. Pero más que eso, la posibilidad de que su padre tuviera que marcharse y dejar a su madre y a él solos, lo llenaba de una inquietud que no podía ignorar.
—Padre, yo podría ir en tu lugar, o podemos ir los dos. Así podríamos ayudarnos... —comenzó a decir Cassian, pero su padre lo calló con una mirada severa, una mirada que no admitía réplica.
—No —dijo su padre, con firmeza—. Prefiero morir yo que tú. Además, no quiero que tu madre se quede sola si algo nos pasa. ¿Me entiendes?
Cassian tragó saliva, sintiendo la determinación en la voz de su padre. Era una decisión que le costaba aceptar, pero entendía la lógica detrás de ella. En este mundo cruel y despiadado, la familia era lo único que les quedaba, y su padre estaba dispuesto a sacrificarse para protegerlos. El peso de esa responsabilidad se asentó sobre sus hombros, una carga que sabía que tendría que llevar si llegaba el momento.
—Lo entiendo, padre —respondió finalmente, con una voz más firme de lo que se sentía—. Cuidaré de ella, pase lo que pase.
Su padre asintió, satisfecho con la respuesta de Cassian. Luego, ambos volvieron a quedarse en silencio, bebiendo lentamente el hidromiel, mientras la noche continuaba avanzando, oscura y llena de incertidumbres. Cassian sabía que el futuro era incierto, que el conflicto podría arrebatarle lo poco que tenía, pero también sabía que haría todo lo posible por proteger a su familia, tal como su padre esperaba de él.
Mientras terminaban sus bebidas y la noche se hacía más profunda, al acabarse el barril, ambos se levantaron y volvieron a entrar en la cabaña. El calor del interior contrastaba con el aire fresco del exterior. La cabaña era pequeña, y solo había una cama en la habitación de sus padres, así que Cassian dormía en el suelo con algunas mantas viejas y un saco de paja que hacía las veces de colchón. Se acostó, sintiendo el cansancio en sus músculos. Cada fibra de su cuerpo dolía, pero al menos la dureza del suelo ya no le resultaba tan incómoda. Cerró los ojos, permitiéndose caer en el abismo del sueño.
No soñó. Nunca soñaba. Desde que había renacido en este mundo, el sueño era una negrura sin imágenes, sin visiones que lo atormentaran. Solo un profundo y oscuro descanso que, aunque breve, le permitía recuperar fuerzas.
No supo cuánto tiempo había pasado hasta que sintió que alguien lo movía con brusquedad. Parpadeó, desorientado, y al abrir los ojos vio a su padre inclinado sobre él. Estaba desnudo de torso para arriba, como ambos solían dormir, y sus ojos estaban alerta, llenos de una urgencia que inmediatamente puso a Cassian en guardia.
—Cassian, escúchame muy bien —dijo su padre en un susurro apremiante, apenas contenida la tensión en su voz—. Toma tu hacha y ayúdame a llevar a tu madre al caballo. Escuché gritos, parecen venir de la aldea. Creo que son mercenarios o bandidos, no importa. Tenemos que irnos.
El corazón de Cassian comenzó a latir con fuerza, un torrente de adrenalina inundó su cuerpo, despejando cualquier rastro de sueño que quedara en él. Se levantó de un salto, sus movimientos eran rápidos y precisos, resultado de meses de trabajo duro y entrenamiento bajo la guía de su padre. No había tiempo para preguntas ni dudas. En un mundo como el suyo, cuando el peligro se acercaba, la única opción era actuar o morir.
Agarró su hacha, el mismo hacha con el que había cortado madera toda su vida en este nuevo mundo, y que ahora, en sus manos, se sentía como una extensión de su cuerpo. Miró a su padre, quien ya se estaba moviendo hacia la habitación donde su madre dormía, ajena al peligro que acechaba en la noche.
Cassian sintió cómo el miedo intentaba apoderarse de él, pero lo apartó de su mente. Su padre lo necesitaba, su madre lo necesitaba. Ahora no era el momento para vacilar. Salió tras su padre, manteniendo el hacha lista, mientras cada sombra en la cabaña parecía cobrar vida con la amenaza de lo que podría estar acercándose desde la aldea.
La oscuridad del exterior era profunda, y aunque la luna iluminaba el paisaje, las sombras se movían como fantasmas. El aire, antes fresco y tranquilo, ahora estaba cargado con la promesa de violencia. Sabía que una vez que dejaran la cabaña, sus vidas nunca serían las mismas.
Al llegar a la habitación, vio a su madre ya despierta, con los ojos abiertos de par en par por el miedo. Su padre la sostenía con firmeza, ayudándola a levantarse de la cama. Cassian se acercó rápidamente, y entre los dos la llevaron hacia la puerta. Afuera, el caballo estaba listo, atado a una estaca, su aliento formaba nubes en el aire frío de la noche.
—Sube al caballo, madre —dijo Cassian con voz firme, tratando de no mostrar el pánico que sentía—. No te preocupes, estaremos bien.
Su madre, pálida y temblorosa, asintió, pero Cassian podía ver el terror en sus ojos. La ayudó a montar mientras su padre se aseguraba de que todo estuviera en su lugar. Los gritos a lo lejos se hicieron más audibles, y ahora Cassian podía distinguir el sonido de acero contra acero. La batalla había comenzado en la aldea, y no había tiempo que perder.
Su padre lo miró, su expresión era seria, pero de repente cambió. Sus ojos se ensancharon con una mezcla de furia y desesperación mientras blandía su hacha con ambas manos.
—¡Agáchate, Cassian! —rugió su padre, y por puro instinto, Cassian se tiró al suelo. Un sonido agudo y cortante atravesó el aire justo donde su cabeza había estado apenas un segundo antes. El tiempo pareció ralentizarse mientras veía el hacha de su padre moverse en un arco devastador. La hoja del arma cortó el aire y se hundió en el cuerpo de su atacante con una fuerza brutal.
El crujido de huesos al romperse resonó en la noche, acompañado por un chorro de sangre caliente que salpicó la cara de Cassian. El cuerpo del hombre, destrozado por el impacto, cayó como un muñeco roto, sus costillas expuestas y fragmentadas, esparciendo trozos de carne y sangre por el suelo.
Pero no hubo tiempo para asimilar lo que acababa de suceder. Apenas había levantado la vista cuando se dio cuenta de que estaban rodeados. Un grupo de hombres, algunos cubiertos con cotas de malla manchadas y partes de armadura, otros apenas protegidos con gambesones de cuero desgastado, los rodeaban. Sus rostros eran una mezcla de hambre y crueldad, y todos llevaban armas en sus manos: espadas, hachas, dagas y lanzas, cualquier cosa que pudiera cortar carne y acabar con una vida.
El corazón de Cassian latía frenéticamente en su pecho mientras intentaba procesar lo que estaba ocurriendo. Su padre, de pie frente a él, parecía un gigante bajo la luz de la luna, su hacha ahora goteando con la sangre del hombre que acababa de matar. Pero por cada enemigo que caía, parecía que otros dos surgían de la oscuridad, sus ojos brillando con la promesa de muerte y saqueo.
Cassian se levantó rápidamente, su propia hacha lista, aunque su mano temblaba ligeramente. A su alrededor, los hombres se acercaban, sus pasos lentos y seguros, como depredadores acorralando a su presa. El aire estaba cargado con el olor metálico de la sangre, mezclado con el sudor y la tierra.
—No muestres miedo, Cassian —gruñó su padre, sus ojos clavados en los enemigos que los rodeaban—. Si tienes que matar, hazlo rápido y sin piedad. Aquí no hay lugar para la misericordia.
Cassian asintió, apretando los dientes mientras se preparaba para lo que estaba por venir. Sabía que su vida, y la de su padre y su madre, dependían de lo que hiciera en los próximos minutos. Los hombres comenzaron a moverse hacia ellos, y la pequeña luz de esperanza que había sentido momentos antes se desvaneció, reemplazada por una oscuridad fría y brutal.
El primero en lanzarse fue un hombre corpulento con una espada corta. Cassian, en un acto reflejo, levantó su hacha y la dejó caer con toda la fuerza que pudo reunir. La hoja se clavó en el hombro del atacante, cortando carne y hueso hasta detenerse con un sonido sordo. El hombre gritó, un alarido desgarrador que resonó en la noche, pero antes de que pudiera reaccionar, Cassian tiró de su hacha y la liberó con un tirón salvaje, dejando al hombre caer al suelo, retorciéndose en su propia sangre.
El siguiente vino con una maza, pero su padre fue más rápido. El hacha de su padre atravesó la pierna del hombre, cortándola casi por completo y haciéndolo caer con un grito ahogado. La sangre salpicó el suelo, y los otros bandidos se detuvieron por un momento, sorprendidos por la ferocidad con la que los estaban enfrentando.
Pero no fue suficiente para detenerlos. Los gritos de sus compañeros heridos parecieron enardecerlos, y con un rugido salvaje, se lanzaron sobre Cassian y su padre. El choque de acero contra acero, el crujido de huesos y los gritos de dolor llenaron el aire, convirtiendo la noche en un infierno de violencia y sangre.
Cassian luchó con todo lo que tenía, cada golpe de su hacha era impulsado por una mezcla de miedo y desesperación. Sabía que no podía fallar, que cualquier error significaría la muerte, no solo para él, sino para su familia. Los cuerpos comenzaron a amontonarse a su alrededor, pero por cada enemigo que caía, otro tomaba su lugar, y la realidad de la batalla se hizo más clara: estaban en una lucha a muerte, una lucha de la que solo uno saldría con vida.
El aire se llenó de gritos y alaridos. Cassian se movía con instinto puro, el hacha se convertía en una extensión de su brazo, cortando, golpeando, destruyendo carne y hueso con cada movimiento. Un hombre se lanzó hacia él con una espada larga, pero Cassian lo desvió con un golpe salvaje, abriendo su abdomen en un corte profundo que dejó ver intestinos resbalando hacia el suelo. El hombre cayó, gimiendo en agonía, pero Cassian no tuvo tiempo de pensar en él, porque otro atacante ya estaba encima.
Su padre decapitó a uno de los hombres con un golpe limpio, la cabeza rodó por el suelo antes de detenerse contra una roca, con los ojos aún abiertos en una expresión de sorpresa eterna. Pero la mirada de su padre no reflejaba la misma seguridad de antes. Había miedo y pánico en sus ojos, una señal de que entendía la gravedad de la situación.
—¡Cassian, toma a tu madre y huyan! —gritó, su voz llena de urgencia mientras bloqueaba el golpe de otro enemigo con su hacha—. Los detendré y después los alcanzaré, ¡ahora!
Cassian asintió, su corazón latiendo desbocado en su pecho. Sabía que discutir sería inútil, y cada segundo perdido podría costarles la vida. Se giró rápidamente hacia la cabaña, donde su madre estaba escondida, aterrorizada y con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Mamá, tenemos que irnos! —dijo mientras la tomaba del brazo, sintiendo la fragilidad de su cuerpo. Ella asintió, aunque sus piernas temblaban, y juntos comenzaron a correr hacia el caballo.
Pero apenas habían dado unos pasos cuando uno de los hombres, un gigante con un martillo de guerra, se interpuso en su camino. Cassian, con su madre detrás de él, levantó su hacha, pero el gigante era rápido, demasiado rápido. El martillo se abatió sobre él con una fuerza brutal, y aunque logró esquivarlo, el golpe fue lo suficientemente cerca como para hacerle perder el equilibrio.
El gigante sonrió, un rictus cruel en su rostro sucio, y levantó su arma nuevamente, dispuesto a aplastarlos. Cassian, desesperado, arremetió con un grito salvaje, cortando el brazo del hombre con un golpe tan feroz que el hueso se partió con un chasquido seco. La sangre brotó en una fuente caliente, cubriendo a Cassian y su madre en un instante. El gigante gritó de dolor, cayendo de rodillas mientras intentaba contener la hemorragia, pero Cassian no le dio tiempo de recuperarse. Con un movimiento rápido y violento, hundió su hacha en el cráneo del hombre, partiendo su cabeza en dos. El cuerpo cayó pesadamente al suelo, pero no hubo alivio, solo más horror.
Mientras Cassian se daba la vuelta, vio cómo otro de los atacantes se abalanzaba sobre su padre, quien, aunque luchaba con una furia desesperada, estaba claramente agotado. El atacante, un hombre delgado pero ágil, logró esquivar un golpe de su hacha y hundió una daga en su costado. Su padre gruñó de dolor, pero con un rugido, empujó al hombre con tal fuerza que lo derribó, y antes de que pudiera levantarse, aplastó su cráneo bajo su pie, dejando un amasijo de hueso y cerebro en el suelo.
—¡Cassian, vete ya! —gritó nuevamente su padre, aunque su voz sonaba más débil, entrecortada por el dolor que ahora lo consumía.
Cassian, con el cuerpo temblando y el horror anidando en su pecho, tiró de su madre, que seguía paralizada por el terror. Sabía que no podía quedarse, que si no se iban ahora, todos morirían. El sonido de los gritos, el choque de armas, y el olor a sangre fresca eran abrumadores, casi insoportables.
Finalmente, llegaron al caballo, pero antes de que pudieran montarlo, otro grupo de hombres apareció desde las sombras. Estaban completamente rodeados, y Cassian supo en ese momento que no había escapatoria, que la batalla no tenía fin. Desesperado, se giró para enfrentarlos, su hacha levantada, pero su mente ya sabía que esto era una sentencia de muerte.
Sin embargo, antes de que los hombres pudieran atacar, su padre apareció de la nada, lanzándose sobre ellos con una furia casi inhumana. Se movía como un animal acorralado, golpeando y cortando con una violencia que Cassian nunca había visto. La sangre volaba en todas direcciones, las armas chocaban y las extremidades caían al suelo mientras su padre, a costa de sus últimas fuerzas, trataba de abrir un camino para ellos.
—¡Corre! —rugió su padre, cubierto de sangre, sin saber si era suya o de sus enemigos—. ¡Corre, maldita sea!
Cassian no lo pensó dos veces. Subió a su madre al caballo y, con un último vistazo a su padre, se lanzó a la oscuridad. Los gritos de batalla se desvanecieron detrás de él, reemplazados por el sonido de los cascos del caballo golpeando la tierra mientras huían hacia un destino incierto, dejando atrás a su padre para enfrentar solo a la muerte.
Cassian no pudo detener las lágrimas que corrían por su rostro mientras cabalgaba a toda velocidad, su madre sollozando detrás de él, su desesperación resonando en la fría noche. Cada latido de su corazón parecía un martillazo, una pulsación de dolor que lo empujaba a seguir, a no mirar atrás, aunque la realidad de lo que había dejado atrás lo consumía.
El sonido de cascos en la distancia anunció la llegada de más jinetes, y antes de que pudiera reaccionar, el impacto de un caballo contra el suyo lo lanzó al suelo. El mundo giró caóticamente, y todo lo que sintió fue el golpe sordo al aterrizar en la tierra húmeda. El dolor fue inmediato, pero la adrenalina lo mantuvo en pie, su único pensamiento dirigido a su madre. Se levantó tambaleándose y corrió hacia ella, ignorando el dolor que irradiaba por su cuerpo.
Pero su esperanza se desmoronó cuando vio cómo los jinetes la rodeaban. Gritó, pero su voz se perdió en el caos. Uno de los hombres, con una armadura reluciente, levantó su espada, y todo pareció detenerse. Cassian vio cómo el acero descendía, cortando limpiamente la garganta de su madre. Los ojos de ella, unos llenos de vida, ahora solo eran orbes sin vida y con lágrimas corriendo por sus mejillas, lo miraron por última vez estaban llenos de miedo y desesperación, mientras su cabeza se separaba de su cuerpo, rodando lentamente por el suelo. El grito de Cassian fue ahogado por la realidad brutal que se desarrollaba ante él.
Por un instante, se quedó paralizado, la ira y la desesperación luchando por el control de su mente. Pero la ira, una ira inhumana, terminó por apoderarse de él. Con un rugido que resonó en la noche, Cassian se lanzó hacia el jinete más cercano, derribándolo del caballo con una fuerza que no sabía que poseía. Como una bestia salvaje, aplastó la cabeza del hombre contra el suelo, sintiendo cómo el cráneo cedía bajo su puño, la sangre caliente y el cerebro esparciéndose entre sus dedos.
Pero no había tiempo para detenerse. Otro jinete, viendo la ferocidad de Cassian, cargó contra él con su arma de asta levantada. Cassian apenas tuvo tiempo para reaccionar. Con un movimiento rápido y desesperado, desenvainó la espada del cadáver a sus pies y bloqueó el ataque en el último segundo. El impacto resonó por todo su cuerpo, haciéndolo tambalear, pero no se detuvo. Con un giro salvaje, desvió la lanza y lanzó un golpe directo al abdomen del jinete, atravesando la armadura y clavando la hoja hasta la empuñadura.
El jinete dejó escapar un grito de agonía mientras la sangre burbujeaba en su boca, y Cassian lo empujó con todas sus fuerzas, haciendo que cayera del caballo, su cuerpo sacudido por convulsiones mientras la vida se le escapaba. Cassian, ahora cubierto de la sangre de sus enemigos, cegado por la furia, apenas sintió el dolor en sus brazos y ojos, aunque el ardor era tan intenso como si estuviera siendo quemado vivo. La ira primordial que lo consumía lo había transformado en algo más que humano; era una bestia sedienta de venganza. No había espacio para el miedo o la duda, solo para la rabia desbordante que lo impulsaba hacia adelante.
Cuando los jinetes se abalanzaron sobre él, Cassian se lanzó al combate con una furia inhumana. Derribó a otro caballo de un solo golpe, y antes de que el jinete pudiera reaccionar, lo desarmó y le arrancó el yelmo. Sin piedad, aplastó su cráneo con las manos desnudas, sintiendo cómo los huesos se fragmentaban bajo su fuerza. La sangre caliente le salpicó el rostro, pero no hizo más que avivar la furia que lo consumía.
Sus ojos, inyectados en sangre, se fijaron en el caballero de la armadura verde, el hijo de puta que había asesinado a su madre. El odio que sintió al verlo fue tan abrumador que apenas pudo contener el impulso de lanzarse sobre él de inmediato. Pero el caballero no estaba solo; más jinetes lo rodeaban, formando un círculo de acero y muerte alrededor de Cassian.
El caballero hizo una señal con su mano, y los jinetes avanzaron como una ola imparable. Cassian se preparó, sabiendo que esta sería la batalla final. Sintió que sus músculos se tensaban, sus manos aferrándose con fuerza a la espada, mientras el fuego en sus brazos y ojos aumentaba, casi llevándolo al borde de la locura.
El primer jinete que llegó a él intentó atacar con su lanza, pero Cassian la desvió con un golpe brutal de su espada, cortando la punta y clavando la hoja en el estómago del hombre. Con un giro feroz, arrancó la espada del cuerpo moribundo y la lanzó contra el siguiente enemigo. La hoja atravesó la armadura de un segundo jinete, que cayó pesadamente al suelo, dejando un charco de sangre a su alrededor.
Los siguientes dos jinetes lo rodearon, atacando desde ambos lados. Cassian, guiado por una velocidad y fuerza sobrehumanas, bloqueó el golpe de uno con su brazo desnudo, sintiendo cómo el metal se hundía en su carne, pero ignoró el dolor. Con la mano libre, sacó un cuchillo y lo hundió en el cuello del segundo jinete, que soltó un grito ahogado antes de desplomarse.
El caballero de la armadura verde observaba desde la distancia, su rostro oculto bajo el yelmo, mientras Cassian masacraba a sus hombres. Finalmente, bajó la visera y avanzó, desenvainando una espada larga y afilada. Cassian lo vio venir, su mente totalmente consumida por el deseo de venganza.
Cuando se encontraron frente a frente, el caballero atacó con una rapidez que sorprendió a Cassian, pero sus reflejos, agudizados por el fuego interno que lo impulsaba, le permitieron esquivar el primer golpe. La espada del caballero cortó el aire a centímetros de su rostro, y Cassian sintió el zumbido del acero junto a su oreja. En un movimiento fluido, contraatacó, lanzando un golpe brutal al costado del caballero. Pero su espada chocó contra la armadura, enviando una vibración dolorosa por su brazo.
El caballero retrocedió un paso, evaluando a Cassian con desprecio. Luego, con una habilidad mortífera, volvió a atacar, y esta vez su espada encontró su objetivo, cortando la piel del brazo de Cassian, dejando un rastro de sangre. Pero el dolor solo alimentó más la furia dentro de él. Con un rugido salvaje, Cassian lanzó un golpe devastador que el caballero apenas logró desviar, pero la fuerza del impacto lo hizo tambalearse.
Cassian no le dio tiempo para recuperarse. Se abalanzó sobre él, golpeando con fuerza implacable, cada ataque lleno de la rabia que lo quemaba por dentro. Finalmente, con un esfuerzo sobrehumano, logró desviar la espada del caballero y hundió su propia espada en la juntura de la armadura, atravesando el abdomen del hombre.
El caballero soltó un gruñido de dolor, y Cassian, con una mirada feroz, torció la espada en la herida del caballero, disfrutando del sonido del metal raspando contra el hueso. Los ojos del caballero se encontraron con los suyos, y Cassian notó algo extraño: no había miedo, sino una perversa euforia en su mirada. Desconcertado, Cassian recibió un golpe con una fuerza sobrehumana que lo hizo caer, el caballero desmoto del caballo, arrancando la espada de su abdomen como si la herida fuera insignificante para él.
—Dime, escoria pueblerina de mierda, ¿cómo es que tú, un maldito juguete para los poderosos, tienes un Talento? —se burló el caballero, su voz goteando desdén mientras se acercaba con una sonrisa torcida. Sus ojos se posaron en los tatuajes de Cassian, que brillaban con un morado oscuro, al igual que sus ojos—. Y parece que es poderoso... esos tatuajes y el cambio en tus ojos te dan una apariencia aterradora.
Cassian, no entendía del todo a qué se refería, pero no le importaba, impulsado por la furia que aún ardía en su interior, se levantó lentamente, ignorando el dolor que palpitaba en cada rincón de su cuerpo. El caballero se burlaba de él, hablando de "talentos" y "tatuajes", solo cuando bajo la mirada miro que unos tatuajes morados que no había notado antes resplandecían en su piel como brasas en la oscuridad, y sus ojos, también brillando en un profundo morado, reflejaban su sed de venganza. Pero Cassian no entendía nada de eso. Lo único que sabía con certeza era que iba a matar a ese bastardo, sin importar qué.
—¿De qué mierda hablas? —gruñó Cassian, sus palabras cargadas de veneno. Pero el caballero solo sonrió más ampliamente, disfrutando de la confusión en los ojos de su enemigo.
—No tienes idea, ¿verdad? —dijo el caballero, su tono lleno de burla—. Eres solo un campesino ignorante, un peón en un juego que no comprendes. Pero esos tatuajes en tus brazos, esos ojos ardientes... Son la señal de un poder que ni tú mismo entiendes. ¿Quién te lo dio? ¿Acaso fuiste bendecido, tu un campesino y no un noble? —rió, como si la idea fuera ridícula.
Cassian no tenía tiempo para entender esas palabras. Con un rugido, se lanzó hacia adelante, decidido a destrozar al caballero con sus propias manos. Pero antes de que pudiera alcanzar a su enemigo, el caballero lo golpeó con una fuerza sobrehumana, enviándolo volando varios metros hacia atrás. Cassian aterrizó pesadamente, sintiendo cómo el aire se le escapaba de los pulmones, pero se obligó a ponerse de pie de nuevo.
El caballero avanzó lentamente, disfrutando de la desesperación que comenzaba a aparecer en los ojos de Cassian.
—Mira cómo luchas, como una bestia herida —dijo, acercándose más—. No te preocupes, escoria. No te mataré rápido. Voy a disfrutar cada momento mientras te destrozo, pedazo por pedazo.
El caballero intentó acercarse para darle el golpe final, Cassian sintió la desesperación aumentar, pero también algo más: una oleada de calor que se extendía por sus venas, como si su propia sangre estuviera en llamas. Los tatuajes en sus brazos brillaron con un resplandor rojo, y el dolor en sus ojos se intensificó, pero con él vino una nueva fuerza. No sabía de dónde venía ni cómo controlarla, pero no le importaba,Cassian, movido por una furia primitiva, se lanzó hacia él. Sus movimientos eran rápidos, casi inhumanos, y su fuerza parecía multiplicarse con cada segundo. Cassian lo derribó de un solo golpe, y antes de que el caballero pudiera reaccionar, estaba sobre él, golpeando su rostro con una brutalidad desmedida.
—¡Carajo! —grito el caballero, sorprendido—. ¡Espera, espera!
Cassian no le dio tiempo para reaccionar. Lo golpeó una y otra vez, cada golpe cargado con una fuerza inhumana que resonaba en la noche. El caballero intentó defenderse, pero la furia de Cassian era imparable. Los huesos crujieron bajo sus puños, y la sangre manchó sus manos y el suelo. Cassian seguía golpeando, impulsado por un instinto salvaje que no podía controlar, hasta que el cuerpo del caballero quedó irreconocible, su rostro convertido en una masa informe de carne y hueso triturados.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada más que destruir, Cassian se detuvo, jadeando, su corazón latiendo desbocado. Se levantó, su cuerpo temblando de agotamiento y furia, y buscó con la mirada a los demás enemigos. Pero al ver lo que había hecho, los otros jinetes, antes confiados y seguros, ahora retrocedían, temerosos. Sus propios soldados se mostraban cautelosos, murmurando entre ellos mientras observaban con horror al joven que acababa de masacrar a su líder con sus propias manos.
Cassian se tambaleó, la ira comenzando a disiparse, y el dolor de sus heridas, que antes no había sentido, ahora lo golpeaba con fuerza. Sin embargo, a pesar de todo, no se permitió caer. Sabía que aún no estaba a salvo, y que tendría que seguir luchando si quería sobrevivir.
Con un último esfuerzo, Cassian se preparó para enfrentar al siguiente enemigo. La sangre le corría por el rostro, y su respiración era pesada, pero la determinación ardía en su interior. No iba a detenerse hasta que cada uno de esos bastardos estuviera muerto. Su mente era un torbellino de emociones: furia, desesperación, miedo por su padre. ¿Estaría él aún con vida?
Justo cuando Cassian se disponía a lanzarse hacia el próximo adversario, sintió un golpe contundente en la nuca. El dolor fue inmediato y paralizante, y el mundo a su alrededor comenzó a desvanecerse en una nebulosa borrosa. El eco de los gritos de batalla se desvaneció, reemplazado por un zumbido ensordecedor que llenó sus oídos. Trató de mantenerse consciente, de luchar contra la oscuridad que lo envolvía, pero sus fuerzas lo traicionaron.
Cuando volvió a abrir los ojos, sintió el frío y la dureza de la tierra bajo su cuerpo. Estaba siendo arrastrado por el suelo, su visión aún turbia. Giró la cabeza con esfuerzo y lo que vio lo llenó de horror: estaba en el centro del pueblo, pero el lugar que una vez conoció ahora era un infierno en la tierra. Las llamas devoraban las casas, y los cadáveres de hombres, mujeres y niños yacían esparcidos, algunos mutilados de formas indescriptibles. El aire estaba cargado de humo, cenizas y el hedor de la muerte.
A pesar del caos, Cassian pudo distinguir las escenas de brutalidad que se desarrollaban a su alrededor. Vio a hombres arrastrando a mujeres, arrancándoles la ropa mientras las violaban sin piedad. Otras personas estaban siendo quemadas vivas, sus gritos llenando el aire de una desesperación que Cassian sintió en lo más profundo de su ser. La brutalidad era tan abrumadora que el joven sintió náuseas, pero no había tiempo para la repulsión; su propia vida estaba en juego.
A medida que su visión se aclaraba un poco más, se dio cuenta de que no estaba solo. A su alrededor, varios hombres y mujeres entre ellos Barrik y su hija, otros también eran arrastrados, muchos de ellos desnudos o con la ropa hecha jirones. Las mujeres sollozaban, sus rostros marcados por la desesperación y el terror. Algunos de los hombres estaban heridos, sus cuerpos cubiertos de sangre y polvo, y todos parecían resignados a su destino.
Pronto, llegaron a un claro en el pueblo, donde un hombre esperaba a caballo. No llevaba armadura pesada, solo una cota de malla negra sobre un gambesón a juego. Su rostro estaba endurecido y sus ojos recorrieron a los prisioneros con una mezcla de desprecio y evaluación.
—Son buenos prospectos de esclavos, pero esperaba algo mejor —dijo el hombre, su voz impregnada de decepción. Se dirigió a uno de los soldados que sujetaba a un prisionero encadenado—. Dijiste que un gigante fuera del pueblo mató a cincuenta de los hombres del imbécil de Rupert.
Cassian sintió una chispa de esperanza en su pecho. ¿Estaban hablando de su padre? ¿Podría estar vivo, luchando aún? Pero la respuesta del soldado borró cualquier vestigio de esperanza.
—Lo tuvimos que matar. Parecía una bestia. Mató a un caballero y, aunque lo llenamos de flechas, seguía moviéndose. Solo hasta que lo decapitamos se detuvo —respondió el hombre, con la voz vacía de emoción.
El mundo de Cassian se derrumbó al escuchar esas palabras. Su padre, el hombre que había sido su roca, su protector, estaba muerto. La realidad lo golpeó como un mazazo al estómago, y un dolor profundo se instaló en su pecho. Sintió que las lágrimas querían salir, pero en lugar de eso, una furia aún más oscura comenzó a crecer dentro de él.
Cassian sintió un nudo en la garganta al escuchar la conversación entre los bandidos. El hombre que parecía ser su líder, lo miró con una mezcla de curiosidad y crueldad. Sentía su cuerpo temblar, no solo de agotamiento, sino de la ira que bullía dentro de él, mezclada con el dolor abrumador de la pérdida de su padre.
El hombre que lo sujetaba lo examinaba como si fuera un animal exótico, notando los tatuajes morados que adornaban su piel y el brillo de sus ojos. Cuando Cassian lo miró fijamente, el odio se reflejaba en su mirada, un odio tan profundo que hacía temblar a los hombres menos acostumbrados a la brutalidad.
—Pero ese de ahí... el de la mirada asesina —dijo el hombre, señalando a Cassian con un dedo enguantado. Su tono estaba cargado de burla y desprecio—. Creo que es su hijo. Mató a los jinetes de Rupert y al propio Rupert. Y parece que tiene un Talento, uno que no sabe desactivar. Podríamos venderlo a las arenas de combate o, mejor aún, usarlo para nuestras campañas. Sería útil en la primera línea, especialmente cuando volvamos a asaltar caravanas después de que esta guerra termine.
El tono del hombre era frío, calculador, como si Cassian no fuera más que un objeto, una posesión que podría ser utilizada para satisfacer sus ambiciones. El líder, se acercó aún más a Cassian, sujetándolo del rostro con una mano firme y cruel. Sus ojos recorrieron cada detalle de su expresión, buscando cualquier signo de debilidad o sumisión.
—Sí, se ve prometedor —murmuró Fenrik, evaluándolo con una sonrisa maliciosa—. Pero vamos a tener que educarlo bien.
De repente, Fenrik lo golpeó con fuerza, haciéndolo tambalear. El dolor explotó en su mandíbula, pero Cassian se mantuvo en pie, aunque apenas. Sus ojos, aún brillando con el Talento que no entendía del todo, se mantuvieron fijos en los de Fenrik, llenos de una furia que parecía inagotable.
—Escúchame bien, muchacho —dijo Fenrik, su voz era un gruñido bajo que se clavó en la mente de Cassian—. Yo soy Fenrik, líder de los Ojos de Cuervo, y te voy a hacer parte de mi banda. Si me obedeces, no te venderé a las fosas de pelea. Pero quítame esos ojos de asesino de encima. Si vuelves a mirarme así, te romperé los putos brazos. ¿Entiendes, cabrón?
Cassian sintió algo extraño en su cabeza, como si una fuerza invisible estuviera presionando dentro de su cráneo. Fenrik lo miraba fijamente, como si lo estuviera controlando, y de repente, los tatuajes en su piel comenzaron a desvanecerse, al igual que el brillo en sus ojos. El dolor que siguió fue insoportable, una ola de agonía que recorrió cada nervio de su cuerpo, haciéndolo gritar en silencio mientras su Talento se desactivaba.
La euforia que había sentido en la batalla, la fuerza sobrehumana que había impulsado su rabia, desapareció, dejándolo débil y vulnerable. Sentía como si le hubieran arrancado una parte de su ser, dejándolo vacío por dentro. A duras penas pudo mantenerse en pie, pero el fuego en su interior, aunque reducido, no estaba apagado. Se juró a sí mismo, en ese mismo momento, que encontraría la forma de sobrevivir, de escapar, y cuando lo hiciera, haría pagar a Fenrik y a todos sus hombres por lo que le habían hecho.
Fenrik, satisfecho con el resultado, se apartó de Cassian, dejando que su cuerpo cayera al suelo como un trapo viejo. Cassian respiró hondo, tragándose el dolor y la humillación, mientras su mente comenzaba a tejer la red de venganza que algún día lo liberaría de esos hombres y de la vida que le estaban imponiendo.