LXXXIV

Para Garrick Halvarsson, el primer día de la campaña fue una mezcla venenosa de victoria y frustración, de gloria anticipada y amarga resistencia. A primeras horas de la mañana, mientras las nubes aún se aferraban a las cimas de las montañas como harapos de los dioses, el avance fue rápido, casi glorioso. Las tropas marchaban con disciplina impecable, sus estandartes ondeando con orgullo en el viento frío de las cumbres de Karador, los tambores marcando el paso de los titanes de acero que conformaban las legiones de hierro zusianas. El terreno era empedrado, irregular y mortalmente empinado, pero sus hombres, endurecidos por años de guerra y/o por su entrenamiento, no flaqueaban.

En esas primeras horas, Garrick tomó por asalto cuatro fortalezas de montaña.Grandes Bastiones tallados en piedra viva, defendidos por milicianos veteranos, curtidos por décadas de escaramuzas y guerras de frontera. Resistieron con el salvajismo que solo los montañeses pueden ofrecer, lanzando aceite hirviendo, rocas, virotes desde escorpiones y balistas montadas, jabalinas lanzadas desde los muros. Pero la artillería zusiana cambió el juego.

Había traído consigo cuarenta piezas de artillería, cañones de bronce, colosales, poderosos, casi míticos en su potencia. Obsequio directo de Su Gracia Iván, armas que rugían como dragones de metal. Eran pesadas, difíciles de mover en la montaña, pero cuando se posicionaban, el estruendo de su disparo sacudía las laderas. No había muralla que resistiera tres disparos. Las piedras estallaban, los muros temblaban, las almas se quebraban con el estruendo. Cada disparo parecía arrancar un pedazo de la cordillera misma. Era una fuerza que Garrick nunca había imaginado controlar. Sin embargo, a pesar de su letalidad, eran bestias indómitas: asustaban a los caballos, a los hombres, incluso a los más duros. A su parecer, eran mejores para asedios prolongados que para una batalla abierta. Tal vez si se usaban en una descarga rápida antes de lanzar un asalto, podrían romper formaciones y sembrar caos. Pero en esas montañas, con caminos tan angostos y escarpados, no podía desplegarlos con efectividad.

Aun así, el avance fue bueno. Se adentró en Karador con velocidad, cuidando con esmero la integridad del tren de suministros. Protegía a los animales como si fueran soldados. Mantenía un equilibrio férreo: avanzar rápido, sin comprometer la logística. Pero entonces vino el primer gran golpe de la su frente.

Al adentrarse en un angosto corredor, una emboscada cayó sobre él como un hacha en la noche. Miles de jinetes ligeros thaekianos, como espectros surgidos de entre las sombras de las rocas, atacaron con ferocidad demoníaca. Respondio rápido, lanzó a cinco mil jinetes ligeros en persecución. Pero lo que esperaba fuera una escaramuza se convirtió en una masacre. Los thaekianos se movilizaron eran letales, su agresividad, devastadora. Sus propios jinetes fueron despedazados, y aunque los thaekianos pagaron caro, llevándose tres o cuatro veces más bajas que las que infligieron, Garrick maldijo la pérdida como una puñalada a su orgullo. No le dolían los números: le dolía el golpe táctico, el retraso, el mensaje.

Y entonces llegaron al Paso de Dranthvar. Y allí todo se desmoronó.

Dranthvar era un maldito laberinto infernal. Más de un centenar de pasos, cuellos de botella, caminos tan estrechos que solo podían pasar tres hombres a la vez. Otros, lo suficientemente anchos para el paso de miles, pero imposibles de usar con artillería o caballería pesada. Y al mando de la defensa estaban dos nombres que pronto se grabarían con fuego en la mente de Garrick: Ilsa von Vehlendorf y Erich Nachtwehr. Los Gemelos de Hierro.

Ilsa era una maldita fiera. Inspiraba a sus tropas con gritos de furia, presencia inquebrantable, y una sed de combate casi religiosa. Comandaba junto a la Compañía de La Furia Carmesí, una banda de mercenarios temida en todo el continente. Su líder, Agram Vel'Carth, el llamado Estandarte Viviente, era una figura envuelta en mitología: cabalgaba con una capa hecha de piel humana y portaba un estandarte empapado en la sangre de cientos de enemigos. Cada uno de sus hombres era un veterano de al menos veinte campañas, curtidos, locos, adictos al caos. No luchaban por dinero, no realmente; luchaban por matar. Su carga era como el rugido de un dios furioso: rápida, brutal, imparable. Eran asesinos, fanáticos, bestias de guerra.

Garrick intentó todo. Lanzó a sus 60,000 Inmortales del Norte, su guardia personal. Incluso desplegó sus cañones de órgano, que escupían fuego y metralla como si fueran lenguas del infierno. Pero no fue suficiente. Abrió algunos pasos, sí, pero cada cuello de botella era una trampa, un infierno compacto donde los hombres morían ahogados en su propia sangre. Cada victoria costaba una montaña de cadáveres.

El terreno maldito lo obligó a dividir su ejército. No podía concentrar fuerza. Los 237 pasos identificados lo obligaban a una guerra fragmentada, a desplegar a sus hombres como agua derramada entre rocas. Separó a su ejército en tres grandes alas: izquierda, centro y derecha. Además, dividió sus fuerzas en legiones de hierro. Su ejército contaba con 18,408,000 legionarios zusianos, organizados en 46 legiones, cada una con 398,000 soldados. Era una fuerza colosal. Una máquina de guerra perfecta. Pero inútil si no podía aprovechar su fuerza.

Y frente a él, los Gemelos de Hierro. Erich Nachtwehr, el estratega frío, calculador, con fama de vencer enemigas diez veces superiores. Un titán con el cerebro de un ajedrecista. Ilsa, su contraparte brutal, pasión hecha carne, la lanza que perforaba cuando Erich señalaba. Ambos ocupaban el séptimo lugar en la jerarquía de generales del Marqueseado de Thaekar, y aunque Garrick conocía sus nombres, sabía poco de sus métodos, de sus debilidades. Y ellos tampoco sabían cómo peleaba él.

Garrick Halvarsson. El Azote del Norte. El lobo que nunca se dejó domesticar. El mismo que fue traicionado por su propio conde, un cobarde arrodillado que entregó Dravenfjord sin un solo combate al Marqueseado de Icaveviel. Doce años. Doce malditos años de guerras, de campañas ganadas con sangre y acero. Doce años de victorias obtenidas entre pantanos, laderas congeladas y pasos imposibles, todo para que su señor besara el suelo como un perro ante sus enemigos. Y él… él jamás lo aceptó. No se arrodilló. No firmó tratados. No pidió clemencia. Fue condenado, maldecido por su gente y sus aliados, exiliado por traición cuando la verdadera traición fue contra él y contra todo lo que representaba. Se fue. Se largó con la cabeza en alto y escoltado por noventa mil hombres que prefirieron seguirlo al exilio antes que vivir bajo la vergüenza de una rendición.

Durante años vagaron, comiendo lo que podían, durmiendo donde hubiera sombra o techo, matando por monedas cuando era necesario. Vivieron como perros salvajes, pero nunca dejaron de entrenar, de formarse, de endurecerse. Se convirtieron en un ejército de sombras, una fuerza de combate sin bandera, sin lealtades, solo guiados por el hombre que nunca se rindió. Y entonces, once años despues de su exilio, llegó la oportunidad. El Ducado de Zusian lanzó su llamado: una convocatoria abierta para cualquier talento marcial o estrategico que jurara lealtad al ducado. Necesitaban generales, líderes, guerreros, soldados. Garrick acudió, sin titubeos. Fue el último en ser aceptado entre los diez grandes generales del ducado, el décimo, el forastero, el que nadie quería en un principio. Pero les bastó verlo en el campo una sola vez para entender que era valioso. Que era necesario.

Le entregaron ejércitos. Diez legiones para entrenar a su manera. Legiones de Hierro que con el tiempo se convirtieron en sus Legiones de Hierro. Legionarios, endurecidos, formados bajo el fuego, entrenados con una brutalidad casi inhumana. Y ahora, después de todo, allí estaba, ante su mayor prueba desde que dejo su hogar.

Sus enemigos no eran pocos ni mediocres. Quince millones cinco mil soldados. Once millones quinientos cinco mil de los Batallones de Plata del Marqueseado de Thaekar, una fuerza organizada, disciplinada, bien armada, y veterana. A ellos se sumaban tres millones y medio de jinetes de la Furia Carmesí, los asesinos montados de Agram Vel'Carth. Esos bastardos no conocían el miedo. Montaban bestias como si fueran extensiones de su cuerpo, y atacaban como si cada carga fuera su último aliento, dejando tras de sí llanuras cubiertas de cuerpos abiertos. En papel, él tenía la ventaja. Dieciocho millones cuatrocientos ocho mil legionarios zusianos. Cuarenta y seis legiones. Pero los pasos montañosos de Dranthvar no permitían movimientos amplios. Cuellos de botella, caminos tan estrechos como la garganta de una serpiente, otros apenas lo bastante anchos para pasar en fila de a cinco. Había zonas donde ni los cañones podían maniobrar, donde los caballos resbalaban y morían rodando por barrancos. El terreno anulaba su número, mataba su ventaja. Sus legiones estaban atrapadas en una telaraña de piedra, obligadas a dividirse en alas y columnas, expuestas al asalto de enemigos que habia tenido tiempo para explorar el terreno.

—¿Qué haces aquí parado? —gruñó una voz a su izquieda, cortante como una lanza al costado—. ¿No se supone que como general tienes que estar planeando nuestros movimientos?

Torvald Ismarkson. De complexión atlética, ojos morados como cristales bajo tormenta, y cabello rubio oscuro. Joven, de rostro marcado por la seriedad, pero en su interior hervía una confianza temeraria. Era fuerte, no solo en músculo, sino en presencia y una mente prodigiosa. Era su mano izquierda. Su sombra crítica.

Garrick giró su caballo, un enorme corcel blanco de guerra que relinchó con furia. Lo miró desde lo alto, como si fuera un dios ofendido.

—¿Y no se supone que quien es una de mis manos debe callarse y esperar mis órdenes?

Torvald arqueó una ceja, sonrió apenas con arrogancia.

—Soy tu mano porque no quise servir a ningún otro general de Dravenfjord. Y porque, aunque seas un bastardo arrogante, eres decente en tu trabajo.

—¿Decente? —la palabra salió de la boca de Garrick como un escupitajo—. ¿Sabes que nunca he perdido una guerra contra ningún enemigo? Ni contra los norvadianos, ni contra ningún ejército invasor, ni siquiera en inferioridad. Has estado conmigo en esas batallas. Lo has visto.

Antes de que Torvald pudiera responder, una figura se movió rápidamente, con la fuerza de una tormenta. Eirik Jarnson, su mano derecha, se acercó y sin dudar soltó un manotazo seco en la parte trasera del cráneo de Torvald, que apenas pudo esquivarlo.

Eirik era imponente. Alto, de espalda ancha, con la barba recortada y el cabello negro recogido en una coleta apretada. Sus ojos eran grises, casi sin vida, como metal pulido, y su expresión transmitía tanto autoridad como respeto. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, pesaba.

—¿Qué es eso de dudar, eh? —espetó Eirik con voz ronca, vibrante de autoridad, esa clase de tono que no admitía réplica ni excusas—. Maldito imbécil. Estamos en nuestra primera gran guerra como parte del Ducado de Zusian, y tú ahí, jodiendo con sarcasmos como si estuviéramos en una taberna apestosa. Garrick es uno de los diez generales de Zusian. Este es nuestro hogar ahora, no lo olvides. Aquí ya no hay lugar para dudas, ni para jugar a ser el soldadito insolente. O entiendes eso, o terminarás muerto sin siquiera saber cómo.

Torvald apretó los labios, pero no dijo nada. Su mandíbula tembló, como si las palabras se le agolparan por salir, pero se las tragó, con orgullo herido pero intacto. No era miedo lo que lo detenía. Era respeto. Torvald era arrogante, joven, temperamental, pero no era estúpido. Sabía cuándo hablar y cuándo quedarse callado. Sabía también que Eirik no hablaba por hablar. Cuando ese hombre levantaba la voz, era porque había guerra real en el aire.

Garrick no dijo palabra. No hizo falta. Mientras la discusión moría en silencio, su mirada seguía clavada en el horizonte, firme como si la montaña misma la sostuviera. Allá, en las faldas de las laderas que bajaban del Paso de Dranthvar, podía ver cómo sus hombres se organizaban. La disciplina del ejército zusiano era asombrosa, casi inhumana. Cada formación se movía como si fuera parte de un solo cuerpo: un solo corazón, una sola respiración, una sola voluntad de acero. Era una danza silenciosa de muerte y orden.

Observó a los cuadros de infantería formarse. Escuadrones de arqueros y ballesteros tomaban posiciones. Más allá, la infantería pesada, verdaderas murallas humanas, marchaba al compás de los tambores de guerra: portaban escudos de torre casi del tamaño de un hombre, cubiertos de acero y grabados con símbolos del ducado, y portaban alabardas tan largas como un mástil de barco. Sus armaduras crujían con cada paso, pero no había vacilación en su avance.

A su lado, la infantería media, hombres endurecidos. Llevaban hachas de petos de filo ancho y escudos largos en forma de cometa, algunos con muescas, otros salpicados con la sangre seca de las guerras pasadas. Eran la columna vertebral de sus legiones: resistentes, versátiles, tenaces. Por delante de ellos, se deslizaba la infantería ligera, hombres ágiles que portaban partesanas afiladas como lengua de serpiente y escudos redondos de madera reforzada, pintados de negro y rojo. Eran los más rápidos, los que se enviaban a la vanguardia, los que cazaban exploradores, los que entraban en combate cuerpo a cuerpo sin dudar.

La caballería, en cambio, era un problema. El terreno no permitía un uso extensivo de sus divisiones montadas. Las sendas eran demasiado estrechas, irregulares, peligrosas. Así que la había dividido en pequeñas unidades dispersas, escuadras que actuaban como lanzas móviles, listas para entrar, hostigar y retroceder. Un uso táctico, no frontal. Una decepción para muchos de sus hombres montados, pero una necesidad estratégica.

—Y bien, Garrick… ¿qué vamos a hacer? —preguntó Eirik con tono bajo, como si supiera ya la respuesta pero necesitara oírla de boca del general.

Garrick siguió observando a sus tropas un instante más. Luego, con una calma absoluta, giró ligeramente el rostro y respondió:

—Haremos lo de los viejos tiempos… —dijo con voz ronca, como si recordara una época cubierta de sangre y gloria—. Vamos a cargar con todo. Vamos a avanzar como una tormenta de acero y matar a todo lo que respire hasta que ya no quede nadie en pie.

Lo dijo sin emoción, sin levantar la voz. Como si hablara del clima o del estado de los caminos. Pero su tono estaba cargado de una violencia ancestral, como si con cada palabra arrastrara tras de sí un alud de fuego y muerte. Torvald y Eirik se lo quedaron viendo, en silencio. Sabían que Garrick no bromeaba… o tal vez sí. A veces era difícil saber cuándo hablaba en serio y cuándo simplemente se burlaba del mundo.

—Felicidades, Torvald —añadió Garrick con una mueca apenas perceptible en el rostro—. Te daré el honor de la primera sangre.

Torvald lo miró, incrédulo. Luego miró a Eirik, que simplemente resopló por la nariz, como si lo compadeciera.

—¿En… en serio ese es tu plan? —balbuceó Torvald con una mezcla de desconcierto y resignación.

—Sí —respondió Garrick con tranquilidad, clavando su mirada en el joven—. Ahora ve y reúne una buena caballería. Quiero que los jinetes tengan las lanzas listas y los estandartes desplegados. Que las primeras cargas vayan con fuerza suficiente para abrir los flancos y causar pánico.

Torvald abrió la boca, como para decir algo más, pero Garrick no lo dejó.

—No, la verdad no tengo un plan —respondió Garrick con una sonrisa torcida, encogiéndose de hombros como si acabara de lanzar una de sus tantas bromas oscuras. Su voz era seca, como el filo de una cuchilla sin afilar, pero con ese dejo de cinismo que solo los verdaderos veteranos de mil guerras sabían cargar con naturalidad—. Pero supuse que querías un poco de sangre, Torvald. Y bueno… no me gusta decepcionar a mis queridos amigos.

Torvald lo miró largo rato, con la mandíbula apretada y el entrecejo fruncido, como si tratara de leerle el alma. Sus ojos púrpura brillaban con un matiz entre furia contenida y una chispa de admiración. Finalmente, bajó la mirada, resoplando con resignación.

Eirik soltó una risa corta, seca, áspera, casi como un gruñido.

—Estás completamente loco —murmuró, sin reproche, más como quien confirma algo que ya sabía desde hacía años.

—No —replicó Garrick, volviendo a mirar hacia el horizonte, donde la niebla comenzaba a disiparse, revelando el sonido de los pasos enemigos agolpándo el suelo roncoso—. Estoy aburrido. Y si no hacemos algo pronto, esa montaña nos va a tragar vivos. Así que... o morimos como cerdos de corral, o matamos como las bestias que realmente somos.

—Por favor, no hagas esas putas bromas —murmuró Torvald, pasándose una mano por la cara, cansado—. Pensé que me habían mandado a matar.

—¿Y cómo lo haría? —le respondió Garrick con una media sonrisa, mirándolo de reojo—. Te amo demasiado para eso.

—Dioses... eso sonó muy real. Ya dinos qué haremos, antes de que me largue yo solo con mi hacha a la garganta del enemigo —espetó Torvald, sacudiendo la cabeza mientras refunfuñaba por lo bajo.

Garrick guardó silencio un momento. Su expresión se endureció. Sus ojos se clavaron en el terreno, en la disposición de sus tropas, en la topografía dificil que tania ante el. Su mente comenzaba a girar como una rueda aceitada por años de matanzas, victorias y huidas.

—Somos un punto clave —comenzó con voz baja, firme, como quien explica el borde de una cuchilla antes de clavarla—. Tanto nosotros como los que tenemos enfrente. A nuestra derecha está Roderic. A la izquierda, está el centro del combate: Su Gracia enfrentándose al general en jefe enemigo. Esa sera la carnicería principal. Nosotros no podremos auxiliarlos. Ellos no podrán auxiliarnos a nosotros. El terreno lo impide. Colinas abruptas, barrancos. Nadie va a venir a salvarnos si las cosas salen mal. Pero si ganamos aquí… si los hacemos retroceder, si los empujamos aunque sea cien metros hacia atrás… entonces convertiremos el ala norte en una pinza. Una trampa. Cerraremos el puño y les aplastaremos el centro, y el franco.

Torvald y Eirik intercambiaron miradas. Ya no había bromas. Ya no había burlas. Solo estrategia. Solo guerra.

—Mantendremos un avance lento, metódico —continuó Garrick—. Nada de cargas suicidas. Avanzamos como una muralla viva. La infantería pesada irá al frente. Atrás, los arqueros y ballesteros deben avanzar protegidos, en escalones. Nada de correr. Nos detenemos cada cierto trecho para mantener un avance coordinado.

—¿Y la caballería? —preguntó Eirik, cruzando los brazos.

—Úsenla como enjambres. En vez de grandes cargas, hagan escaramuzas. Docientos o trecientos jinetes. Entren por los costados, quiebren lineas, ataquen los flancos sin avisar.

—¿Y si los flancos ceden? —preguntó Torvald.

—Entonces improvisamos. Pero antes de eso, tú, Eirik, vas a encargarte de nuestra ala derecha. Quiero disciplina, quiero orden, y si ves un estandarte enemigo… derríbalo. Si hay un general enemigo, y puedes matarlo sin sacrificarte tú ni tus hombres, lo haces. Pero si no, no te conviertas en mártir.

Eirik asintió, con expresión severa.

—Torvald —continuó Garrick—, tú vas a tomar la izquierda. Sé que te gusta actuar con fuego, con bravura, con impulsividad. Esta vez, quiero que controles ese fuego. Úsalo para infundir miedo, no para descontrolarte. Haz creer al enemigo que eres impredecible, pero que tus hombres son inquebrantables. Que cada avance tuyo sea una amenaza, pero también una trampa.

—¿Y tú qué harás mientras tanto? —preguntó Eirik.

—Yo… yo estaré en el centro —repitió Garrick, su voz grave, dura como piedra desgastada por la guerra—. Mantendré la línea. No dejaré que se rompa esta columna vertebral. Si uno de ustedes cae, yo me moveré. Si ambos caen… bueno, entonces confiaré en que alguno de mis bastardos sepa empuñar una lanza con algo más de gracia que la que les heredé.

Torvald, aún sobre su caballo, alzó una ceja con confusión que se mezclaba con algo de burla.

—¿Hijos? ¿Tienes hijos? —preguntó, sin ocultar su incredulidad.

—Tal vez. —Garrick soltó una risa seca, áspera como hierro arrastrándose por piedra—. He sido generoso con mis amantes, en todos los rincones donde la guerra me llevó. Muchas mujeres me han amado, o al menos han amado mi fuerza, mi nombre, o mi paga. Tal vez me recuerdan con asco o con ternura, no lo sé. Pero he sembrado suficientes semillas como para que el mundo ya tenga pequeños Halvarsson por ahí... maldiciendo a los dioses o buscando pleitos en alguna taberna.

Eirik resopló con una media sonrisa, cansado de oír las bravuconadas de su comandante, pero incapaz de negar que le divertían.

—Ahora, ya fuera de bromas, preparense los dos —el tono de Garrick, se endurecio volviendose mas hierro que voz—. Las trompetas enemigas ya suenan. Es obvio que se están moviendo. Esto no será un choque rápido, será una masacre lenta, una batalla larga y estancada, y quiero a cada soldado nuestro en posición antes de que ese infierno comience a tragar hombres.

Torvald giró su caballo en un solo y elegante movimiento, haciendo crujir el cuero del arnés bajo la tensión de sus manos enguantadas. La armadura le rechinaba ligeramente, y el sol de la mañana, aún pálido pero creciente, rebotaba sobre el acero pulido de su peto. Antes de marcharse, sin embargo, se detuvo, volviendo ligeramente el rostro por sobre el hombro. En sus labios se dibujó una media sonrisa torcida, una mueca que intentaba ser burlona, pero que dejaba entrever una tensión apenas contenida, como una cuerda de arco a punto de romperse.

—Sabes… tu puto sentido del humor me hace preguntarme cómo carajos es que a veces puedes ser tan serio, tan centrado… incluso llegar a parecer un maldito general decente.

Garrick no desvió la mirada del horizonte. Su vista fija en donde venia el ruido de las formaciones enemigas, el peso del acero, de los pasos, de los hombres.

—Yo a veces me pregunto por qué carajos te elegí como mi mano izquierda si eres como un dolor de huevos constante —respondió con voz ronca, sin girarse, como si hablara con un eco de su propia conciencia.

Torvald soltó una risita burlona.

—Bueno… probablemente porque soy bueno en lo que hago. Porque me necesitas, aunque nunca lo admitas en voz alta —dijo con una sonrisa ladeada, casi infantil, como si desafiara a Garrick a negarlo.

Garrick levantó la mano derecha, con la palma hacia abajo, y la sacudió lentamente de lado a lado, como dando a entender que su comentario estaba "más o menos" en lo cierto. No respondió con palabras, solo bufó por la nariz.

Torvald resopló, divertido, pero también con ese dejo de nerviosismo que precede a una batalla que sabes puede ser la última.

Entonces Garrick se volvió por completo, deteniendo su caballo justo frente a Torvald. Eirik también se aproximó, aún en silencio, como si intuyera que algo más importante que las órdenes estaba por suceder. Garrick bajó la mirada por un momento a sus manos, enfundadas en guanteletes de acero ennegrecido, se movieron con calma ritual. Se quitó el de la mano izquierda, dejando al descubierto su piel curtida y marcada por viejas cicatrices de acero y fuego. Luego, con una daga de hoja curva que colgaba de su cinto, se abrió una línea limpia en la palma. Un hilo grueso de sangre oscura se deslizó desde su mano, cayendo al suelo como si la tierra tuviera sed.

La dejó gotear, con solemnidad, sobre la tierra seca y endurecida por el frío.

—Mi sangre es su sangre —dijo con voz profunda, lenta, cargada de una gravedad casi ceremonial—. Mi carne su carne. Que Kradun, el Dios de la guerra y del acero, sea misericordioso… que nos conceda la gloria de la victoria. Y si no… que al menos nos permita tener un final digno. Nada de rendirse. Nada de arrodillarse. Solo morir de pie, con las armas en la mano y la frente erguida.

Los tres hombres se miraron un segundo. Eirik bajó la cabeza con respeto. Torvald asintió, en silencio. No había más palabras que valieran la pena.

Garrick extendió la mano ensangrentada hacia cada uno de ellos, tocando el hombro de Torvald primero, luego el de Eirik, marcándolos con su sangre. Un gesto antiguo. Guerrero. Hermanos de guerra, unidos por la batalla, no por la sangre de nacimiento, sino por la sangre derramada juntos.

—Torvald, Eirik… les deseo buena suerte —murmuró al final, en un susurro ronco que parecía llevar siglos enterrado en su garganta—. Tal vez no sobrevivamos esta jornada. Pero si morimos, que el enemigo se ahogue con nosotros.

Luego, sin decir una palabra más, se envolvió la mano herida con un trozo de tela desgarrado de su propia capa, ajustándolo con fuerza, mientras la sangre empapaba el vendaje improvisado. El dolor era agudo, pero familiar, casi reconfortante. Era real. Era tangible. Era una muestra de compromiso, de juramento sellado en carne. Giró su montura con determinación, y el caballo, el enorme corcel de pelaje blanco y ojos salvajes, se alzó brevemente sobre sus patas traseras antes de iniciar el trote hacia el centro del frente.

El sonido de los cascos sobre el suelo endurecido retumbaba como un presagio. Los estandartes ondeaban violentamente con el viento, crujían como huesos rotos, sacudidos por las ráfagas frías que bajaban desde las colinas del norte. Las banderas del Ducado se desplegaban con orgullo: el lobo dorado en campo negro, con detalles carmesí que semejaban garras y fauces abiertas, un símbolo ancestral de ferocidad y resistencia. Allí estaba, ondeando alto como una amenaza, como una advertencia al enemigo y un recordatorio a los suyos.

Garrick recorrió con la mirada a sus hombres. Miles de rostros. Algunos curtidos por el sol, la batalla y los años; veteranos con ojos que ya habían visto la muerte de cerca y sabían cuándo estaba por acercarse. Pero muchos más eran rostros jóvenes, casi imberbes. Miradas tensas, rostros rígidos, mandíbulas apretadas. Guerreros recién forjados, reclutas que apenas habían conocido el olor de la sangre en combate, pero que habían entrenado día y noche hasta el agotamiento. Estaban bien preparados, sí, pero aún les faltaba esa cicatriz invisible que solo la guerra real podía marcar.

Vio las manos temblorosas de uno. El sudor que le escurría por la frente a otro. Uno más apretaba con fuerza su partesana, como si temiera soltarla y quedarse desnudo ante el caos.

Garrick suspiró profundamente. No podía mostrar duda. Aunque fuera un general extranjero para algunos, aunque su sangre no naciera del ducado, él había elegido a el Ducado como su nuevo hogar. Y más importante, había sido aceptado por los hombres en el campo. Era un general de Zusian, y Zusian era suya ahora. Le pertenecía como le pertenecía su juramento. Era su deber levantar el alma de aquellos hombres, prender fuego en sus pechos. Si iban a morir, que lo hicieran sintiéndose invencibles.

Levantó su enorme bardiche por encima de su cabeza. El filo, bruñido y reluciente, brilló como una llamarada de acero al contacto con la luz gris del amanecer. Activó el hechizo de amplificación de voz con un simple roce del mango. Una runa tallada en su guantelete respondió con un leve fulgor rojo. El hechizo hizo que su voz resonara como un trueno que descendía de las nubes.

—¡Hombres de Zusian! —rugió, su voz reverberando en los corazones de cada guerrero—. ¡Hijos del acero, nietos de la tierra, descendientes de la tempestad! ¡Hoy no es solo un día más! ¡Hoy no es solo una batalla más! Hoy, hermanos, seremos testigos y forjadores de un nuevo capítulo en la historia del Este de Auroria. ¡Hoy seremos fuego! ¡Seremos martillo! ¡Seremos los heraldos de un nuevo renacer!

Hizo una pausa breve, suficiente para que los ecos de su voz se disiparan como el polvo antes de continuar, con el rostro encendido por la pasión.

—¡La historia no recuerda a los cobardes! ¡No canta canciones sobre los que se ocultaron tras los escudos! ¡La historia graba en piedra los nombres de quienes se atrevieron, de quienes marcharon hacia la tormenta sin temor! ¡Ustedes y yo, este día, seremos esos nombres! ¡Seremos las voces que retumben en las montañas por generaciones! ¡Seremos los que abran las puertas de Karador, estas malditas montañas de oro y sangre seran nuestras!

Apuntó con la bardiche hacia el horizonte, donde las formaciones rocosas ocultaban al enemigo. Su gesto era tan firme como una promesa escrita en fuego.

—¡Thaekar no podrá detenernos! ¡Ninguna horda, ningún acero, ningun bastardo podrá quebrarnos! Porque hoy somos más que carne. ¡Hoy somos el rugido de Zusian! ¡Hoy somos los puños que alzarán a los Erenford de nuevo, no como duques, sino como reyes! ¡Hoy, el Este sabrá que Zusian no es un recuerdo del pasado… sino la fuerza que forjará el futuro!

Garrick alzó de nuevo la bardiche, y esta vez su voz se volvió más salvaje, casi animal, llena de furia y fuego:

—¡Zusian no se arrodilla! ¡Zusian no olvida! ¡Zusian jamás se rompe! ¡Ustedes son el pilar de la nueva era! ¡Y yo juro por mi sangre que no daremos un solo paso atrás!

Un rugido se alzó entre las filas. Primero uno, luego decenas, luego cientos, hasta que todo el ejército parecía temblar con un clamor ensordecedor. Las lanzas golpeaban los escudos. Los cascos chocaban entre sí. Hombres se daban golpes en el pecho, se abrazaban, gritaban como bestias desatadas.

El miedo seguía allí… pero ya no gobernaba. Ahora era el fuego lo que ardía en sus pechos.

Garrick bajó lentamente su arma, y con una última mirada hacia sus hombres, apretó las riendas y susurró a su corcel.

—Ahora… vamos a escribir esta historia con sangre.

Así, cuando el sol finalmente alcanzó el cenit de su curso y bañó con su luz blanquecina las cumbres heladas de Karador, comenzó el brutal choque del segundo día en Dranthvar. Zusian y Thaekar, dos territios antiguos y amargamente enfrentadas, chocaban en un escenario despiadado e inmisericorde, como lo era ese paso de piedra, escarcha y muerte. Los estandartes se agitaban como bestias al viento: el negro con rojo de los zusianos, llevando el lobo dorado con colmillos relucientes, ondeaba con orgullo, mientras que el estandarte plateado de los thaekarianos, con su dragón negro de alas extendidas, ondeaba con una dignidad imponente y un silencio que gritaba siglos de poder.

Dranthvar no era un simple paso montañoso: era un coloso de piedra, un lugar tan peligroso como estratégico. De los más de doscientos treinta y siete pasos que atravesaban el vasto paso, solo una fracción eran de verdadera relevancia táctica. Dranthvar estaba cerca del corazón de esta cordillera, un punto negruzco entre la roca gris que latía con el pulso de miles de hombres, acero y guerra. Sus dimensiones eran sobrecogedoras: más de 400 kilómetros de extensión, una enredada serpiente de desfiladeros profundos, valles que apretaban el alma, mesetas traicioneras y riscos donde ni las aguilas anidaban.

Las formaciones rocosas se alzaban como murallas de un dios olvidado, de entre 100 y 300 metros de altura. El terreno era imposible para la guerra convencional: las cimas eran inaccesibles para enviar arqueros o máquinas de asedio, y cualquier intento de dominar las alturas habría sido una carnicería. Todo apuntaba a un solo destino: un enfrentamiento frontal, cara a cara, carne contra carne, voluntad contra voluntad.

El frío se colaba por las placas de las armaduras, se metía entre los huesos como un veneno lento. El viento azotaba con furia las rocas filosas y los acantilados verticales, mientras las laderas inestables parecían susurrar su traición con cada paso. La vegetación era mínima: pinos ennegrecidos por siglos de viento, arbustos retorcidos y musgo gris verdoso. Algunas secciones estaban completamente peladas, como si la misma tierra hubiera renunciado a la vida. El paso había sido recorrido por generaciones de soldados, sus suelas y ruedas grabadas como cicatrices sobre la piedra.

Según los mapas existían cien rutas teóricas, pero menos de seis eran transitables para un ejército real. Dos caminos principales, los únicos lo suficientemente anchos para transportar columnas significativas de tropas, estaban en el centro. Tres pasos a la izquierda, estrechos y peligrosos. Uno más, el más amplio y directo, al flanco derecho: una garganta amplia pero sumamente vulnerable a emboscadas desde arriba. El resto de las rutas eran poco más que senderos de cabra, aptos apenas para patrullas o desertores.

En algunos sectores, los pasos se estrechaban hasta el punto en que solo podían avanzar entre doscientos y cuatrocientos hombres en fila. Solo esos seis caminos anchos permitían el movimiento de cinco mil a ocho mil soldados en formación ordenada. Pero incluso esos caminos eran traicioneros. Las zonas abiertas eran cebos para emboscadas desde las alturas, propensas a derrumbes naturales o provocados, y a fallos catastróficos del terreno si llovía o si se forzaba el paso con demasiado peso. Aun así, ambos ejércitos se habían puesto en marcha, como titanes arrastrando sus cuerpos a través de la sangre y la piedra.

El retumbar de los cuervos en el aire era el eco de la muerte. Las trompetas del enemigo bramaban como bestias hambrientas desde los valles. El chocar del acero contra acero retumbaba como tambores del juicio. Alabardas se estrellaban contra hachas de petos, flechas silbaban como serpientes, virotes cortaban los cielos como lanzas divinas, y los gritos eran himnos salvajes, oraciones torcidas al dios de la muerte.

Comandantes gritaban órdenes desde los puntos elevados: algunos mantenían la compostura y controlaban sus legiones con precisión quirúrgica, otros eran devorados por el caos, arrastrados por la marea de hombres y violencia. Algunas posiciones daban ventajas, otras eran un matadero. Y entre ese teatro de acero y polvo, los Legionarios de Hierro de Zusian se movían como una maquinaria letal.

Los Legionarios de Hierro avanzaban con disciplina inquebrantable, escudos y alabardas en formación, rostros impasibles. Sus movimientos eran medidos, brutales, eficientes. Cuando chocaban con el enemigo, lo hacían con una fuerza que no parecía humana, una ferocidad contenida por la más rígida disciplina militar. No gritaban, no rugían, solo aplastaban, empujaban, mataban.

En frente, los Batallones de Plata de Thaekar respondían con igual dureza. Hombres duros, de silencios largos, de obediencia sin fisuras. Sus líneas resistían como muros de acero, repelían ataques con frialdad casi mecánica. La disciplina de Thaekar casi rivalizaba con la de Zusian, y su voluntad no se quebraba ni bajo las lluvias de fuego.

La batalla era un mosaico interminable de violencia fracturada, una sinfonía infernal compuesta de cien mil momentos simultáneos de muerte y desesperación. Era como si el propio infierno hubiera extendido su dominio a lo largo de los estrechos caminos del paso de Dranthvar, donde la tierra misma sangraba y el aire vibraba con el estruendo del combate. No había silencio, ni paz, ni tregua, solo un torrente constante de acero, carne rota y voces que se apagaban entre jadeos agónicos.

Las montañas, imperturbables, se erguían como testigos mudos de aquella carnicería, sus cumbres ocultas tras la bruma y el humo, indiferentes al destino de miles de hombres que se mataban a sus pies. Los riscos proyectaban sombras largas sobre los campos de batalla angostos y colapsados, como si quisieran engullir a los ejércitos enteros en su vientre pétreo.

Garrick, desde su posición elevada en una meseta improvisada como centro de mando, podía ver, oler y casi saborear el fuego de los enfrentamientos. No era un hombre regido por el instinto ciego como algunos de sus oficiales o generales más brutales, pero sí poseía sentidos tan agudos como los de un cazador experimentado. Captaba los fuegos de todos los enfrentamientos. El rugido del combate ensordecedor, era como un millar de truenos hubieran caído sobre Karador al mismo tiempo. Más de cien combates distintos sucedían al mismo tiempo, en diferentes rutas, con diferentes niveles de intensidad, pero todos con la misma finalidad: aniquilar al enemigo y ganar terreno.

Los informes no cesaban desde hace horas, eran oleadas de voces ansiosas, gritos tensos de mensajeros cubiertos de barro y sangre, con las armaduras desgarradas, algunos con cortes aún sangrando en los brazos, otros con la mirada perdida después de cruzar los corredores infernales del frente.

—¡Mi señor! —gritó un joven oficial, con las mejillas salpicadas de sangre ajena y el yelmo torcido—. La Vigésima Legión informa avances complicados en cinco de los caminos del centro-norte. Han asegurado dos desfiladeros pero encontraron una emboscada en el tercero. Piden refuerzos para consolidar.

Garrick no aparto la mirada de el frente. Sus ojos se deslizaban como cuchillas sobre los contornos irregulares del paso. Pensaba en flujos de sangre, en valles llenos de muertos, en decisiones con peso de piedra.

—Trasladen a la Duodécima legion desde el flanco este —dijo, su voz tan tranquila como el rumor del viento entre los riscos—. Refuercen el segundo y cuarto paso. Los otros… que se cierren solos. 

El oficial titubeó un instante, sorprendido por la frialdad.

—Y al comandante Avelin… —agregó Garrick, apenas alzando una ceja— díganle que no avance. Que se hunda en la tierra, que se aferre como raíz vieja. Que sea tierra dura y sucia. Quiero al enemigo gastando hombres, no ganando terreno.

—¡General! —otro mensajero jadeando, con una lanza rota clavada en su espalda y apenas sosteniéndose en pie—. La Trigésima Quinta Legión... los tres pasos bajo su control están siendo empujados en todos los flancos. Sus banderas solicitan el apoyo de reservas de infanteria pesadas de elite.

Garrick observó al herido como se observa a una rama rota. Luego asintió una sola vez.

—Liberen a la Infanteria Pesada de mi octava legion. Que marchen sin cuartel hacia los pasos de la Trigésima Quinta. Quiero una línea de acero allí en menos de una hora. Si esa legión cae, el centro se parte… y si el centro se parte, se traga al resto. Prefiero perder los flancos antes que entregar el corazón. Y al comandante de la Trigésima Quinta… recuérdenle que si muere, lo hará sobre una pila de cadáveres enemigos. No antes.

—¡Señor! —un comandante de caballería media apareció con las botas embarradas hasta las rodillas—. El ala derecha bajo el mando del señor Eirik mantiene el avance. Han superado los riscos de Ol-Sar y tomado la tercera garganta, pero han identificado unidades élite thaekarianas replegándose hacia su posición. Están solicitando refuerzos de sus legiones personales.

—No se los den —sentenció al fin—. Que aguanten. Aún no es tiempo.

Sus palabras parecían el eco de un juicio antiguo, irrevocable.

—Si la élite de Thaekar se lanza, que Eirik los muerda. Si dudan… los rodearemos. Pero no pienso malgastar hombres para sostener una garganta que todavía no ha sangrado lo suficiente. Diganle que empieze a desplegar trampas de retirada, arqueros y señuelos. Si sobreviven a esto… entonces les daremos sangre fresca.

Más pasos, más barro, más sangre. Otro oficial, esta vez del ala izquierda, entregó un informe a medio grito.

—¡General Garrick! —gritó un vicecomandante de legion, con su capa desgarrada y el rostro endurecido—. Torvald sigue empujando por el ala izquierda. Ha tomado dos pasos más y ha forzado a retroceder a cuatro Batallones de Plata, pero sus hombres están extenuados. Pide tropas frescas para mantener la línea o retrocederá. Ha jurado no ceder ni una piedra sin lucha.

—Torvald prometió no ceder ni una piedra —murmuró—. Entonces que la muerda con los dientes si es necesario. Envíenle a las reservas de infanteria ligera de la Undécima Legion… no para avanzar, sino para sostener. No se preocupen, Torvald se puede agrietar pero nunca cede… y cuando tiene que hacerlo lo hace matando el triple de sus perdidas.

Un silencio sepulcral cayó por un instante. Hasta que alguien más irrumpió entre las sombras de las rocas con el rostro desencajado.

—¡Señor! —interrumpió otro vicecomandante de legion—. El comandante de la Sexagésima Segunda Legión informa grandes columnas de humo en el centro del valle de Dragmorn. Sospechan que Thaekar ha manados sus reservas ocultas. Temen que se desate una emboscada masiva.

El general no parpadeó.

—Es lo que haría yo —dijo en voz baja—. Que la Decimonovena y la Cuadragésima Tercera abandonen sus posiciones y se deslicen por el flanco del valle. Quiero una contraemboscada. Y díganle a sus hombres: si el humo sube… que la muerte baje.

El oficial asintió, tragando saliva. Había algo aterrador en la calma de Garrick. Una paz de cementerio.

Y entonces llegó el último informe. El más grave.

—¡Comandante! —gritó un joven oficial, su rostro manchado de sangre, los ojos desorbitados, jadeando como si hubiese corrido entre llamas—. Se ha confirmado la presencia de unidades de élite… la Guardia de la Medianoche… han aparecido en el paso de Sor'Duun, señor. Están chocando contra las líneas del señor Torvald. Nuestros infantes pesados están cediendo, sus filas se están desgarrando bajo la presión de esas bestias negras. Informan que si no reciben apoyo en menos de una hora, el paso se perderá… y temen que flanqueen a Torvald por la retaguardia. Necesitan arqueros, proyectiles, hombres frescos… ¡cualquier maldita cosa que respire y pueda matar!

Por primera vez, Garrick giro la vista. Sus ojos eran fríos, pero ardían por dentro como brasas enterradas bajo la nieve.

—Que los cañones de organo preparen proyectiles —dijo sin alterar el tono—. Que frenen los avances.

Se volvió al oficial con expresión impenetrable.

—Envíen a las reservas de mi Séptima y primera de arqueros y ballesteros de elite. Que caigan sobre la retaguardia de la Guardia de la Medianoche.

Sus ojos se posaron sobre el mapa tactico.

—Si Sor'Duun cae… —susurró, casi para sí mismo— …este paso se convierte en una fosa común.

Apenas terminaba de hablar cuando otro jinete emergió entre el tumulto del campamento central, su cota de malla desgarrada y una flecha aún incrustada en su muslo izquierdo. El caballo, cubierto de sangre seca, relinchaba furioso.

—¡Mensaje urgente del ala izquierda! —gritó con voz ronca—. La caballería de la Furia Carmesí ha descendido por los riscos del paso de Hirn. No sabemos cómo lo lograron, pero han lanzado un ataque fulminante contra nuestras unidades de refuerzo que iban hacia Torvald. Han partido la retaguardia y están desgarrando las reservas. ¡Están matando a todos sin piedad!

Garrick apretó los puños, sintiendo la presión creciente del caos que se desataba en cada rincón de Dranthvar. Desde su posición elevada podía ver las flamas, un fuego que podia aprovechar o que podia sufrir, elevándose desde múltiples frentes. Era como si la tierra misma ardiera. Los gritos, el choque metálico, el zumbido de las flechas y las órdenes desesperadas formaban una cacofonía incesante.

—Corten la cabeza a esa carga —ordenó con voz grave, sin alterar el ritmo de su aliento—. Envíen a la caballeria media de elite de mi Segunda Legion. Que bloqueen el paso de Hirn y conviertan el descenso en una tumba.

Otro mensajero llegó cubierto de barro y sangre, su estandarte apenas visible entre los jirones.

—Señor… mensaje del comandante Erik… —tosió sangre—. Informa que la Guardia de la Medianoche ha comenzado a descender hacia la ala derecha. Pide autorización inmediata para enfrentarlos… está pidiendo permiso para un duelo directo.

Garrick frunció el ceño. El patrón era claro. Dos de sus tres frentes atacados con precisión quirúrgica. Y en cada uno de ellos, unidades de élite. Un ataque orquestado para forzarlo a actuar, para hacer que él se moviera. Lo estaban tentando. Lo estaban provocando. La trampa era tan evidente como descarada.

—No —dictó Garrick, cortante—. Los hombres como Nachtwehr no bajan solos.

Se volvió entonces hacia Halvert, el comandante de su guardia personal, uno de sus comandantes de más confiable, un veterano con cicatrices cruzándole el rostro como si fueran marcas de guerra ancestrales.

—Halvert, lleva veinte mil de mi Guardia hacia Erik. Que lo refuercen, pero que no le permitan pelear en duelo. No sabemos qué tan bueno es ese general enemigo Erich Nachtwehr. No quiero que Erik lo subestime. Que lo maten, sí, abrumandolo, no quiero duelos.

—Siguen llegando más mensajes, señor —anunció un oficial mayor, mostrando un mapa cubierto de marcas recientes—. Su Séptima Legión personal está manteniendo su posición con dificultad, pero la Quincuagesima Segunda ha sido empujada casi un kilómetro hacia el este y esta empezando a partirse. La Octogesima segunda informa ataques sostenidos en los ocho caminos de su jurisdicción. En el centro, la Cuadragésima Novena Legión cree haber detectado mas nubes de polvo acumulandoce, sospechan presencia de mas reservas enemigas listas para lanzarse.

Garrick se inclinó sobre el mapa como un cirujano sobre carne abierta.

—La Séptima aguantará. No necesita ayuda, solo tiempo. La Quincuagésima Segunda… que se divida. Que los fragmentos más fuertes retrocedan hacia el espinazo del valle. El resto, que se ancle en la roca y que sobreviva o que muera lento. Pero que frene todo lo posible al enemigo

—La Octogésima Segunda... —continuó— no necesita líneas. Necesita trampas. Que abandonen toda pretensión de formación. Que hagan de sus pasos un pantano de cadáveres.

—Informes desde el paso de Morvann —dijo otro oficial, de barba canosa y rostro curtido—: se han encontrado con que el enemigo ha cavado fosos y emplazado escorpiones. Nuestros hombres quedaron inutilizados. El avance es casi imposible sin pérdidas masivas.

Garrick apretó los dientes, las venas marcadas en el cuello.

—No ataquen —susurró—. Aliméntenlos. Que se confíen. Miró a su escriba de señales—. Envía a la Decimoséptima por el norte, por la cresta de Morn-Dhal. Cuando los enemigos crean que tenemos miedo, que les caiga el cielo encima.

Otro susurro más entre la multitud.

—El comandante de su cuarta legion, Yurik, del ala derecha ha ordenado una retirada táctica en zigzag para reagruparse —añadió un joven cartógrafo—. Se teme que los acantilados puedan ser usados por arqueros ocultos. Ya perdimos cuatro mensajeros ahí.

—Está pensando como un zorro —musitó Garrick—. Que no pare. Que cada repliegue suyo deje una trampa detrás. Falsas retiradas, caminos derrumbados, incendios. Si los thaekarianos lo siguen, que caigan uno por uno, sin gloria, sin tumba.

—El paso de Theralan ha sido tomado por los thaekianos —dijo una voz entre la multitud—. El vigésimo batallón de la Octogesima sexta legion, de infanteria media entero fue masacrado. No dejaron sobrevivientes.

Garrick bajó la cabeza. No por respeto. Por cálculo. Su mirada recorrió los nombres, los frentes, las posiciones. Todo encajaba. Todo tenía forma. El enemigo se deslizaba como una serpiente por todas sus costuras. Pero también había revelado su ritmo. Su hambre.

Entonces alzó la voz, potente como un trueno, deteniendo todas las conversaciones:

—¡Cada comandante de legión tiene autoridad total en su sector! ¡Su rango se restablece, volverán a operar como ejércitos independientes! Que cada uno actúe según su juicio inmediato. ¡Pero que no pierdan más terreno del que puedan recuperar con sangre! Las reservas deben moverse hacia los puntos clave donde haya sangre… que haya más. Donde haya fuego… que arda.. Y donde no se pueda avanzar. ¡Que se levanten muros, que erijan infiernos defensivos!

Su dedo marcó tres puntos en el mapa.

—Ahí, ahí y ahí. Reorganicen las reservas. 

Los rostros alrededor de él se endurecieron. Las órdenes eran claras. Implacables. Y detrás de ellas, una mente que no dudaba.

—Nos están tentando a movernos —dijo por lo bajo, casi para sí mismo—. Como si no supieran que los lobos no corren hacia el cebo.

Se giró, lentamente, hacia el horizonte de Dranthvar.

—Ellos lo eligieron. Este no es nuestro campo de batalla. Es nuestro campo de caza.

Y entonces, Garrick miró a los cuarenta mil Inmortales del Norte que aún aguardaban tras él.

Su guardia personal. Sus sombras. Su espada.

No eran hombres comunes. Eran espectros de guerra, forjados en climas donde hasta los lobos se morían de frío, endurecidos por el peso de más de trescientas batallas. Ninguno de ellos sonreía. Ninguno titubeaba. Todos lo miraban con la misma devoción con la que los fanáticos miran a su dios... o su verdugo.

Sus armaduras no relucían: eran negras como las noches sin luna, cubiertas de runas grabadas a fuego, cada una marcada con los nombres de los enemigos caídos. Sobre sus rostros endurecidos, tatuajes rituales en tinta roja y negra, diseños antiguos que hablaban de pactos de sangre, de juramentos grabados con cuchillos bajo tormentas de nieve.

Las hachas de petos que llevaban colgaban a sus costados como instrumentos de ejecución. Eran armas tan pesadas que un soldado normal habría necesitado ambas manos para simplemente levantarlas. Ellos las blandían como si fueran parte de sus brazos.

Sus ojos, sin embargo, eran lo más aterrador. No había odio. No había furia. Solo frialdad. Hierro.Los ojos de los hombres que han visto demasiada muerte… y aprendido a amarla.

Garrick apretó los dientes mientras tomaba su propia arma: una bardiche gigantesca, curvada como el diente de un demonio, con una hoja tan ancha que reflejaba la luz como si contuviera un sol atrapado en acero. El mango estaba envuelto en cuero negro desgastado por décadas de batalla. Aquella arma tenía nombre: Zahr-Mor, la que abre gargantas.

El general la alzó sobre su hombro, y su voz resonó en el valle como un juramento pronunciado en la lengua de los antiguos reyes:

—Y ustedes… bastardos. —gruñó, con una sonrisa que no tocó sus ojos—. Ya saben lo que haremos. Vamos a cazar cabezas. —Su voz creció, como el rugido de un lobo que olfatea a la presa entre los matorrales del miedo—. Iremos por la perra de Ilsa von Vehlendorf… y por el bastardo de Agram Vel'Carth.

Nombrarlos fue como arrojar carne cruda a una jauría. Los Inmortales no gritaron aún. Esperaban. Porque Garrick aún no había terminado.

—Los quiero muertos. —Sus palabras eran filos cortando la niebla—. Decapitados. Sus cráneos empalados en lanzas para que todos los dioses, amigos o enemigos, los vean sangrar. Hoy no peleamos por posiciones. Ni por gloria. Hoy peleamos por sangre. 

El semental blanco de Garrick, una bestia enorme de lomo grueso y ojos rojos como carbones, relinchó y se alzó sobre las patas traseras, lanzando un grito desafiante al cielo. Sus cascos golpearon el aire con una violencia que parecía querer partir la montaña misma. Como si también quisiera matar.

Los Inmortales respondieron como una única garganta ancestral: alzaron sus hachas al cielo y rugieron.

Fue un sonido que no pertenecía al mundo de los hombres. Era un eco de eras antiguas. Un aullido de lobos antiguos que exigían guerra y muerte. Los caballos, bestias tan entrenadas como salvajes, relinchaban con ansiedad contenida. Algunos golpeaban el suelo, otros giraban los cuellos con violencia. Sabían que iban a morir… o a matar. Y no parecía importarles cuál de las dos.

Y en medio de ese estallido visceral de pura intención asesina, un oficial menor se atrevió a alzar la voz:

—¡Espere, señor! —gritó con desesperación, su mano temblando al señalar el mapa—. ¡Esto es una trampa! ¡Lo están empujando a una de las alas… para que la otra colapse! ¡¿Y el centro, general?! ¿Qué pasará si usted no está ahí?

Garrick no giró siquiera la cabeza. Su voz fue seca, cortante, como una orden grabada en piedra:

—Claro que es una trampa.

Levantó la vista hacia las colinas donde el sol comenzaba a teñirse de rojo. Allá lejos, más allá del polvo y el humo, se escondían Ilsa y Agram, dos nombres que olían victoria.

Luego, sí, se giró. Despacio. Su mirada cayó sobre el joven oficial como un yunque de plomo. Habló con calma, pero con la certeza de quien no acepta objeciones. Era hielo puro, afilado como una estalactita dispuesta a caer sobre cualquier garganta que dudara.

—Pero si entro, y salgo con sus dos cabezas colgando de mi arma… romperemos su eje de mando.Destruiremos su moral. Y estaremos más cerca de acabar esta maldita guerra.

Luego, por primera vez, volvió la cabeza hacia el joven oficial. Sus ojos eran cuchillas.

—Y en cuanto al centro… —su voz bajó como una tormenta que se avecina, firme, segura—El centro resistirá. Porque confío en mis comandantes. Porque ellos no necesitan succionarme la polla para saber cómo ganar.

Algunos se rieron. Otros palidecieron. Pero ninguno respondió. Porque todos sabían que Garrick no hablaba en metáforas. Si él iba al frente, era porque planeaba volver cargando con el fin.

Entonces espoleó a su semental, que lanzó un relincho aterrador y comenzó a descender la cuesta. Detrás de él, cuarenta mil jinetes de acero negro y voluntad inquebrantable comenzaron a avanzar. No como un ejército… sino como una tormenta con rostro humano.

Y así comenzó la cacería.

Garrick lideraba al frente de su división, su caballo devorando la distancia con una furia desbocada. Se dirigió directamente al corredor donde se desataba uno de los enfrentamientos más encarnizados: el sector de su mano izquierda, donde Torvald resistía una embestida implacable. Mientras cabalgaba, la visión se le llenó del rojo carmesí de los jinetes enemigos: todos eran caballería pesada de élite, la famosa Furia Carmesí.

Sus yelmos eran opresivos, con viseras en forma de aberturas oblicuas que parecían ojos de serpiente, cuernos curvados y crestas afiladas como espinas. La armadura que portaban eran de placas moldeadas para facilitar el movimiento sin sacrificar protección, de acero endurecido y teñido en carmesí oscuro, adornadas con ribetes dorados. El emblema de su compañía mercenaria ardía sobre sus pechos: un sol sangriento atravesado por una lanza negra. Las hombreras y espaldar estaban decoradas, y algunas armaduras llevaban espinas hacia atrás para evitar que fueran derribados desde la retaguardia.

Sus monturas eran auténticos monstruos: enormes bestias de guerra entrenadas para resistir el pánico, los relinchos enemigos y los campos empapados de vísceras. Sus ojos eran rojizos y sus cascos estaban reforzados con acero, con bardas que protegían el cuello, el pecho y los flancos. Algunas testeras estaban esculpidas con rostros monstruosos y dentaduras infernales para aterrorizar incluso a los caballos más valientes.

Garrick los vio, embistiéndose con la caballería ligera y media zuisiana. Lanzas chocaban contra alabardas, y entre el caos, las hojas enemigas se hundían en carne y hierro, arrancando gritos y entrañas por igual. El estruendo de los cascos, el relincho de los caballos heridos, los alaridos de los moribundos: una sinfonía de muerte.

Sin perder tiempo, Garrick alzó su bardiche. Lanzandose entre la línea enemiga, su arma cortando el aire con un silbido espantoso y un impacto desgarrador. Con un solo tajo diagonal, partió en dos a ocho jinetes enemigos, la hoja hendiendo carne, hueso y corazas como si fueran barro húmedo. Sus gritos se apagaron de inmediato, sus torsos desgajados en mitades humeantes. La sangre salpicó su rostro, caliente, espesa, metálica, vivificante. Le empapó la barba, le chorreó por el cuello, lo cegó por un instante. Y él rugió, ebrio de furia, de violencia.

No se detuvo. A su lado, sus Inmortales irrumpieron como una ola de acero y muerte. Blandíendo sus enormes hachas de petos, y con cada tajo arrancaban miembros, cabezas, vidas. Uno de ellos clavó su arma en la cara de un jinete, aplastándole el cráneo como si fuese un melón demasiado maduro, los ojos salieron disparados, los dientes crujieron como grava bajo un carro. Otro Inmortal levantó a un jinete enemigo de su montura con su hacha, y lo partió en dos al estrellarlo contra el suelo. 

Garrick embistió de nuevo, su bardiche describiendo un arco completo que desmembró a tres jinetes a la vez: uno perdió ambos brazos, otro fue decapitado, y el tercero quedó colgando de su montura, aún vivo, mientras las tripas se le deslizaban por los costados como serpientes viscosas. Un grito de horror ahogado surgió de su garganta antes de que un hacha inmortal le partiera el rostro en dos, de la frente al mentón.

El choque de caballería era una carnicería. Los caballos relinchaban, heridos o locos, desbocados, aplastando cuerpos, lanzando jinetes por los aires con sacudidas violentas. Muchos caían al suelo y eran pisoteados sin piedad, sus huesos tronaban bajo las herraduras, sus costillas eran fragmentadas, sus rostros convertidos en masa informe. Las alabardas se quebraban, las espadas se atascaban en las vértebras, los yelmos reventaban como nueces bajo los martillazos de los Inmortales.

La sangre ya no solo manchaba, fluía como riachuelos oscuros, espesos, tibios. Salpicaba los lomos de los caballos, empapaba las crines, convertía el campo en un lodazal rojo, donde los cadáveres se amontonaban como desechos en una matanza sin tregua. Un jinete enemigo con las tripas colgando, intentó arrastrarse lejos, gimiendo como un niño enfermo. Garrick lo vio. Sin detenerse, le aplastó la cabeza con el casco de su montura, haciendo estallar el cráneo como una calabaza reventada.

El hedor a sangre, a heces, a miedo, se hacía espeso, irrespirable. Era el infierno hecho carne.

—¡Rompan sus flancos! —rugió Garrick mientras cargaba de nuevo, abriendo un nuevo sendero de muerte, su bardiche convertido en una extensión de su cuerpo permitindo que sus hombres se abrieran camino. Rapidamente separó a la mitad de sus hombres para contener el avance de los jinetes enemigos junto a los jinetes de elite y siguió con la otra mitad hacia la posición de Torvald, sabiendo que allí se libraba una batalla que podía decidir todo.

Y allí lo vio. Torvald, su mano izquierda, con el yelmo arrancado, el cabello rubio suelto pegado a su rostro por la sangre, los ojos morados encendidos con una rabia feroz y una furia casi divina. Se debatía en combate singular contra dos de los comandantes enemigos.

Frente a él estaba Agram Vel'Carth, el Estandarte Viviente. Alto, imponente, de cuerpo atlético perfecto, con músculos como esculturas de mármol viviente, su postura era la de un depredador noble, casi sobrenatural. Montaba un caballo blanco, brillante, que parecía flotar más que galopar. Sin yelmo, su rostro revelaba una belleza cruel: mandíbula afilada, nariz recta, ojos azules como hielo que nunca había conocido compasión. Un corte reciente le sangraba en la mejilla, pero no parecía dolerle. Sostenía una alabarda negra con filos dobles.

Junto a él, tan mortal como hermosa, cabalgaba Ilsa von Vehlendorf. Joven y esbelta, su figura parecía etérea sobre su montura oscura. Su cabello platinado ondeaba con el viento como una corriente de mercurio líquido, sus ojos verdes eléctricos eran como cuchillas que atravesaban no solo la carne, sino la voluntad misma. No llevaba yelmo, y su rostro era perturbadoramente bello, como si un ángel caído hubiera decidido disfrazarse de mujer para arrastrar almas al infierno. Portaba una guadaña de guerra con doble hoja, y con ella desafiaba toda lógica, arremetiendo con una brutalidad que desmentía su tamaño y complexion.

Torvald, cubierto de sangre seca y fresca por igual, con el rostro surcado por cortes y el ceño fruncido por la furia, no retrocedía ni un solo centímetro. El aullido del acero lo rodeaba por todas partes. Su hacha de petos bailaba en sus manos con una precisión brutal, enfrentando a la vez la alabarda de Agram Vel'Carth y la guadaña retorcida de Ilsa von Vehlendorf. Cada impacto lanzaba una lluvia de chispas que se perdía entre el sudor, la mugre y la sangre que manchaban el campo de batalla. Se movía con la ferocidad de un lobo herido, girando sobre su montura, desviando con violencia los embates enemigos, golpeando, girando, buscando la más mínima apertura. Pero ellos eran dos, y él estaba solo.

La caballería pesada de élite a su alrededor luchaba por alcanzarlo, por sacarlo de ese infierno. Guerreros con martillos de guerra tan grandes como troncos portátiles embestían sin piedad, intentando abrir un hueco. Pero el enemigo no cedía. La Guardia de la Medianoche —jinetes silenciosos, con armaduras negras y plateadas cubiertas de runas extrañas— y la Furia Carmesí, que combatían con una violencia ciega y rabiosa cerraban el cerco con una coordinación inhumana. Cada intento de auxilio era respondido con sangre, cada esfuerzo pagado con cadáveres.

De pronto, un aullido surgió desde la ladera, un sonido seco, potente, como el trueno contenido en el pecho de una tormenta. Era Garrik. Su bardiche brillaba como una guadaña forjada en la rabia de los dioses. Se había abierto paso a través de la refriega, dejando tras de sí una estela de cuerpos destripados. Caballos reventados por las tripas, jinetes decapitados de un solo tajo, miembros volando por los aires. Ningún hombre lo pudo detener.

Garrik irrumpió en la línea justo cuando Agram alzaba su alabarda para asestar un golpe letal. Con un rugido que parecía desgarrarle los pulmones, Garrik se interpuso, bloqueando la embestida con una violencia salvaje. El impacto hizo retumbar los huesos de ambos combatientes.

—¿Qué mierda haces aquí, idiota? ¡Es una trampa! ¡Están planeando algo, por eso me están presionando! —rugió Torvald, jadeante, mientras giraba su hacha para interceptar una nueva estocada de Ilsa. La hoja de la guadaña resbaló por el filo, cortando el aire junto a su oreja.

—¿Así me agradeces, imbecil? ¡Dioses, qué maleducado estás! —respondió Garrik con una sonrisa torcida, lanzando un tajo oblicuo hacia Ilsa, que fue recibido por la guadaña con un estruendo agudo de acero contra acero.

Ilsa, como una sombra danzante, giró sobre su montura. Su guadaña era rápida, cruel, elegante y feroz. Cortes en arco, estocadas en línea recta que no parecían posibles desde un caballo. Parecía no tener peso en las manos. La mujer no mostraba miedo, ni duda. Solo una mirada helada, inquisitiva, llena de desprecio.

—Dioses… si que Erich te sobrevaloró —espetó la mujer entre dientes apretados, con esa voz que parecía surgir de un pozo sin fondo—. Eres mas imbécil de lo que pense, caíste en una trampa tan evidente… —gruño antes de empezar a lanzar una serie de cortes descendentes, veloces y cargados de furia. Garrik los detuvo con una serie de bloqueos violentos, su bardiche temblando con cada choque. El último tajo de Ilsa casi logró romper su guardia, pero Garrik giró el torso, y con un rugido, contraatacó con un golpe lateral de fuerza bruta.

El filo de la bardiche de Garrik cortó el aire como una guadaña lanzada por la cólera de un dios. Pasó a centímetros del rostro de Ilsa, rasgando el borde metálico de su guantelete izquierdo, reventando el acero decorativo que le protegía el cuello con un chirrido agudo. Una línea fina pero profunda de sangre brotó sobre su pómulo, como si la piel hubiera sido marcada por una hoja maldita. Su caballo, relinchó con fuerza, resintiendo el impacto del golpe indirecto, y retrocedió tres pasos sobre el lodo espeso, agitando la cabeza con furia.

Garrik sonrió con sorna, con la mirada encendida por la adrenalina del combate. Su voz, ronca por el esfuerzo y la rabia, salió como una burla cargada de desprecio.

—Sabes, linda… es de muy mala educación llamarme imbécil cuando tú eres, claramente, mucho más idiota que yo. Y más aún cuando el supuesto "idiota" puede partirte en dos con una sola mano —escupió mientras lanzaba otro golpe descomunal con su bardiche.

El impacto fue brutal. La hoja no solo golpeó a Ilsa, sino que alcanzó el flanco de su montura, levantando una lluvia de sangre, barro y fragmentos metálicos. El cuerpo de la mujer salió disparado junto con su caballo, ambos cayendo pesadamente entre los estandartes rasgados y los cadáveres. Un rugido de asombro brotó de los labios de varios combatientes cercanos. Ilsa von Vehlendorf, se había estrellado contra el barro como un cometa ensangrentado.

Pero aún viva.

Desde el suelo, la mujer se incorporó como una fiera herida. El cabello platinado cubierto de tierra y sangre, la mirada enloquecida por la furia. Apretaba la guadaña con tanta fuerza que los nudillos le sangraban por la presión del acero en sus guantes rotos.

—Hijo de puta, vuelve a inténtarlo, bruto sin cerebro —gruñó con voz áspera y temblorosa, llena de una mezcla de dolor, odio y adrenalina—. Solo inténtalo otra vez…

Pero Garrik ya no la estaba mirando. Había girado la cabeza hacia Torvald, quien seguía luchando con uñas y dientes, su rostro una máscara de sangre y barro, su hacha desgastada por los repetidos choques con Agram.

—Torvald, tienes que salir de aquí —la voz Garrik aunque tranquila se pudo escuchar por encima del estruendo de los cascos, del crujido de las lanzas y del silbido de las flechas.

—¿Qué mierda dices? ¡No voy a dejarte aquí! ¡Yo también puedo acabar con ese bastardo! —rugió Torvald con furia, esquivando un tajo de Agram que casi le destroza el hombro.

Garrik con un golpe devastador de su bardiche mando a volar a Agram, y giro su caballo para encarar a Torvald. Sus ojos estaban llenos de decisión, de cálculo, de estrategia pura detrás de toda esa máscara de locura violenta. Por un instante, desapareció el animal y emergió el general.

—Escúchame, idiota testarudo. Si te quedas aquí, tendré que preocuparme por ti. Tendré que dividir mi fuerza, mi enfoque. Si lo hago, no podré cazar como quiero. No podré matarlos. Y si no los mato, mi intervencion no habra valido nada.

Torvald gruñó, confuso, frustrado, con los puños tensos. Pero Garrik prosiguió, ya no gritando, sino con esa voz baja que usaba solo cuando hablaba en serio.

—Míralo, Torvald. Todo este infierno… Este lugar es una trampa. Lo sabes. Me empujaron hacia aquí, a ti, a ella, a él, todo está armado para desangrarnos, para romper nuestras alas. Pero hay un error en su estrategia, me estan dando la oportunidad de tomar dos de las cabezas de sus comandantes. Y para eso… necesito que tomes el control de este paso.

Torvald apretó los dientes, mirando a su alrededor. El caos era absoluto, pero había una lógica. Un patrón. Vio cómo la Furia Carmesí y la Guardia de la Medianoche se habían concentrado en ese punto como un torniquete de acero. Habían movilizado una fuerza desproporcionada en ese corredor. Demasiados enemigos para solo un comandante sin fama. Era claro: querían forzar un desenlace allí.

—Si tomas el mando aquí —continuó Garrik—, puedes aprovecharlo. Usa esa concentración de tropas para lanzar una pinza. Ya mandé refuerzos por el flanco norte. Conduces la ofensiva desde aquí, reorganizas a los jinetes y la infantería, y hazlos retroceder paso a paso. Rompe el corredor, avanzas con fuerza. Si los partimos en esta sección, todo el frente central se abrirá como una herida mal cerrada. Lo sabes, Torvald. Tienes cabeza para eso.

Torvald miró de nuevo a Agram y a Ilsa, que se levantaban lentamente como criaturas salidas del infierno.

Finalmente asintió. No había arrogancia en su gesto, solo respeto y determinación.

—Está bien. Pero más te vale que los mates. Más te vale que me regreses esas dos putas cabezas… o yo mismo vendré por la tuya.

Garrik soltó una carcajada seca.

—Eso espero, amigo. Eso espero.

Y sin más palabras, Torvald tiró con fuerza de las riendas, haciendo que su caballo girara con un bufido, la bestia resollando por las fosas nasales mientras se abría paso entre el caos. Su grito rasgó el aire como un látigo:

—¡Conmigo! ¡A formar! ¡Flanco derecho, replieguen y refuercen el centro! ¡Caballería de elite, cierren el círculo, jinetes pesados conmigo, avanzamos en pinza!

La respuesta fue inmediata. Varios capitanes lo vieron y reaccionaron. A pesar del barro, de la confusión, de los cadáveres desmembrados y el estruendo infernal de la batalla, los hombres comenzaron a reagruparse, a reformar las líneas. El hacha de petos de Torvald se alzó una vez más, esta vez no como símbolo de furia, sino de dirección, de mando, como una estaca clavada en la voluntad de los suyos.

Detrás, Garrik no prestó más atención. El mundo podía estarse cayendo a pedazos, el cielo podía estar a punto de abrirse para vomitar fuego, pero nada de eso importaba ahora. Solo existía el instante. Solo quedaban ellos tres.

Garrik giró lentamente hacia sus enemigos. El cuerpo de la bardiche, aún teñido de sangre, colgaba pesada en su diestra. No temblaba, no dudaba. Era una extensión más de su cuerpo, como si hubiese nacido con ese arma incrustada en su brazo.

Agram enderezó su espalda sobre la silla, su alabarda de asta negra girando con un movimiento fluido y letal. Era un hombre curtido en mil combates y aunque sentía el peso del tiempo y el cansancio, sus ojos aún destilaban peligro. Ilsa, a su lado, levantaba la guadaña con ambas manos, su montura danzando inquieta bajo su cuerpo, los ojos del animal tan salvajes como los de su jinete. Sangre corría por su rostro, una línea rojiza que manchaba su mejilla hasta la mandíbula, pero no mostraba dolor ni temor: solo furia.

Se miraron durante unos segundos, sin hablar. Tres bestias dispuestas a destruirse. El barro hervía bajo los cascos. El viento soplaba con fuerza, llevando consigo los gritos distantes de los soldados, el chocar de espadas, los chillidos de los heridos y el olor penetrante de la muerte.

Garrik rompió el silencio.

Espoleó a su caballo con una violencia salvaje, el animal relinchó como una criatura infernal, y en un solo latido se lanzó al frente. La bardiche giró hacia la izquierda, buscando el cuello de Agram con un tajo devastador. Agram apenas logró desviar el golpe con el asta de su alabarda, el sonido del impacto fue como el de un trueno. El rebote fue tan fuerte que ambos hombres sintieron vibrar los brazos hasta los hombros.

Ilsa reaccionó al instante, lanzando su caballo hacia el costado derecho de Garrik, buscando flanquearlo. La hoja curva de su guadaña zumbó como una campana rota en el aire, trazando un arco mortal que buscaba abrirle el torso desde la cadera. Pero Garrik giró en el último momento, y su montura, entrenada para la guerra, giró con él. La bardiche giró en reversa, y la madera del asta chocó con la guadaña, desviándola con una fuerza tal que los hombros de Ilsa crujieron por la tensión.

Garrik gruño por el esfuerzo antes de volver a atacar, esta vez con un golpe ascendente que arranco varias cabezas de jinetes enemigos que estaban haciendo el circulo para su duelo.

Agram aprovechó ese instante para clavar su alabarda en diagonal, buscando perforar el costado descubierto de Garrik, pero este se giró con una maniobra casi imposible para su posision, y la hoja de la bardiche volvió a descender. El filo impactó con violencia el asta de la alabarda, haciéndola rechinar y casi partirse. Agram fue lanzado hacia atrás por la fuerza del impacto, su caballo tambaleándose por el peso del choque.

Ilsa gritó algo antes de volver a arremetir de nuevo, esta vez bajando su cuerpo sobre la montura para lograr una estocada directa al muslo de Garrik. Y logró rasgarle parte del faldón de acero. La sangre brotó, caliente, gruesa, oscura.

Garrik lanzó un gruñido de dolor y furia, y con una fuerza demente, se giró hacia ella y descargó un golpe lateral que impactó directamente en la cabeza del caballo de Ilsa. La cabeza del animal cayó con un relincho de agonía, derribando a su jinete en el barro.

Agram, jadeante, no le dio tregua. Embistió con su montura en un salto que le permitió lanzar un golpe descendente sobre Garrik, que levantó su bardiche para detenerlo justo a tiempo. Ambos quedaron encajados en una lucha de fuerza bruta sobre sus caballos, los metales rechinando, los músculos tensos, la furia en sus rostros como si fueran dos bestias mitológicas encerradas en un duelo de leyenda.

Ilsa no tardó en ponerse en pie, empapada de barro, con sangre chorreando por la frente y las cejas, pero viva. Subió a otro caballo que uno de sus escoltas le ofreció a tiempo y regresó al combate. Esta vez no gritó, no rugió. Silenciosa, como un espectro sangriento, atacó desde atrás, girando la guadaña con ambas manos hacia la espalda de Garrik.

Pero Garrik lo sintió. No la vio, la sintió.

Dejó de presionar a Agram un instante y tiró de su caballo hacia adelante, la guadaña solo logró rozarle la hombrera. Giró con la fuerza de un huracán, y la bardiche voló de nuevo, raspando el aire, buscando hueso.

La batalla entre los tres era un torbellino de acero, velocidad y fuerza brutal. El lodo les salpicaba hasta los ojos, la sangre de sus heridas y de sus enemigos los bañaba. Cada golpe podía matar. Cada error podía significar el fin. Pero Garrik, a pesar de estar en desventaja numérica, a pesar de los dos enemigos hábiles y letales, se alzaba como un monstruo, una fuerza elemental.

Su forma de pelear era cruda, salvaje, pero había una inteligencia instintiva y peligrosa en cada maniobra. No se movía por instinto animal, sino por puro cálculo feroz. Dominaba el combate. Su presencia sobre la montura era la de un dios de la guerra nacido entre el fuego y la muerte.

Ilsa gritaba, Agram jadeaba, y Garrik parecia estar en jubilo apesar de solo tener una mueca parecida a la de una sonrisa.

Garrik espoleó a su montura hacia adelante, la bardiche apuntando como una lanza descomunal hacia sus dos enemigos. Su rostro estaba deformado por una mezcla de furia, concentración y una sed brutal de combate; su respiración era pesada, y su pecho, cubierto de placas abolladas, subía y bajaba con violencia. Su caballo bufó con fuerza al impulsarse hacia delante, salpicando lodo ensangrentado en cada tranco, lanzándose sin vacilar hacia el corazón del duelo. Ilsa tensó las riendas, su guadaña danzaba a su costado como una sombra al acecho, y Agram se plantó firme sobre su montura de guerra, la hoja curva de su alabarda ya en alto.

El choque fue como el estruendo de una avalancha. Garrik embistió primero, girando su bardiche con una fuerza monstruosa que obligó a Ilsa a bloquear con ambas manos, el impacto reventó parte del acero de su guardabrazo y la hizo tambalearse sobre la silla. No hubo pausa. En el mismo aliento, Garrik giró en redondo, alzando su arma por encima de su cabeza, interceptando la estocada descendente de Agram, cuyo filo rozó el cabello de Garrik, arrancando un chorro de sangre de su ceja. No se inmutó. Rugió otra vez, más animal que hombre.

Los tres jinetes giraban en círculos, el lodo salpicando, las crines de los caballos empapadas en sudor, las armas chocando una y otra vez. A cada instante parecía que uno caería. Pero Garrik, aún superado en número, se imponía por pura brutalidad y dominio. Cada golpe suyo hacía retumbar los huesos, cada tajo dejaba marcas en la armadura enemiga. Su bardiche no era un arma, era una tormenta encarnada. Agram retrocedió por un instante tras recibir un corte en la pierna que casi lo derriba. Ilsa contraatacó, gritando como una bestia, su guadaña buscando el cuello de Garrik, pero él giró su torso, permitiendo que solo le cortara el borde de la hombrera. Su respuesta fue un puñetazo directo al rostro de la mujer que la desestabilizó y dejó colgando de su silla por un instante.

Pero no eran enemigos fáciles. Agram, aunque sangrando, volvió con renovada rabia. Atacaba desde la distancia, golpeando con precisión, buscando la apertura. Ilsa, por su parte, se recompuso y se volvio una sombra danzante, rápida, agresiva, su guadaña se deslizaba por el aire como una serpiente letal. Aun así, Garrik parecía anticipar cada movimiento, su cuerpo curtido y su instinto salvaje guiaban cada defensa y contraataque.

Mientras eso sucedía, en el ala derecha del frente, la guerra no rugía, sino que retumbaba con una violencia cruda y despiadada. Allí, entre el barro y la sangre, se libraba una lucha de desgaste entre colosos. Una guerra donde cada metro ganado costaba litros de sangre, y cada paso perdido era una sentencia para decenas.

Los gritos no eran desesperados, eran férreos. Las gargantas de ambos bandos no aullaban en miedo, sino en rabia contenida, en disciplina férrea y dolor aceptado. Los zusianos mantenían la línea como un bloque de carne y hierro. Legionarios con rostros ennegrecidos por la sangre y la tierra, luchaban sin un ápice de piedad. El choque de las alabardas zusianas era como el tañido de campanas funerarias. Cada tajo, cada estocada, era para mutilar, desgarrar, quebrar. Había soldados que seguían combatiendo con espadas ensangrentadas aunque ya no tuvieran escudo, solo un puñado de madera astillada colgando del brazo como si fuera un apéndice muerto.

Un veterano zusiano gritó mientras empujaba su alabarda con ambas manos, destrozando el yelmo de un thaekiano hasta que su arma se hundió en el cráneo como si atravesara un melón podrido. El cadáver ni siquiera cayó de inmediato, sino que se convulsionó un instante, escupiendo sangre por la boca antes de desmoronarse.

Los thaekianos, sin embargo, no cedían. Cada formación que se perdía era inmediatamente cubierta por otra. Cada baja reemplazada, cada hueco sellado. Sus hachas de peto eran más cortas que las alabardas zusianas, pero en la maraña de hombres, eso jugaba a su favor. Atacaban en ángulos estrechos, buscando entre las defensas zusianas con precisión quirúrgica. Donde un zusiano aplastaba con brutalidad, un thaekiano perforaba con intención. Donde uno desgarraba, el otro rebanaba entre juntas de armadura.

La línea central era un lodazal de yelmos partidos, escudos rotos y miembros dispersos. Hombres mutilados se arrastraban, sin piernas, sin mandíbulas, con los ojos desorbitados y los pulmones perforados, ahogándose con su propia sangre. Algunos intentaban incorporarse, con los muñones temblorosos. Otros gritaban nombres, o maldecían. Y otros simplemente se dejaban morir en silencio, tragando barro y sangre como último alimento.

Los caballos resoplaban y relinchaban desesperados, muchos con heridas horribles, otros con las tripas colgando, cabalgando aún por inercia hasta desplomarse. La caballería pesada zusiana se estrellaba con furia, sus martillos de guerra de dos manos describían arcos salvajes, destrozando cráneos, aplastando corazones, dejando a su paso una estela de huesos quebrados y sangre salpicando en cada dirección. Pero los jinetes thaekianos no se quedaban atrás. Con alabardas perfectamente coordinadas, detenían las cargas enemigas en seco. Y cuando uno caía, dos más ocupaban su sitio sin vacilar.

Los proyectiles no cesaban. Lluvias de flechas, virotes de ballesta, incluso jabalinas volaban por el aire con tal densidad que el cielo se oscurecía por momentos. Era como si una tormenta hecha de muerte cayera sobre ambos bandos sin tregua. A cada instante, un grito. A cada instante, una armadura atravesada. A cada instante, otro cuerpo más al barro.

Y entre ellos, la Guardia de la Medianoche. Jinetes con capas negras y alabardas tan afiladas como su eficiencia. Se movían como una sombra coordinada, abriendo brechas, destrozando unidades enteras con movimientos precisos, clínicos. No había ni un solo gesto desperdiciado, ni una carga sin propósito. No gritaban, no celebraban, solo cumplían, avanzaban, ejecutaban.

Eirik Jarnson, mano derecha de Garrik, sostenía la línea con una furia rabiosa. Su maza de dos manos con fuerza descomunal, salpicando sangre, triturando huesos, pero en su mirada había frustración. El combate no avanzaba como él deseaba. Frente a él, Erich Nachtwehr, aquel bastardo de rostro pétreo y ojos sin alma, dirigía su ofensiva con una precisión deshumanizada. No había improvisación en sus ataques. Cada golpe, cada movimiento, era parte de un esquema mayor. Para él, los hombres eran recursos a gastar. Piezas sacrificables en un tablero mayor.

Eirik intentaba una embestida, concentrando a los más feroces de sus hombres, pero cada intento era anticipado y contrarrestado. Nachtwehr no reaccionaba: predecía. Cada táctica, cada intento de maniobra, era sofocado con frialdad. El muro que representaba su frente no se movía, no flaqueaba. Parecía incluso ganar terreno, lentamente, como una marea inevitable de acero y carne.

Eirik gruñó, girando sobre sí mismo, la maza rompienzo el cuello de un enemigo con tal fuerza que la cabeza salió volando varios metros, dejando un chorro de sangre que manchó los rostros de sus propios hombres. A su izquierda, un zusiano recibió una estocada en el vientre, pero no cayó. Apretó los dientes, clavó su propia daga en la mandíbula del enemigo y, con ambas manos, lo arrastró al suelo, destripándolo con un grito sordo antes de finalmente desplomarse junto a él.

Pero no era suficiente. Nada lo era. Eirik lo sabía en lo más profundo de su carne, en el temblor sordo de sus huesos mientras sostenía la línea. Estaban resistiendo, sí, aguantando como perros rabiosos ante la furia de un huracán, pero era solo eso: resistencia. Contención. No había avance real, no había ruptura, no había victoria. Y si no lograban quebrar esa muralla maldita que Nachtwehr había levantado con su Guardia de la Medianoche, no tardarían en ser aplastados como insectos bajo una bota de hierro.

Las formaciones enemigas no eran simplemente defensivas; eran trampas vivientes, erizos de acero que respondían con precisión quirúrgica a cada ofensiva zusiana. Cada intento de avance era una sangría. El barro estaba teñido de rojo oscuro, casi negro, por la sangre mezclada con tierra. Las suelas de las botas ya no hacían contacto con el suelo firme, sino con una mezcla viscosa de carne pisoteada, sangre, vísceras y lodo. Hombres gritaban sin boca, se arrastraban sin piernas, y otros luchaban aun con las tripas colgando, envueltos en un frenesí que ni el miedo ni el dolor podían sofocar.

El cielo, mientras tanto, se deshacía en un lamento gris. No había sol, no había esperanza. Solo llovía acero. Virotes, flechas, fragmentos de armas rotas, incluso piedras y lanzas, todo cayendo como si el cielo mismo vomitara muerte. Cada impacto era un trueno, cada estallido de carne al romperse como un coro de tambores malignos. Y aun así, seguían luchando.

Los legionarios zusianos se mantenían de pie incluso cuando la muerte los rozaba. Uno, que tenia una lanza incrustada en su estómago, la usaba como punto de apoyo para apuñalar a su agresor con una daga envuelta en su propia sangre. No había retirada para ellos. Solo muerte o victoria. Y si la muerte llegaba, se la llevaban con ellos al infierno, con garras y dientes.

La infantería thaekiana, por su parte, se replegaba y reorganizaba con una eficiencia casi mecánica. Eran resilientes, duros de aplastar, capaces de absorber castigos que quebrarían a cualquier otro ejército. Cuando una línea se quebraba, no huían, retrocedían tres pasos, se reajustaban y devolvían el golpe con la frialdad de un martillo.

Y entonces lo oyó.

Tres cuernos.

Tres sonidos secos, prolongados, como si el propio Halthor hiciera sonar una corneta olvidada. El efecto fue inmediato. Las líneas enemigas comenzaron a retroceder, pero no todas. Solo la caballería. La infantería se quedó atrás, clavada al lodo como si estuvieran encadenados. Estaban dejando una última línea de contención… o una carnicería planeada.

Eirik entrecerró los ojos y sintió un escalofrío recorrerle la espina. Frente a él, entre la bruma negra de la batalla, comenzaron a formarse tres cuñas perfectas. No era una retirada. Era una carga. Una carga infernal. La caballería pesada thaekiana, reforzada por la temida Guardia de la Medianoche, estaba formándose para desgarrar el corazón de su línea como una lanza de gigantes. En la cuña central, como una sombra de muerte montada sobre un corcel negro como la peste, iba él. Erich Nachtwehr.

El general enemigo.

Una figura que dominaba el campo de batalla por presencia sola. Su silueta era tan imponente como un castillo. Su armadura, reluciente como plata bruñida bajo la lluvia, llevaba grabados de relieves. No había gritos ni proclamaciones; el silencio que lo rodeaba era peor. Era la calma previa al cataclismo.

Y su martillo era una monstruosidad de acero y hueso, más alto que un hombre, forjado no para romper huesos, sino para borrar cuerpos enteros del campo de batalla. Con solo levantarlo, ya se sentía el peso del colapso inminente. Erich lo blandía como si no pesara más que un bastón de mando, con una calma que helaba la sangre.

Eirik tragó saliva y recordó las palabras de Garrik. No lo enfrentes. No directamente.

Pero su orgullo ardía. Él también era un monstruo en combate. Con su maza de dos manos había hecho trizas cráneos de mas de mil caudillos norvadianos. Había hundido su arma en pechos acorazados hasta sacar el corazón por la espalda. Era un demonio entre los suyos, un muro de músculo y furia. ¿Por qué no podría enfrentarlo?

Pero entonces recordó uno de sus rumores. Una historia que muchos consideraban una leyenda: Erich Nachtwehr, con solo la mitad de su Guardia de la Medianoche, había atravesado a sangre y fuego a todo un ejercitio de Huestes Juradas stirbanas. Hombres que comían corazones y no conocian el miedo. Y no solo los atravesó… se llevó la cabeza del general enemigo sin haber recibido una herida fatal. Era real. Y si eso era verdad, Eirik lo sabía: estaban en problemas. Muy serios.

Volteó hacia su flanco. Allí estaba Halvert, el comandante de los Inmortales del Norte. Un viejo guerrero que parecía esculpido por la guerra misma. Su rostro estaba surcado de cicatrices, algunas tan profundas que parecían hendidas por las garras de un dios enojado. Halvert no necesitaba hablar para imponer respeto. Su sola presencia bastaba.

—Vamos a contracargar —dijo Eirik, no como una orden, sino como una condena.

Halvert no dijo nada. Solo asintió y levantó su hacha de petos, apuntando al cielo. Detrás de él, veinte mil Inmortales rugieron como una sola garganta. Se habían quedado esperando este momento. Todos estaban frescos y listos. Siempre listos.

—¡Rápido! ¡Formación contra cuñas! ¡Infantería pesada al frente! ¡Relevo de filas cada diez segundos! —rugió Eirik, elevando su voz por encima del estruendo de los tambores que ya comenzaban a retumbar como el latido de un corazón colosal.

Los portaestandartes alzaron sus banderas, ondeando entre la lluvia y el polvo. Los tambores y cuernos patrones que marcaban las señales de defensa. Los legionarios zusianos comenzaron a moverse como un solo organismo vivo, máquinas de guerra que sabían cuándo morir y cuándo matar.

Y allí, en medio de todo ese infierno, con la muerte aproximándose en forma de martillo y silencio, Eirik sonrió con rabia.

—Vamos a cazar... —susurró, mientras giraba su maza, sintiendo el temblor metálico del destino vibrar en la empuñadura.

Y la batalla se preparaba para devorarlos a todos. Como una fiera hambrienta desatada sobre un campo de carne y barro, lo que siguió después no podía llamarse de otra forma que una orgía de violencia, una carnicería inhumana sin piedad. No hubo cuartel, no hubo gritos de gloria, solo rugidos de guerra y el sonido desesperado de hombres y bestias muriendo.

El suelo temblaba, no por el trueno de caballos, sino por la furia con que las almas eran aplastadas bajo los cascos y las hojas. El barro ya no era barro, era un mar denso y oscuro, empapado de sangre, donde flotaban fragmentos de cuerpos, visceras desgarradas e yelmos partidos como cáscaras de nuez. Caballos sin ojos, hombres sin mandíbulas, gritos que no podían ser pronunciados por gargantas desgarradas. Era el infierno, pero sin demonios, porque aquí, los demonios eran los propios hombres.

Los Inmortales del Norte, fornidos como torres de carne y hierro, se estrellaban contra la Guardia de la Medianoche, cuyos estandartes oscuros parecían teñidos con la sombra de la muerte misma. Las enormes hachas de petos colisionaban con las afiladas alabardas en explosiones de metal y hueso astillado. Cada impacto era como un trueno que quebraba la voluntad de los vivos y arrancaba el alma de los muertos.

Eirik no sabía cuántas veces había blandido su maza. Solo sabía que su brazo se movía por pura inercia, como si ya no fuera parte de él, sino una extensión de la rabia que lo consumía. Había aplastado torsos como si fueran madera podrida, había abierto cráneos con un solo golpe, había hecho volar cuerpos enteros como si fueran muñecos de trapo. Estaba bañado en sangre, y ya no distinguía si era suya, de sus hombres o de los enemigos.

A su lado, Halvert rugía como una bestia antigua. Su hacha de petos estaba mellada por tantos choques, pero aún partía huesos como si fueran ramas secas. Su armadura estaba abollada, su yelmo rajado, pero sus ojos seguían ardiendo con furia. Ambos cabalgaban entre los gritos y el caos, dirigiendo la ofensiva a puro instinto, sabiendo que detenerse era morir.

Pero entonces apareció él.

Erich Nachtwehr.

La figura del comandante enemigo parecía surgir del mismo corazón de la tormenta. Su armadura plateada no estaba impoluta, pero seguía reflejando la luz pálida como si la sangre se negara a adherirse a ella. Su martillo de guerra, más una masa de destrucción que un arma, destrozaba con cada impacto a todo aquel que se interpusiera. No golpeaba, aplastaba. No luchaba, arrasaba.

Se abrió paso entre los Inmortales como si no fueran más que campesinos armados. No con velocidad, sino con una precisión casi antinatural. Movimientos fluidos, poderosos, exactos. Partía pechos, arrancaba cabezas, derribaba caballos enteros, cada vez más cerca de Eirik y Halvert.

Cuando finalmente los tres colisionaron, no hubo palabras, no hubo avisos. No fue un duelo, fue un choque brutal entre tres titanes montados en caballos jadeantes, bañados en sangre, con espuma carmesí brotando por los belfos. Los cascos retumbaban con cada giro, cada acometida. El acero se encontraba con la carne, la carne se partía como fruta madura. La lucha no tenía belleza ni técnica, solo brutalidad.

Eirik alzó su maza, buscó el flanco de Erich, pero el bastardo bloqueó con una velocidad que no parecía humana, contraatacó con su martillo y lo obligó a retroceder, aplastando la hombrera de su armadura, quebrando parte del metal como si fuera estaño. Halvert rugió, buscando una apertura con su hacha, y por un momento logró empujar a Erich hacia atrás… pero no tardó en recuperar el ritmo, giró sobre su montura y devolvió un golpe tan violento que la cabeza del caballo de uno de los Inmortales cercanos explotó en una nube de hueso y sangre.

No era un duelo. Era una guerra dentro de la guerra. Porque cada vez que alguno de ellos parecía dominar al otro, aparecían soldados alrededor, metiéndose, chocando, muriendo, interviniendo sin descanso. Inmortales y miembros de la Guardia de la Medianoche no permitían el aislamiento; cada metro ganado era pagado con una docena de muertos.

Los caballos, desesperados, resbalaban en el lodo espeso y viscoso, cubiertos de sangre hasta el pecho, con ojos desorbitados y jadeos que sonaban como lamentos de condenados. Algunos simplemente colapsaban, sus corazones no podían más. Pero los hombres seguían, desmontaban y seguían a pie, hundiéndose hasta las rodillas en un suelo hecho de carne, fango y vísceras.

El paso Dranthvar se convirtió en un matadero. En algunos sectores, los zusianos empujaban con tal brutalidad que hacían tambalear incluso a los Batallones de Plata, que resistían con dientes apretados, escudos firmes y una voluntad de hierro que se aferraba al suelo como raíces ancestrales. En otros, los thaekianos lograban retroceder a los zusianos, no por fuerza, sino por estrategia, por coordinación impecable, por una frialdad que les permitía actuar con eficacia incluso mientras el mundo se deshacía a su alrededor.

Y así transcurrían las horas. Sin tregua. Sin alivio. Solo muerte. Solo acero. Solo sangre.

El sol fue desvaneciéndose entre nubes de proyectiles y polvo. La luz no descendía con la paz del atardecer, sino con la pesadez fúnebre de un telón que caía sobre una tragedia interminable. La batalla rugía, sin cesar, como una tempestad viva, alimentada por la furia y la desesperación de millones de hombres que ya no combatían por gloria, ni patria, ni siquiera por orden. Solo mataban. Por instinto. Por rabia. Por no morir primero.

Desde el flanco norte, podía observarse la inmensidad del paso Dranthvar transformado en un matadero. Cada desfiladero, cada paso estrecho, cada garganta de piedra era un hervidero de cuerpos desgarrados, miembros amputados, sangre que corría por las rocas como riachuelos rojos. Y el hedor... el hedor era insoportable, una mezcla repugnante de entrañas abiertas, metal oxidado por la sangre y orina caliente.

Los zusianos habian podido avanzar como una marea de hierro y fuego. Moviendose como si estuviesen poseídos, como si sus cuerpos no respondieran a dolor ni miedo, como si les fuera natural morir de pie. Cada vez que un grupo de thaekianos trataba de reorganizarse o levantar barricadas improvisadas, eran barridos por los embates de las cuchillas zusianas, que no dudaban en aplastar a los heridos, rematar a los caídos, desmembrar a los vivos que se arrastraban. 

En el franco derecho, Eirik, Halvert y Erich parecian verdaderas bestias de guerra. Los tres chocaron como toros furiosos una y otra vez. Pero no hubo un gran duelo. La batalla no ofrecía espacio ni tregua.

Y así, durante horas. En todos los pasos, el mismo infierno. Las gargantas del paso Dranthvar se convertían en pasillos de masacre. En algunos tramos, los zusianos empujaron con tal fuerza que los thaekianos fueron barridos como hojas bajo una tormenta. En otros, la lucha era estancada, una danza sangrienta sin ganadores. En otros, los Batallones de Plata, lograban resistir, empujando centímetro a centímetro, hasta abrir brechas que luego se convertían en nuevas trincheras de cuerpos.

El centro de la batalla fue donde más se abrió paso. La presión zusiana fue brutal. Aplastaron barricadas, arrollaron defensas improvisadas, pasaron sobre cadáveres como quien pisa ramas secas. En el ala izquierda, el avance zusiano fue aún más notable, gracias a la astucia de los comandantes de legión y, sobre todo, al despiadado liderazgo de Torvald. Este último, con su voz implacable y sus órdenes certeras, leía el campo de batalla como un texto. Cada grieta, cada flanco débil, era una invitación al martirio para sus enemigos. 

Allí, en ese sector, Garrik se encontró cara a cara con Agram e Ilsa. Fue una tormenta. Garrik embistió con su bardiche como una tormenta encadenada: cada tajo arrancaba un pedazo de carne, cada embate provocaba el retroceso de filas enteras. Agram e Ilsa resistieron como pudieron. Garrik no los pudo matar, pero los desfiguró casi hasta dejarles los huesos al aire. Ilsa estaba bañada en sangre, sus guanteletes desaparecidos, su armadura cubierta de rajaduras y cortes profundos. Pero sus ojos seguían allí: fieros, llenos de furia. Tuvo que cambiar dos veces de caballo. Agram, por su parte, estaba peor. Su aliento era errático, y por momentos parecía a punto de desmayarse, pero la rabia lo mantenía despierto, colgado apenas del odio.

—General, por favor, retroceda. No podemos más. Estamos siendo devorados por completo —le dijo un Guardia de Medianoche a Ilsa, apenas podía hablar de tan exhausto.

—Capitán, no queda opción. Todos nuestros ataques han sido repelidos. Estamos al borde del colapso —gritó un jinete de la Furia Carmesí hacia Agram, su voz desesperada, teñida de polvo y llanto.

Ambos comansates alzaron la vista, y lo vieron. Garrik. Aún entero. Apenas herido. Su respiración era vapor caliente. Su bardiche aún goteaba sangre. Su cuerpo parecía incansable.

—Han sido bastante entretenidos —dijo, sin levantar la voz, como si hablara de una danza o de una partida de caza—. Si lo desean, pueden rendirse. Zusian siempre recibe con los brazos abiertos a los valientes. Ilsa... Agram... ustedes serían bienvenidos. Sobre todo tú, Agram. Mercenario, ¿verdad? Zusian paga bien a quienes saben obedecer.

Silencio. Solo el viento. Solo los quejidos de los heridos.

Y entonces, la retirada. Ilsa y Agram, sin fuerza ya, se replegaron, sabiendo que continuar sería suicidio. No por cobardía, sino por instinto de supervivencia. Sus hombres, destrozados, los siguieron como sombras tambaleantes, mientras los inmortales de Garrik cerraban el camino tras ellos, implacables, silenciosos, asesinos hasta el último aliento.

Y cayó la noche.

Para entonces, los zusianos habían logrado avanzar un setenta por ciento del paso Dranthvar. De las 237 rutas y pasos menores, 166 ya eran suyos. El resto permanecía en pugna, y unas pocas, muy pocas, resistían bajo escudos thaekianos aún en pie.

De las seis rutas principales, cuatro estaban dominadas por la bandera negra de Zusian. El centro había logrado romper el frente enemigo. El ala izquierda, gracias a Torvald, también. La derecha... resistía como podía, pero Eirik, aunque seguía vivo, había sido obligado a retroceder. No mucho, pero lo suficiente para saber que la noche sería larga.

En total, se calculaban más de tres millones de bajas en las filas zusianas.

Pero del lado thaekiano... más de cinco millones yacían esparcidos, despedazados, aplastados o desangrados, devorados por cuervos, ratas y silencio.

El segundo día de batalla había terminado.

Y el infierno... apenas comenzaba.