¡FSHUUU!
Las luces doradas ya no brillaban, sino que ardían.
Lo que una vez descendió como una calma radiante ahora se desataba como una tormenta, y desde dentro de su resplandor emergían formas no nacidas de carne o sangre, sino de propósito.
Eran Ángeles.
No los del tipo de leyendas o religiones, sino seres de un orden superior, esculpidos a partir de ley, presión divina, y códigos antiguos destinados a mantener la existencia. Sus alas brillaban con acero de otro mundo. Sus ojos veían a través del tiempo. Su mera presencia doblaba el vacío a su alrededor en espirales de luz temblorosa.
A la cabeza estaba uno que brillaba más que el resto—su armadura forjada de luz estelar, sus alas amplias y múltiples, sus ojos tan fríos como el juicio mismo.
Llevaba una lanza dorada más alta que la mayoría de los mortales y más afilada que cualquier hoja que Rey hubiera visto.