A medida que los días se deslizaban lentamente en semanas y estas se convertían en meses, Iván comenzó a adaptarse a su nueva existencia, sumergiéndose en un mundo que, aunque desconocido, le ofrecía una sensación de seguridad y pertenencia que jamás había experimentado. Ya no era Álex. Ese nombre, junto con la vida que alguna vez representó, se desvaneció como un eco lejano en su memoria. Ahora, era Iván Erenford, hijo de una mujer cuyo amor lo envolvía con una calidez inquebrantable, y cuya mera presencia disipaba las sombras de su antiguo ser. Bajo su cuidado atento y la devoción inquebrantable de los sirvientes del castillo, su cuerpo comenzó a fortalecerse, y su espíritu, antaño desgarrado, se reconstruía poco a poco.
El vínculo con su madre era absoluto, profundo, indivisible. Aún con su corta edad, sentía que entre ellos existía un lazo que trascendía las palabras. Ella lo sostenía en sus brazos con una dulzura infinita, y él, aunque incapaz de articular pensamiento alguno en palabras, comprendía que en su abrazo hallaba un refugio impenetrable, un santuario donde no existían el abandono ni la traición. No importaban las estaciones que pasaban tras los ventanales de cristal ni los susurros de los nobles que venían y se iban, su mundo era ella y solo ella.
Sin embargo, la paz que compartían no estaba exenta de interrupciones. El castillo, con sus altos muros de piedra y sus estandartes ondeando con orgullo, no solo era su hogar, sino también el escenario de un constante desfile de pretendientes. Nobles de distintas tierras llegaban al Drakonholt Keep con intenciones evidentes, vestidos con sus mejores galas y envueltos en el aroma de perfumes costosos, cada uno buscando conquistar el corazón de la duquesa viuda. Algunos eran hombres de imponente presencia, con porte regio y armaduras pulidas que reflejaban la luz de los candelabros. Otros, envueltos en túnicas bordadas con hilos de oro, traían consigo promesas de alianzas poderosas y riquezas incalculables. También estaban aquellos que, con sonrisas ensayadas y palabras embriagadoras, proclamaban su amor eterno, como si bastara con un juramento para ganarse su favor.
Pero todos fracasaban.
Ella los recibía con la cortesía que exigía su posición, con la misma serenidad con la que una reina contemplaría a sus súbditos. Escuchaba sus palabras, observaba sus gestos, y al final, con una voz suave pero inamovible, rechazaba cada propuesta. Siempre con la misma firmeza. Siempre con la misma verdad. Su corazón pertenecía al pasado, a un amor que ni el tiempo ni la muerte podrían borrar. Y aunque sus palabras eran amables, su determinación era inquebrantable.
Los días transcurrían entre la rutina de visitas desestimadas y la vida cotidiana dentro de los muros del castillo. Iván, aunque todavía torpe en sus movimientos, comenzó a explorar su entorno con la curiosidad de un niño cuyos ojos aún no han sido empañados por la malicia del mundo. Con pasos inseguros pero cada vez más firmes, recorría los pasillos bajo la atenta mirada de su madre y las sirvientas que lo cuidaban con una devoción absoluta.
El Drakonholt Keep no era solo una fortaleza, era un monumento a la historia de los Erenford. Elevándose sobre el paisaje circundante con una presencia imponente, el Drakonholt Keep dominaba la región como un coloso de piedra negra, su silueta recortada contra el cielo grisáceo como un espectro inmortal del pasado. Su estructura, forjada en basalto oscuro extraído de las canteras más profundas del ducado, era un testimonio de la grandeza inquebrantable de la familia Erenford. Las intrincadas molduras rojas que recorrían sus muros le conferían un aura de majestad y amenaza, como si el castillo en sí estuviera teñido con la sangre de aquellos que osaron desafiar a sus dueños.
En cada esquina, estatuas pétreas de lobos se alzaban con fauces abiertas y ojos huecos que parecían observarlo todo. Estas bestias, esculpidas con una precisión escalofriante, no eran meros adornos: representaban a los antepasados de la familia Erenford, guerreros y conquistadores que, en su tiempo, sembraron el terror en el campo de batalla. Más de uno había asegurado que, en las noches sin luna, se podían escuchar susurros y gruñidos en los corredores del castillo, como si las estatuas cobraran vida para seguir protegiendo su legado.
Dentro de esas imponentes murallas se desplegaba un laberinto de pasillos y estancias lujosas, donde cada piedra parecía impregnada de historia. Los grandes salones del castillo eran auténticas obras maestras de la arquitectura, con techos altos sostenidos por vigas de roble negro, enredadas con tallados de criaturas mitológicas que parecían retorcerse entre las sombras. Los muros, adornados con frescos y tapices bordados con hilo de oro y escarlata, relataban las gestas de la familia Erenford con un realismo inquietante: ejércitos masacrados, ciudades en llamas, traiciones urdidas en la penumbra. En medio de la penumbra de esos pasillos, los candelabros de oro proyectaban sombras oscilantes, como si el pasado se resistiera a desvanecerse.
Las mesas de banquetes, largas y robustas, estaban hechas de madera de ébano pulida, y cada una de sus patas estaba esculpida con representaciones de batallas olvidadas. Vajillas de plata y copas de cristal finamente tallado aguardaban en silencio el momento de ser utilizadas en un festín digno de la nobleza. A los costados, enormes chimeneas de tamaños de cavernas con relieves de lobos rugientes daban vida a las salas con su fuego crepitante, llenando el aire con el aroma embriagador de la madera quemada y la resina.
Iván pasaba sus días explorando estos rincones, con la fascinación de quien descubre un mundo completamente nuevo. Aunque su estatura apenas le permitía ver más allá de los bordes de algunas mesas, sus ojos lo absorbían todo con avidez. A veces, se detenía frente a los retratos de sus ancestros, con sus miradas severas atrapadas en el lienzo, y se preguntaba si algún día él también formaría parte de esa historia.
Pero bajo toda esa magnificencia, ocultos a los ojos de la mayoría, se encontraban los pasadizos secretos que serpenteaban como venas ocultas bajo la piel del castillo. Solo aquellos con sangre Erenford conocían su existencia. Caminos subterráneos, oscuros y estrechos, conectaban estancias privadas, torres de vigilancia y hasta túneles de escape que llevaban a los bosques más allá del castillo. Las paredes de esos pasajes susurraban historias de conspiraciones, asesinatos y secretos guardados por generaciones. Se decía que en algunos de ellos aún se podían encontrar rastros de sangre reseca, vestigios de tiempos en los que las traiciones se sellaban con dagas y no con palabras.
Los muros exteriores del Drakonholt Keep no solo eran altos, sino que se erigían como barreras infranqueables. Tres murallas concéntricas, cada una más imponente que la anterior, protegían el corazón del castillo. La primera, de cuarenta metros de altura, estaba fortificada con almenas y plataformas de asedio que permitían lanzar proyectiles sobre cualquier ejército invasor. La segunda, de cuarenta y cinco metros, contaba con torres de vigilancia desde donde los arqueros podían acabar con los intrusos antes de que siquiera alcanzaran los portones principales. Y la última, la más imponente de todas, alcanzaba los cincuenta metros y era prácticamente inexpugnable.
Sobre las torres ondeaban los estandartes de la casa Erenford: un lobo dorado sobre un campo negro con detalles carmesís, sus ojos brillantes con la intensidad de un depredador acechando en la noche. Cada hilo de oro que formaba la imagen del lobo había sido tejido por manos expertas, y el blasón en sí era reconocido y temido en toda la región. No era un simple emblema, sino un recordatorio de que la familia Erenford no perdonaba ni olvidaba.
Así los días transcurrían en un vaivén de momentos de ternura y enseñanzas sutiles. Su madre, siempre atenta, lo llevaba de la mano por los interminables corredores, a través de sus palabras y de los relatos de los sirvientes, aprendía sobre las tradiciones de su linaje y sobre las sombras que acechaban en su historia, enseñándole a reconocer los símbolos de su familia, a leer los gestos de los terratenientes que los visitaban, a escuchar lo que no se decía en las conversaciones. Iván absorbía cada detalle del castillo como si fueran las páginas de un libro antiguo y prohibido.
Pero incluso en la calidez de su nuevo hogar, la oscuridad del mundo exterior no se disipaba del todo. En más de una ocasión, mientras recorría los pasillos, escuchaba murmullos de los sirvientes, conversaciones apagadas pero impregnadas de preocupación. Hablaban de tensiones en las fronteras, de disputas entre los terratenientes, de sombras que se cernían más allá de los muros del castillo. Y aunque él era aún demasiado joven para comprenderlo del todo, sentía que la paz en la que vivía podría no ser eterna.
Y sin embargo, por ahora, eso no importaba.
Por ahora, él era solo Iván, el niño envuelto en el amor de su madre, el niño que exploraba un castillo lleno de maravillas y secretos. Y mientras su pequeña mano se aferraba a la de su madre, mientras sus pasos resonaban en los pasillos de piedra, el futuro seguía siendo un horizonte distante, una historia aún por escribirse.
Actualmente, se encontraban en el suroeste del vasto recinto del castillo, un rincón donde la naturaleza y la arquitectura se fundían en un cuadro de armonía inigualable. El jardín privado, un edén meticulosamente cuidado, se erguía como un santuario de paz en medio de la imponente fortaleza. Sus altos muros de piedra, engalanados con enredaderas que se aferraban con firmeza a la roca, ofrecían la promesa de un resguardo silencioso, un espacio alejado del bullicio de la corte y sus interminables susurros. Sobre estos muros, las hojas de la vid temblaban suavemente con la brisa matutina, dejando caer ocasionalmente pétalos color marfil que se mecían en el aire antes de descansar sobre la hierba esmeralda.
Los senderos de grava blanca se extendían como arterias entre la exuberante vegetación, delineando un paisaje donde cada flor y cada arbusto parecían haber sido dispuestos con una precisión casi obsesiva. Aquí, la fragancia de las rosas trepadoras se mezclaba con el perfume silvestre de las lilas y los azahares, creando un aroma embriagador que flotaba en el aire como un hechizo. A lo largo de los caminos, columnas de mármol sostenían jarrones tallados con escenas de batallas antiguas, en cuyos relieves se podían distinguir guerreros con armaduras resplandecientes, bestias mitológicas y escudos labrados con el emblema de la casa Erenford.
En el corazón del jardín, un estanque de agua cristalina reflejaba con nitidez el cielo pálido de la mañana. Su superficie, apenas perturbada por el ocasional salto de una rana o el aleteo de un insecto, ofrecía un espejo perfecto en el que los árboles inclinaban sus ramas como si se observaran a sí mismos. Peces de colores brillantes se deslizaban bajo el agua, moviendo sus colas en un vaivén hipnótico. En una orilla, una pequeña fuente esculpida en piedra representaba a una mujer con un cántaro de donde brotaba un hilo constante de agua, su sonido como un murmullo eterno que invitaba a la calma.
El jardín no era solo un refugio para los miembros de la familia Erenford, sino también un testimonio de su linaje y historia. En una sección apartada, una serie de estatuas colosales se alzaban con severa majestuosidad. Guerreros de piedra, con rostros de expresión grave y posturas marciales, portaban espadas y lanzas con la solemnidad de quienes en vida habían defendido su casa con sangre y acero. La más imponente de todas mostraba a un hombre de anchos hombros y mirada implacable, su manto de piedra ondeando en un viento invisible. Los relieves en su base narraban, en silencio, la historia de su grandeza, de batallas libradas y victorias conseguidas. Los ojos vacíos de las estatuas parecían observar con juicio a cualquiera que se aventurara en aquel rincón del jardín, como si aún esperaran la llegada de algún enemigo al que enfrentar.
Entre estas maravillas naturales y artísticas, un niño de piernas regordetas y pasos torpes exploraba su mundo con la curiosidad insaciable de la infancia. Sus pequeños zapatos de cuero crujían sobre la grava mientras avanzaba, deteniéndose a cada tanto para tocar con sus diminutos dedos los pétalos aterciopelados de una flor o para seguir con la mirada el lento vuelo de una mariposa. Su madre, La Duquesa Alba Lindmier, caminaba a su lado con una gracia natural, sus ojos iluminados por un afecto genuino mientras le hablaba con voz melodiosa, enseñándole los nombres de las flores, los secretos de las hierbas medicinales y las historias ocultas tras cada estatua.
El niño no siempre prestaba atención con interés, pero su mente absorbía cada palabra, cada dato que su madre compartía con la paciencia de quien moldea algo precioso. A veces, ella se detenía para arrancar con cuidado una flor particularmente hermosa y la colocaba en las pequeñas manos de su hijo, sonriendo con un orgullo que iba más allá de la simple enseñanza. Para ella, cada momento compartido en aquel jardín era un hilo que tejía un lazo más profundo entre ambos, una forma de inculcar en su hijo el amor por la historia de su familia, por la belleza del mundo que algún día gobernaría.
Mientras avanzaban, tres figuras más se sumaron a su caminata. Las niñeras del niño, mujeres jóvenes de rostros amables y vestidos de tonos suaves, lo rodearon con dulces sonrisas y miradas afectuosas. Una de ellas, la más alta y de cabello recogido en un moño, se inclinó para ofrecerle una pequeña manzana recién lavada, su piel rojiza resplandeciendo con las gotas de agua que aún la cubrían. Otra, con mejillas sonrosadas y ojos vivaces, arrancó una flor del camino y se la entregó con un guiño juguetón. El niño aceptó ambos regalos con la indiferencia típica de su edad, más fascinado por una mariquita que trepaba por su dedo que por los obsequios de sus cuidadoras.
El día avanzaba con la misma lentitud placentera del agua en el estanque. Los rayos del sol, aún tibios, se filtraban entre las hojas de los árboles, proyectando sombras danzantes sobre los senderos. Una leve brisa agitó los cabellos de lady Alba, haciendo que algunos mechones escaparan de su elaborado peinado. Por un instante, se detuvo, observando a su hijo con una mezcla de ternura y preocupación velada. En su corazón, sabía que aquel niño, inocente aún, crecería para convertirse en un hombre que cargaría sobre sus hombros el peso del legado Erenford. Que el mundo no sería siempre tan amable como el jardín en el que ahora jugaba.
El niño, ajeno a esos pensamientos, siguió su camino tambaleante entre las flores, con el sonido del agua y las voces suaves de su madre y sus niñeras envolviéndolo en un cálido abrazo de seguridad. En aquel instante, no existían preocupaciones, ni responsabilidades, ni batallas por librar. Solo el presente, con su perfume a rosas y el murmullo eterno del jardín, un refugio donde la infancia aún podía aferrarse al dulce engaño de la paz.
El aire de la tarde se impregnaba con la fragancia embriagadora de las flores en plena floración mientras el sol descendía lentamente por el horizonte, tiñendo el cielo con una paleta de dorados y naranjas que parecían incendiar las nubes. Las hojas de los árboles danzaban con la brisa, susurrando un murmullo casi imperceptible que se entremezclaba con el leve sonido del agua fluyendo en las piscinas del jardín privado. Aquel rincón del castillo era un paraíso en miniatura, un santuario de calma y belleza que parecía ajeno al resto del mundo, donde el tiempo transcurría con una placidez absoluta, lejos de las intrigas y el peso del linaje al que pertenecían.
Las piscinas, de un azul cristalino, reflejaban la luz del atardecer con destellos dorados mientras los peces de vivos colores se deslizaban bajo la superficie con movimientos perezosos, su iridiscencia danzando con cada ondulación del agua. Pequeñas cascadas caían en cortinas finas y constantes, produciendo un sonido armonioso que llenaba el ambiente con una melodía natural, hipnótica y tranquilizadora.
En el borde de una de estas piscinas, rodeado por la suave hierba y los pétalos caídos de los rosales cercanos, el pequeño Ivy se encontraba junto a sus niñeras, sosteniendo en sus diminutas manos un pedazo de pan que desmigajaba con torpeza. Cada vez que un trozo caía al agua, los peces acudían en pequeños torbellinos de movimiento, rompiendo la quietud con chapoteos suaves mientras devoraban la ofrenda. Las risas de las niñeras, dulces y llenas de ternura, acompañaban cada uno de los intentos fallidos del niño por atrapar los reflejos danzantes en el agua, su pequeña mano apenas rozando la superficie antes de que una de ellas, con movimientos ágiles, lo sujetara suavemente para evitar que se inclinara demasiado.
Lady Alba observaba la escena desde unos pasos de distancia, con una sonrisa serena en los labios, sus ojos reflejando un amor incondicional y una devoción absoluta. La luz del sol resaltaba los delicados rasgos de su rostro, mientras la brisa agitaba sus ropas finamente bordadas y el cabello suave que caía como una cascada de plata sobre sus hombros. Su mirada se posaba con dulzura en su hijo, en su pequeña figura que se movía con torpeza infantil, en su risa despreocupada, en la inocencia pura de un niño que aún no conocía la crueldad del mundo más allá de esos muros.
Después de un rato, Lady Alba se acercó con paso elegante y se arrodilló junto a Ivy, recogiendo con delicadeza una flor que flotaba en el agua y colocándola en su pequeña mano.
—Es una flor de loto— murmuró con voz cálida, viendo cómo el niño examinaba la flor con curiosidad, sus ojos grandes y brillantes reflejando la luz dorada del ocaso—. Simboliza pureza y fortaleza, porque aunque sus raíces están en el barro, siempre florece con belleza inmaculada en la superficie del agua.
El niño, aun le costaba comprender bien el idioma de ese mundo, pero pudo entender la mayoría, su voz, su ternura y su gesto quedaron grabados en lo más profundo de su mente, como una sensación cálida y reconfortante que no necesitaba explicación.
Más tarde, el grupo se dirigió a una colina cubierta de hierba, donde una manta bordada con hilos dorados había sido extendida cuidadosamente para el picnic. Sobre ella, platos exquisitos y una selección de dulces y frutas esperaban para ser degustados. Los cocineros del castillo habían preparado todo con esmero, asegurándose de que los alimentos fueran no solo deliciosos, sino también un festín para la vista. Frutas maduras cortadas en formas perfectas, tartas decoradas con crema y pétalos de rosa, panecillos recién horneados cuyo aroma se mezclaba con la brisa floral del jardín.
Iván, aún tambaleante en sus movimientos, se arrastraba sobre la manta con entusiasmo, alcanzando con sus manitas cualquier cosa brillante o colorida que llamara su atención, era curiosidad porque, bueno era pobre en su anterior vida. Su madre reía con suavidad mientras lo ayudaba a probar pequeñas porciones de cada cosa, asegurándose de que disfrutara de la experiencia sin atragantarse. Sus niñeras, siempre atentas, vigilaban cada uno de sus movimientos, listas para intervenir si hacía falta.
Las mariposas revoloteaban a su alrededor, atraídas por el dulce néctar de las flores cercanas. Iván intentaba atraparlas con torpeza, riendo cada vez que una escapaba de su alcance con un aleteo ágil. Su madre lo observaba en silencio, sus ojos suavizándose con una emoción que iba más allá del amor maternal. En su mirada había un matiz de melancolía, un reflejo de los pensamientos que la envolvían en aquel instante.
—Mañana cumplirás tu primer año— murmuró, con voz apenas audible, mientras tomaba a su hijo en brazos y lo acomodaba en su regazo. Su mirada, antes llena de orgullo y ternura, se oscureció con un pensamiento fugaz. Iván, ajeno a las sombras en el corazón de su madre, se acurrucó contra su pecho, disfrutando del calor de su abrazo.
—Mami —susurró con su vocecita infantil, una palabra sencilla pero cargada de significado.
Lady Alba lo abrazó con más fuerza, como si quisiera resguardarlo de todo, como si quisiera detener el tiempo en ese preciso instante, donde su hijo aún era pequeño, aún era suyo, aún estaba lejos de las expectativas y las responsabilidades que inevitablemente recaerían sobre él.
El sol descendió completamente, sumergiendo el mundo en un crepúsculo de sombras y luces doradas. La brisa se tornó más fresca, anunciando la llegada de la noche. Volvieron al castillo, donde las luces de los candelabros parpadeaban en las paredes de piedra, proyectando sombras danzantes mientras los sirvientes se apresuraban a preparar la cena.
Después de una opulenta comida, en la que Iván probó por primera vez pequeñas porciones de platos más elaborados, su madre lo llevó a su habitación. Allí, en la intimidad de la noche, lo bañó con delicadeza en una tina de mármol llena de agua tibia con esencias florales. Sus pequeñas manos chapoteaban en el agua con alegría, mientras Lady Alba le dedicaba sonrisas y susurros llenos de amor.
Una vez listo para dormir, lo acunó en su regazo y le leyó un cuento con voz suave, su tono envolvente y rítmico arrullándolo hasta que sus parpadeos se hicieron más lentos y su respiración más pausada. Cuando finalmente cerró los ojos, ella lo besó en la frente y lo arropó con cuidado, quedándose un instante más junto a él, velando su sueño.
En la mañana de su primer cumpleaños, Iván despertó con la luz dorada del sol filtrándose a través de las cortinas de seda que cubrían los ventanales de su habitación. La calidez matutina se posaba sobre las finas alfombras y los muebles tallados con esmero, proyectando sombras alargadas sobre las paredes decoradas con tapices de escenas épicas de la historia de la Casa Erenford. El aire estaba impregnado con el dulce aroma de flores frescas, dispuestas estratégicamente en jarrones de porcelana por las sirvientas, quienes se movían con presteza y reverencia, preparando el día especial del joven heredero.
Más allá de la habitación, el castillo entero bullía de actividad. El sonido de la música y las risas resonaba por los pasillos, mientras los sirvientes se apresuraban a organizar la fastuosa celebración. Los cocineros trabajaban con esmero en la cocina principal, donde el crepitar de la leña y el aroma de especias y carnes asadas llenaban el ambiente con promesas de un banquete digno de la nobleza. En los jardines, las mesas eran adornadas con manteles bordados a mano, y decenas de estandartes con los colores de la Casa Erenford –rojo, negro y dorado– ondeaban al viento, marcando la importancia del evento.
Iván, aún pequeño pero con la conciencia de un alma vieja atrapada en un cuerpo infantil, observaba el despliegue con una mezcla de asombro y escepticismo. Su madre entró en la habitación con su usual elegancia, vestida con un exquisito vestido de terciopelo azul marino que resaltaba la intensidad de sus ojos. Se acercó con una sonrisa dulce y se inclinó hacia él, su aroma a lavanda y almizcle envolviéndolo en una sensación de seguridad que le resultaba casi irreal, demasiado cálida, demasiado distante de la vida que una vez conoció como Álex.
Con delicadeza, lo vistió con ropas confeccionadas especialmente para la ocasión. Un atuendo de finas telas adornadas con bordados dorados que representaban la cabeza de un lobo, el símbolo ancestral de su linaje. La suavidad de la tela contrastaba con la aspereza de la vida pasada de Álex, en la que la ropa que llevaba era solo la que podía conseguir, desgastada, sucia, sin significado más allá de cubrir su piel. Ahora, cada hilo de su vestimenta reflejaba poder y estatus, algo que aún no terminaba de asimilar.
Con un gesto cariñoso, Lady Alba colocó sobre su pequeño pecho un broche de oro con la misma insignia del lobo, un detalle que hacía que los sirvientes a su alrededor intercambiaran miradas de respeto y admiración. A pesar de su corta edad, Iván entendía lo que aquello significaba: no era solo un símbolo, era un recordatorio de que pertenecía a una familia poderosa, de que su destino ya estaba trazado.
La celebración comenzó con un esplendor que solo la nobleza podía permitirse. Desde el balcón principal, los heraldos anunciaron el primer año de vida del joven señor, mientras la multitud reunida en los patios aplaudía y vitoreaba su nombre. Iván, sostenido por su madre, observaba con ojos inquisitivos a los rostros sonrientes y aduladores. Un año de vida y ya era el centro de una devoción que nunca conoció en su existencia anterior.
Los festines se extendieron a lo largo del día. Platos rebosantes de carnes especiadas, panes recién horneados, frutas de tierras lejanas y dulces preparados con esmero eran ofrecidos en largas mesas decoradas con vajilla de plata y copas de cristal tallado. Bufones, músicos y acróbatas entretuvieron a los asistentes con un despliegue de talento que mantenía la celebración vibrante.
La tarde se teñía de tonos ámbar y carmesí mientras el sol descendía lentamente en el horizonte, derramando su luz dorada sobre las imponentes torres de la fortaleza. Las sombras se alargaban sobre los jardines, y la brisa vespertina traía consigo el aroma fresco de la tierra y las flores. En el interior de uno de los salones ricamente decorados, donde los tapices de hilos dorados y escarlatas narraban gestas de héroes pasados, lady Alba se encontraba sentada en un sillón junto al ventanal, con su hijo Iván en el regazo.
Lo acunaba con delicadeza, su tacto ligero como la pluma de un cisne. Sus manos, suaves y cálidas, recorrían la diminuta espalda del niño en lentos movimientos rítmicos, transmitiendo un afecto tan genuino que resultaba casi asfixiante para el verdadero ser atrapado en ese diminuto cuerpo. La voz de la mujer flotaba en el aire con la dulzura de una canción de cuna, envolviendo la estancia con palabras impregnadas de nostalgia y admiración. Hablaba de su difunto esposo, el Duque Kenneth, con una reverencia solemne, relatando su valentía en el campo de batalla, su inflexible sentido de la justicia y el amor incondicional que había tenido por su familia.
Iván –o mejor dicho, Álex, la mente atrapada en aquel cuerpo infantil– escuchaba en silencio, su expresión inocente e imperturbable, pero su interior se retorcía con un torbellino de pensamientos contradictorios. Para él, un padre no era más que un espectro borroso en su memoria. En su vida anterior, ese concepto había sido un lujo que nunca pudo permitirse. Creció en un mundo donde las figuras paternas se manifestaban en golpes y órdenes gritadas entre dientes, en promesas vacías y ausencias prolongadas. Ahora, en esta nueva vida, se esperaba que sintiera orgullo por un hombre que jamás conoció, que aceptara sin cuestionar un legado que no era suyo.
Los invitados en el gran salón continuaban con sus conversaciones animadas, y las carcajadas resonaban en la estancia como un eco de tiempos felices. Se compartían relatos de guerra, anécdotas de la fortaleza y recuerdos de tiempos en los que el duque aún cabalgaba al frente de sus tropas. Mientras tanto, Iván permanecía en brazos de su madre, sintiendo su calidez envolviéndolo como un escudo protector. Su fragancia, una mezcla de lavanda y especias suaves, le resultaba extrañamente reconfortante.
El banquete continuó hasta que la noche reclamó su dominio sobre el cielo, alcanzó su punto culminante. Una enorme tarta, decorada con crema y frutas exóticas, fue presentada ante la multitud. Iván, con sus pequeños pasos tambaleantes, se acercó a la mesa, su madre observándolo con ojos brillantes de orgullo. Sus diminutas manos se extendieron hacia ella, y Lady Alba lo acogió en un abrazo protector, envolviéndolo con su calidez, con un amor que Álex jamás había experimentado.
Las velas titilaban en los candelabros de plata, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra y los altos vitrales. Cuando las festividades llegaron a su fin, lady Alba tomó a Iván en brazos y lo llevó de regreso a los aposentos privados de la familia ducal. Sus pasos resonaban suavemente en los pasillos alfombrados, el sonido amortiguado por el lujo que los rodeaba.
La habitación de la duquesa era una obra de arte en sí misma. Las paredes estaban adornadas con tapices bordados en hilos dorados, representando escenas de la historia del ducado. Un enorme dosel de seda carmesí cubría la majestuosa cama, cuyas sábanas eran más suaves que cualquier cosa que Álex hubiese sentido en su vida pasada. El ambiente era cálido, iluminado por una chimenea crepitante que esparcía un resplandor anaranjado por toda la estancia.
Lady Alba depositó con ternura a Iván sobre el lecho, y con manos delicadas comenzó a despojarlo de sus pequeños zapatos y la ropa de gala que había llevado durante la celebración. Cada prenda retirada revelaba la suave piel del infante, todavía pegajosa por los dulces consumidos durante la festividad. Con una paciencia infinita, la mujer mojó un paño en un cuenco de agua tibia y comenzó a limpiarlo con suaves movimientos circulares, retirando los restos pegajosos de azúcar y miel de sus mejillas, sus pequeñas manos y su cuello.
El contacto era delicado, casi reverencial. Sus movimientos transmitían un amor puro y protector, algo que Álex nunca había experimentado de manera genuina en su vida anterior. Cerró los ojos por un momento, permitiéndose sentir esa sensación tan ajena y extraña. Era un calor diferente al de las noches en su antigua vida, cuando se acurrucaba bajo mantas raídas en una esquina húmeda, esperando que la puerta no se abriera para recibir otra tanda de golpes o insultos.
Una vez que terminó de limpiarlo, lady Alba lo vistió con una pijama de lino fino, tan ligera y cómoda que apenas se sentía sobre su piel. Luego, sin prisa, se deslizó bajo las sábanas junto a él, envolviéndolo en su abrazo. Sus brazos eran un refugio seguro, su respiración tranquila y constante, como un arrullo silencioso que invitaba al sueño.
Iván permaneció inmóvil en su regazo, con la mirada fija en las sombras que danzaban en el techo. La sensación de seguridad era abrumadora, casi irreal. En su vida anterior, nadie jamás lo había sostenido de esa manera, nadie había cantado para él ni le había susurrado palabras de consuelo antes de dormir. El contraste era tan marcado que resultaba desconcertante.
Afuera, el viento ululaba con un tono melancólico, filtrándose entre las torres de la imponente fortaleza. Las gruesas paredes de piedra apenas dejaban pasar el eco distante de la tormenta que se gestaba en el horizonte, como un presagio de que, en algún momento, la paz que envolvía aquella habitación terminaría por desmoronarse. Dentro, la suave luz de las lámparas de aceite proyectaba sombras oscilantes en los tapices bordados con la historia de una familia noble, una familia a la que ahora él pertenecía, aunque su alma no dejara de sentirse ajena a todo aquello.
Iván, o más bien, el espíritu de Alex atrapado en ese frágil cuerpo infantil, no podía ignorar la extraña dualidad que lo consumía. Sus diminutas manos, incapaces aún de sostener un arma o de trabajar hasta el agotamiento, yacían inmóviles sobre el delicado tejido del camisón de su madre. Su diminuto pecho subía y bajaba con respiraciones pausadas, pero su mente era un torbellino de pensamientos inquietantes. Cada caricia que ella le otorgaba, cada beso depositado en su frente, lo sumía en una confusión asfixiante.
Era real. Todo era real. Su piel sentía la calidez de aquella mujer, su oído captaba el temblor en su voz cargada de emoción, su olfato se llenaba del perfume tenue que desprendía su cabello suelto. Era su madre. No una jefa despiadada, no una figura distante e indiferente. No una mujer que lo miraba con desprecio o lo ignoraba mientras él se desgastaba día tras día en una vida miserable. No. Esta mujer lo sostenía como si fuera un tesoro, como si realmente lo amara, como si su existencia significara algo.
Pero Alex… Iván… él sabía demasiado bien cómo funcionaba el mundo. La gente decía amar, decía proteger, prometía estar siempre allí. Pero todo era efímero. Todo era frágil. Todo podía romperse con un solo error. Él mismo lo había vivido.
—Mi querido Iván… —susurró la duquesa, su voz cargada de ternura y devoción. Sus labios rozaron su frente en un beso suave, casi reverencial. Sus brazos lo rodearon con un amor que, por primera vez en toda su existencia, no parecía condicionado a nada. No era una recompensa por obediencia ni un acto de conveniencia.
Iván tragó saliva con dificultad. No podía evitar sentir que algo en su interior se quebraba con cada gesto de aquella mujer. Quería creer, quería aferrarse a la calidez de su abrazo, pero el eco de su antigua vida no le permitía bajar la guardia. En su mente, las sombras de un pasado cruel se entrelazaban con la luz de su nuevo presente, creando una telaraña de pensamientos contradictorios.
Antes, el amor era un lujo inalcanzable. El hambre, el dolor, el miedo, la desesperación… eso era lo que conocía. La vida no le había ofrecido más que manos ásperas empujándolo, voces roncas exigiéndole más, ojos fríos viéndolo como un simple engranaje en la maquinaria de la violencia. Y ahora, de repente, estaba ahí, en un lecho de sábanas suaves, con una mujer que lo abrazaba como si él fuera lo más importante en su mundo.
Las palabras de su madre resonaron en la habitación, como un juramento solemne.
—Hoy marca el comienzo de un nuevo viaje para ambos. Como tu madre, prometo guiarte, protegerte y amarte siempre.
Sus dedos recorrieron su cabello con una suavidad que él no recordaba haber sentido jamás. No pudo evitar cerrar los ojos ante la calidez de ese gesto, pero una punzada de escepticismo se instaló en su pecho.
Las promesas… las promesas eran aire. Palabras hermosas que podían desmoronarse en cualquier momento. Él lo sabía mejor que nadie.
Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo, aún con la mente en conflicto, cedió. Se acurrucó más contra la mujer, no por convicción, sino porque el cansancio lo estaba venciendo. Su nueva vida, su nuevo cuerpo, su nueva madre… todo era demasiado. Demasiado abrumador, demasiado desconocido.
Mientras el sueño comenzaba a arrastrarlo hacia un abismo oscuro y sin forma, su subconsciente evocó imágenes de su vida anterior. Calles sucias, manos ensangrentadas, noches enteras sin poder dormir por el miedo a recibir un castigo, el olor a pólvora impregnado en su piel, el peso de una pistola fría en sus manos demasiado pequeñas.
Y luego, en un parpadeo, todo desapareció. La violencia, el hambre, la desesperación.
Solo quedaba la calidez de un abrazo.
Pero, ¿por cuánto tiempo?