Mientras Axel abrazaba a Nadia, sus manos temblaban no solo por el frío, sino por la impotencia que sentía. Las palabras burlonas de los bandidos reverberaban en su mente, intensificando su miedo. "¿Realmente está sucediendo?", se preguntó.
—En este momento, el dinero puede ser útil, siempre y cuando estén dispuestos a cooperar con la transacción electrónica —dijo uno de los bandidos.
Su corazón latía con fuerza al ver cómo uno de los bandidos arrebataba el collar de Nadia. La determinación brillaba en sus ojos mientras se lanzaba hacia el responsable con valentía, pero un golpe lo derribó al suelo.
—¡He cumplido con todo lo que me pidieron, ahora déjennos en paz! —exclamó con voz cargada de frustración y angustia.
Otro hombre se acercó con una maleta plateada, la abrió y le extendió un documento. —Fírmalo y todo habrá concluido —dijo con voz firme, mientras el papel brillaba en la penumbra.
El documento en sus manos pesaba como una piedra, cada palabra escrita era un cruel recordatorio de su impotencia. Axel fijó la vista en la línea de firma, esperando que un milagro interfiriera en ese momento. Las lágrimas de Nadia, reflejadas en su rostro, convertían el acto de firmar en una traición dolorosa. Con una mano temblorosa, trazó su nombre en el papel; el bolígrafo rasgó el documento con una línea de desesperanza.
Horas más tarde, en la oscuridad de la noche, Estefan y su equipo de rescate llegaron al lugar. La limusina, antes un símbolo de poder y lujo, yacía ahora como un cascarón retorcido de metal salpicado de sangre. La carretera, que antes era un tranquilo sendero, crujía bajo el viento que arrastraba fragmentos de vidrio, como si llorara.
Al bajar de la camioneta, sus hombres aseguraron el perímetro mientras recogían la evidencia. Cada paso condenaba su alma al fracaso. La preocupación invadía su corazón al escudriñar la carretera en busca de alguna señal de vida en la oscuridad. Al pisar algo pegajoso, su atención se centró en el suelo.
Estefan se inclinó y, al iluminar la zona con su linterna, encontró una fotografía manchada. Sus ojos quedaron atrapados en un recuerdo sonriente del pasado. La culpa lo envolvía con tal intensidad que su respiración se volvía errática, las lágrimas fluían libremente por sus mejillas mientras el mundo parecía desmoronarse a su alrededor.
Un grito de rabia incontenible se desgarró desde lo más profundo de su garganta. Apretó los puños mientras la furia devoraba cada rincón de su ser. Una combustión interna lo impulsaba hacia la venganza.
—¡Maldición, maldición! —La imagen de Ester y Axel sonriendo, junto con la suya, quedó grabada a fuego en su memoria.
Estefan extrajo un objeto de su bolsillo, lo sostuvo un momento y luego lo lanzó lejos. Bajo las luces tenues de los postes, el objeto brilló con una luz fría y metálica. —¿Qué valor tiene una placa policial si no puedo proteger a quienes más amo?
Con la voz temblorosa pero decidida, ordenó a su equipo que recogiera toda evidencia posible. Cada casquillo de bala y fragmento de cristal roto era una pieza esencial del rompecabezas. Mientras revisaba un último detalle antes de retirarse, la limusina parecía contar su propia historia, revelando el arduo viaje de sus amigos. En su mente, los imaginaba como espectros en un eterno juego de persecución y huida.
De pronto, un chirrido agudo de neumáticos sobre el asfalto anunció la llegada inminente de una tormenta. De entre la oscuridad surgieron siluetas imponentes: un grupo de caballeros avanzaba como espectros al unísono. Las placas metálicas de sus armaduras, ennegrecidas y opacas, absorbían la tenue luz de los postes, proyectando sombras inquietantes que se movían como presagios oscuros sobre el pavimento.
El viento ululaba, llevando consigo el aroma fresco de la sangre; la lluvia se acercaba. El suelo, aún fresco por las primeras gotas, brillaba de manera espectral bajo la luz. Su superficie resbaladiza creaba un manto de incertidumbre con cada paso.
Al desenfundar mi arma, experimenté un consuelo momentáneo. La determinación en mi mirada se reflejaba en el acero reluciente de las armas de mis enemigos. La tensión en el aire era una danza mortal de miradas desafiantes, como si cada uno evaluara al otro no solo con los ojos, sino con una intuición primitiva, semejante a un depredador midiendo a su presa.
La confusión inundaba mi mente mientras intentaba evaluar la situación. "¿Por qué estaban aquí esos hombres?", me pregunté. De repente, una voz en la radio interrumpió el enfrentamiento. Al parecer, alguien tenía información crucial, y esa voz me resultaba tan familiar como molesta.
—¿Qué deseas, Liliana? No estoy de humor para tus juegos —rugí a través del canal de radio.
—Estefan, retírate —respondió Liliana con una calma inquietante, fría como el hielo—. Deja que mis escoltas encuentren a mi hermano. Mi paciencia tiene límites.
—¡No me jodas! ¿Crees que estás por encima de la ley? ¡Axel es mi amigo, y no pienso quedarme de brazos cruzados! —grité, sin considerar el peso de sus palabras ni su estatus. La rabia y la desesperación nublaron mi juicio, sacando lo peor de mí.
—No me hagas usar el poder que tengo como miembro de los Winter. Aunque mi hermano no esté presente, tengo toda la autoridad necesaria —su tono era frío, sin dejar espacio para la negociación.
—¿Parece que te adaptas rápido al cambio de poder? No me importan tus palabras, Liliana. Si realmente te importara, estarías aquí, enfrentando esto conmigo —corté la llamada antes de que pudiera responder. Sentía cómo la adrenalina corría por mis venas.
Observé a los caballeros frente a mí, con sus posturas aún hostiles. Ahora comprendía por qué Liliana los había enviado. ¿Estará esa desquiciada involucrada? No tenía tiempo para entender sus motivos. Cada prueba e información aquí podría llevarme al culpable, y quizás, solo quizás, Axel aún seguiría con vida. Por eso, defendería esta posición a toda costa, sin permitir que nadie me arrebatara ese derecho.
—¡Si dan un paso más, considérense muertos! —grité con determinación. Mis compañeros de armas replicaron mis órdenes sin dudar. La lealtad que habíamos forjado no se quebraría tan fácilmente.
El primer disparo parecía inevitable, pero cuando creí que todo estaba a punto de comenzar, un nuevo grupo apareció. Sus armaduras brillaban bajo la luna como estrellas de acero: los caballeros de Axel. La esperanza se me desmoronó al verlos. ¿Qué podía hacer ahora?
—¡Aléjense, si no quieren sentir el filo de mi acero en sus gargantas! —gritó uno de los caballeros de Axel, con desprecio hacia los otros, como si el día y la noche no pudieran coexistir.
El conflicto entre ellos era evidente, y aunque las tensiones aumentaban, aún no era el momento de disparar. Necesitaba saber quiénes estaban de mi lado.
—¡Última oportunidad para retirarse! —dijo Sir Roland Blackthorn, un veterano cuyo nombre inspiraba respeto y temor. Sus camaradas siguieron su ejemplo y desenfundaron sus espadas.
—¡Señor Estefan, Ester estará aquí en cualquier momento! —insistió Sir Roland—. Quiero que esté de nuestro lado. Es por su propio bien. Si desea sobrevivir, escuche mis palabras.
Tan pronto como se pronunció su nombre, Ester apareció como si la hubieran invocado. Emergiendo de la penumbra, su túnica y capa blanca desafiaban la oscuridad, y cada uno de sus pasos parecía enfriar el aire a su alrededor. La hoja de su espada brillaba con un resplandor mortal, y su aura imponía un silencio temeroso entre los presentes.
—Esta es su última advertencia. Dense prisa y líbrense de este lugar antes de que la noche sea testigo de su derrota final. No me importan las órdenes de Liliana; yo juré lealtad eterna a mi señor, si se interponen en mi camino, les arrancaré la cabeza —su voz era un susurro letal.
Los segundos se alargaron y, aunque las palabras de Ester resonaban en el aire, parecían haber caído en oídos sordos. Justo cuando iba a dar la orden de disparar, ella me miró y, en silencio, me transmitió su mensaje: "Quédate aquí, no hagas nada". Esa mirada, helando mis manos, atravesó mi corazón. A pesar de mi experiencia, su presencia tenía una intensidad que justificaba su título.
—Mi nombre es Ester Nova. En nombre de mi señor, procederé a ejecutarlos por traición. El heraldo de la muerte blanca apagará sus miserables vidas.
La escena se transformó en un torbellino de acero y sangre. Sus movimientos eran una danza mortal, una mezcla de agilidad y precisión que cortaba a través de las defensas de los caballeros como si fueran meros obstáculos. Las balas, al intentar perforar su defensa, eran desviadas con un destello de su espada, creando chispas que iluminaban brevemente su rostro implacable.
A la luz de la luna, solo distinguí cómo su túnica blanca se teñía con la sangre de sus enemigos. El sonido de los gritos se extinguió, como una vela. Ella sola había acabado con los diez caballeros, sin sufrir un solo rasguño. Cubierta de sangre, se acercó a nosotros. El miedo se apoderó de mis hombres, quienes, por instinto, le apuntaron con sus armas. Estaban seguros de que el láser de las miras estaba en ella, pero algunos dispararon, presa del terror.
Sin siquiera intentar esquivar las balas, avanzó sin alterar el curso de sus pasos, bajo el aluvión de disparos; era un espectáculo de terror absoluto, las balas eran cortadas y chispas diminutas saltaban al contacto con su espada. Me sentí como si estuviera parado al borde de un abismo, contemplando el vacío. El miedo se apoderó de mí al verla cara a cara. Su presencia encarnaba su apodo, 'El heraldo de la muerte'. Cada movimiento suyo era una prueba de su letalidad.