Una mujer se dejó caer sobre los hombros de Abadón.
Era hermosa, incluso angelical.
Su piel era oscura y su pelo tan blanco e cegador como un destello de luz.
Sus ojos dorados centelleaban con una diversión infantil. Miraba a Abadón del revés como si intentara asegurarse de que era él debajo de su disfraz.
—Entonces eres tú, Mayor. ¿Has venido a arrancar las estrellas del cielo? —preguntó ella.
Abadón sonrió con suficiencia.
—¿Acaso no serían mías para arrancar? Es mi cuerpo —respondió.
—Oh, sí, cómo puedo olvidarlo. Perdóname, oh Poderoso Dragón del Cosmos —ironizó la mujer.
Abadón rió mientras ayudaba a su joven primo a bajar.
—¡¡¡MAYOOOORRRRRR!!! —gritó Rafael.
No bien había levantado a Uriel de sus hombros, cuando el arcángel Rafael se lanzó sobre él para abrazarlo.
—¡Ja! ¡Mírate! ¡Vuelves a ponerte una piel humana! ¡Nunca creí que vería el día! —Se rió alegremente.
Abadón abrazó a su primo de vuelta. No podía culparlo ni por su entusiasmo ni por su sorpresa.