Giselle se detuvo al entrar en la cámara y puso sus ojos en exactamente lo que había estado buscando. La cámara yacía en sombras, un santuario intacto por el tiempo, su aire mismo cargado con los susurros de secretos ancestrales. Dio un paso adentro, y sintió un escalofrío de asombro y aprensión, su aliento atrapado en su garganta al finalmente ver lo que buscaba.
Ante ella, suspendido en la penumbra, estaba el tesoro secreto de la leyenda, las Arenas del Tiempo. Era un pequeño bucle, delicado y fascinante, formado por unos pocos granos de arena que parecían desafiar la gravedad, cascando eternamente en una caída hipnótica.
Los granos brillaban con una suave luz dorada, creando un aura tanto surrealista como mítica. El poder emanando de las Arenas era palpable, una fuerza inmensurable que tiraba del mismísimo tejido de la realidad, prometiendo lo inalcanzable, lo incomprensible.