La llama del encendedor bailó un instante cerca de sus labios. Quiso fumar, pero el cigarro resbaló de sus dedos y terminó en el asfalto mojado. Al verlo allí, empapado y sucio como su conciencia, entendió que estaba viendo su propio fracaso.
Un chirrido de neumáticos cortó el silencio, como una alarma. Desde la penumbra, emergieron media docena de caballeros cubiertos de armaduras negras. Avanzaban al unísono, como si compartieran un solo objetivo.
Estefan dio un paso atrás. Siguió su instinto, el mismo que nunca lo había traicionado en sus años de formación como caballero. Sabía reconocer a un enemigo incluso antes de que atacara. Desenfundó su pistola como primer aviso, sin apartarles la mirada.
No se oía nada, salvo el zumbido eléctrico de las farolas parpadeantes. Los caballeros se detuvieron al notar que eran apuntados. Uno de ellos ladeó la cabeza, como si evaluara la amenaza.
Antes de que Estefan pudiera decir algo, la radio crepitó en su frecuencia, congelando el enfrentamiento por un instante.
—¿Qué deseas, Liliana...? No estoy de humor para tus juegos —rugió, sin molestarse en disimular su odio.
—Estefan. Retírate —la voz al otro lado sonó calmada y cortante, como una daga lista para hundirse—. Deja que mis escoltas encuentren a mi hermano. No pongas a prueba mi paciencia.
Los nudillos de Estefan se pusieron blancos alrededor del arma.
—¡No me jodas! —gritó, sin considerar el peso de sus palabras ni su estatus—. ¡Ethan es mi amigo y no voy a quedarme de brazos cruzados!
—No me obligues a recordarte que, aunque mi hermano no esté presente, yo llevo el apellido Winter. Y, con él, toda la autoridad.
Estefan apretó los dientes, mientras la furia golpeaba su pecho.
—Te adaptas demasiado rápido al poder. Si realmente te importara el bienestar del rey, estarías aquí. No escondida como siempre.
Sin darle tiempo a responder, cortó la comunicación, oyendo el seco chasquido de Liliana.
Estefan tragó saliva, dispuesto a arriesgarlo todo por descubrir la verdad, incluso si eso significaba revelarse contra la corona. Apretó el gatillo una vez más. Solo un milímetro. Y esperó alguna señal del cielo.
Observaba a los caballeros frente a él. Seguían inmóviles, pero había algo en ellos, en la forma en que respiraban… que me decía que no iban a dar marcha atrás.
¿Acaso ella… es la culpable de este secuestro…? No lo entendía. Sin embargo comprendía que cada palabra, pista, y sombra en este lugar podía acercarme al culpable. Por eso no retrocederé.
—¡Si dan un paso más, considérense muertos! —mi voz salió fuerte. Más fuerte de lo que sentía por dentro.
Mis hombres acataron la orden sin cuestionarla.
El primer disparo estaba a un solo parpadeo. En medio de esa tensión, no podía evitar pensar en la vida de mis compañeros.
Ellos no estaban entrenados para estas guerras sin nombre.
Son buenos y leales, pero no son caballeros de acero y sangre.
Yo sí lo era, y solo yo podría aguantar un combate cuerpo a cuerpo. Sin embargo, no tengo mi espada.
Teníamos armas de fuego, pero los caballeros de élite podían desviar disparos como si fueran piedras arrojadas por niños.
Cuando creí que todo iba a estallar en una masacre, apareció otro grupo.
Sus armaduras brillaban bajo la luna, como si el cielo mismo hubiera descendido para interponerse.
Los caballeros del rey habían llegado a nuestro socorro.
—¡Aléjense, si no quieren sentir el filo de mi acero en sus gargantas! —gritó uno de los caballeros, con un desprecio evidente hacia los otros, como si el día y la noche no pudieran coexistir.
—¡Última oportunidad para retirarse! —la voz de Sir Roland Blackthorn, comandante de la Guardia Real, cortó el aire con una autoridad que no admitía discusión. Su nombre inspiraba tanto respeto como temor. A su señal, sus camaradas desenfundaron sus espadas al unísono, con la precisión de un solo cuerpo.
—Señor Estefan, el Caballero Ejecutor estará aquí en cualquier momento —insistió Sir Roland—. Quiero que esté de nuestro lado. Es por su propio bien. Si desea sobrevivir, escuche mis palabras.
Tan pronto como esas palabras fueron pronunciadas, él apareció, como si hubiera sido invocado por el peso de la advertencia.
Surgió de la penumbra, mientras su capa blanca se alzaba como una hoz ondeante en medio del campo de batalla. Al desenfundar su espada… jamás había visto un metal brillar de ese modo.
—Esta es su última advertencia —dijo, con una voz que no necesitaba alzarse para dominar el aire—. Dense prisa y abandonen este lugar antes de que la noche sea testigo de su último aliento. No me importan las órdenes de una niña que cree que, por llevar el apellido Winter, debe ser escuchada.
Los segundos se alargaron y, aunque sus palabras resonaban en el aire, parecían haber caído en oídos sordos. Justo cuando iba a dar la orden de disparar, él se acercó, envuelto en su capa, dejando solo los ojos brillando con un azul intenso.
Me miró fijamente y, en silencio, me transmitió su mensaje: "Quédate aquí, no hagas nada."
Ese simple contacto visual heló mi pecho, calando hasta mis huesos. A pesar de mis años de entrenamiento y de ser un caballero curtido, su presencia tenía la autoridad que justificaba su título de ejecutor.
Sus pasos no hicieron ningún sonido. Lo único que oí fueron las espadas de mis enemigos alzarse contra el ejecutor que se acercaba. Estaba solo, a merced de los números; sin embargo, en ningún momento sentí preocupación. Más bien, cuando se alejó de mi lado, pude respirar con tranquilidad.
La escena se transformó en una danza de sangre. Cada uno de sus movimientos era una letal explosión de precisión, desgarrando las defensas de los caballeros como si fueran papel. Las espadas chocaban contra su hoja con un ruido metálico, pero él se deslizaba entre ellas como una sombra, sin que lo pudieran alcanzar. Las balas fueron disparadas con la esperanza de detenerlo, pero chocaban contra su espada, creando chispas que iluminaban brevemente sus ojos, fríos como la muerte.
A la luz de la luna, pude ver cómo su túnica blanca se teñía lentamente con la sangre de sus enemigos. Los gritos de terror se extinguieron lentamente, como una vela apagada por el viento, dejando solo el goteo de la sangre.
En cuestión de segundos, había acabado con todos, sin una sola rasgadura en su túnica. Cubierto de sangre, avanzó hacia nosotros. El miedo se apoderó de mis hombres, quienes, por puro instinto, apuntaron sus armas. Impulsados por el terror, dispararon hasta vaciar los cargadores.
Sin siquiera apartar la vista de nosotros, él siguió avanzando bajo el aluvión de disparos. Cada bala que se aproximaba era cortada y reducida a una simple chispa.
Yo, inmóvil, sentí como si estuviera parado al borde de un abismo de poder, mirando el vacío. La realidad se desdibujaba mientras lo veía acercarse más y más.
Frente a mí estaba, sin embargo, no tomó represalias contra mi escuadrón, quienes se arrodillaron, abrazando sus cabezas en desesperación. Lo que acaban de presenciar marcará un antes y un después en sus mentes. Ya no verán el campo de batalla de la misma manera.
—¿Dónde está el rey, Sir Roland? —Aunque sus palabras no estaban dirigidas a mí, sentí la intención asesina apuñalando mi pecho—. Sir Roland… tú y la Guardia Real juraron proteger al rey, y sin embargo, traicionaron su confianza.
Desenvainó su espada mientras observaba el reflejo de sus ojos en la hoja, como si evaluara qué hacer a continuación.
—Todos ustedes se hacen llamar los caballeros más fuertes del reino, pero… —tomó aire y luego rugió como un león al acecho—. ¡Malditos inútiles, nuestro rey está en grave peligro! ¡Se suponía que debían capturar a los culpables y traerlo de regreso!
A pesar de cargar con toda la culpa, uno de los caballeros levantó la mirada, pero cuando intentó excusarse, fue silenciado por una mirada tan afilada que me heló la sangre. Cerré los ojos, quizás por uno o dos segundos, pero fue tiempo suficiente para sentir que algo rodaba a mis pies. Al abrirlos, maldije en silencio.
La mirada que me observaba desde lo bajo estaba llena de terror. Me aparté tan rápido como mi instinto me lo ordenó. La cabeza del caballero había rodado, y lo peor fue que ni siquiera escuché el corte. Todo había sido tan rápido.
—¡¿Qué crees que haces?! ¡Has eliminado a uno de los nuestros! —contraatacó Sir Roland, apuntándole con su espada. La ira surcaba su rostro al ver tanta arrogancia.
¿Acaso, por primera vez, sería testigo del enfrentamiento entre las dos fuerzas más poderosas del reino? Ver sus posturas de combate me hizo olvidar, por un instante, todo el miedo que sentía. Sin embargo, no soy estúpido: me aparté todo lo que pude y ordené a mis hombres que me siguieran.
—¡Ya fue suficiente! ¿Qué creen que están haciendo? Están actuando como dos niños berrinchudos —esa voz me resultó tan familiar como molesta. Sin embargo, ahora me alegraba y me frustraba no poder presenciar el enfrentamiento.
Como si fuera intocable y altiva, caminó con pasos firmes y, con voz de mando, dijo:
—Olviden este conflicto innecesario. Hay cosas más importantes que pelear entre nosotros. ¿Acaso olvidaron que mi hermano está en peligro? Recuerden quién es el verdadero enemigo: el conde Western, quien tuvo la osadía de faltarle el respeto a nuestro rey en plena ceremonia. Y no conforme con su acto, provocó una lucha. Ahora ese bastardo ha recurrido a lo peor… ¿Acaso no es prueba suficiente?
Tan pronto como oí las revelaciones de Liliana, quedé en shock. Ni siquiera me había percatado de lo sucedido en la ceremonia, y ahora todo comenzaba a encajar. El ejecutor, al escuchar sus palabras, guardó su espada... y se perdió entre las sombras de la noche.
Al ver que las cosas habían tomado otro rumbo, sentí que mi presencia —y la de mis hombres— era innecesaria. Al menos por ahora. Tal vez no sea un maestro con la espada, pero poseo un don que tarde o temprano me conducirá a la verdad.
—Estefan, detente ahí. Los demás miembros de tu equipo pueden retirarse.
Tan pronto como di la orden, quedamos solos.
—Qué osado eres… ¿Acaso olvidaste que soy una Winter y aun así te atreviste a hablarme de esa forma?
Esa maldita comenzaba a sacar lo peor de mí, pero, por ahora, guardé silencio.
—Solo por esta vez pasaré por alto lo ocurrido. Pero no olvides mis advertencias, detective.
Cuando me soltó de sus garras, alcé la vista al cielo mientras encendía un cigarro. El humo subía lento, como mi rabia. Pero al bajar la mirada, vi una figura acercándose desde la lejanía, como si el mundo se le viniera abajo.
Mi instinto me dijo que no había peligro. Y cuando estuvo lo suficientemente cerca, la reconocí.
—Ester… ¿qué te sucedió? Tienes sangre por todo el cuerpo… Tranquila, pronto te llevaré al hospital del reino.
Intenté levantarla, pero sus ojos se clavaron en los míos. Y entonces, la vi llorar… como una niña desconsolada. Hacía años que no la veía así. Esa imagen me arrastró de vuelta a los días en que Ethan la calmaba entre sus brazos. Y supe, sin lugar a dudas, que él era la razón de su tristeza.
—No… no necesito un doctor. No es mi sangre… —su voz se deshacía con el viento, como si muriera junto con sus ganas de vivir—. Recupera la cordura, Ester… nunca des nada por perdido. Nuestro rey sigue con vida. Lo presiento. Mi instinto nunca me ha fallado.
Y, de algún modo, en sus ojos vacíos comenzó a asomar una chispa de luz.
—Mi señor… ¿dónde está…? Mi señor, vuelva… no me deje sola… No quiero… no quiero volver a sentirme sola. Para obtener mi felicidad hice todo… pero no hice nada malo para ser culpada. Ni acusada.
No podía dejarla así. Necesitaba llevarla al hospital. Y rápido.