capítulo 07: la sombra de lo que fue y el futuro de lo que será. 3ra parte

— ¿Qué hemos hecho? —susurró Taveras, su voz apenas audible sobre el sonido de los motores.

— Sobrevivir —respondió Torres, aunque su tono carecía de convicción.

Los rostros de los supervivientes estaban marcados por el conflicto interno, una batalla entre la gratitud por su propia supervivencia y el horror de las vidas sacrificadas. Algunos lloraban en silencio, otros miraban al vacío, y algunos rezaban por los caídos.

López, con una expresión grave, entregó a Torres el informe detallado de los caídos. Además, se encargó de llevar a cabo un ritual solemne para los soldados, erigiendo tantas piras funerarias como almas perdidas. En un círculo macabro, los cuerpos eran representados por objetos inflamables, y al encenderse, las llamas danzaban como si fueran las almas de los difuntos, ascendiendo al más allá en un espectáculo de fuego y sombras.

— Debimos haber hecho más... —insistió Vidal, mientras su rostro pálido reflejaba la luz mortecina del atardecer.

— No había nada que hacer. Eran ellos o nosotros —replicó Duarte, intentando convencerse a sí mismo tanto como a los demás.

En medio de la conmoción, me encontraba con vértigo, dolor de cabeza y un fuerte zumbido en el oído, que casi me imposibilitaba escuchar las opiniones y críticas de mis compañeros. No podía soportar la situación en la que me encontraba, porque nunca había concebido un mundo hostil fuera de la universidad, y ahora veía personas... matar personas, personas... sacrificar a otras personas.

La situación no hacía más que agravarse y con ella: mi cabeza daba vueltas, mis oídos se desconectaron, me temblaban las manos, un sudor frío me escurría de la frente y cuando quise hablar... Me desmayé.

La marcha del convoy era lenta, casi ceremonial, como si cada giro de los neumáticos fuera un tributo a los que habían quedado atrás. La atmósfera estaba cargada de un silencio pesado, interrumpido solo por el ocasional sollozo, el crujido de la carretera de piedra caliza y los cascos de los caballos.

La tormenta no se hizo esperar, como si estuviera cargada de odio. La lluvia golpeaba sin piedad, como si presagiara la oscuridad que se cernía sobre nosotros. El grupo, una sombra errante en la tormenta, nos adentramos en un asentamiento que más bien parecía un refugio de almas perdidas, a la orilla del siniestro bosque Cayo Oscuro. Buscamos refugio en un antiguo molino, cuyas paredes contaban historias de tiempos más simples, cuando solo era el corazón de un pequeño pueblo de granjeros.

Con manos temblorosas, revisé el botiquín de un cadáver cercano, anhelando descubrir morfina o algún antibiótico que mitigara el incesante dolor que me consumía. De repente, escuché su voz a lo lejos, una voz desgarradora y tortuosa que atravesaba mis tímpanos con su llamado gutural. Estaba cerca, muy cerca de encontrarme...

La lluvia martilleaba el techo del molino, acompañando el duelo y la tensión que impregnaban el ambiente. Cada uno lidiaba con los fantasmas del sacrificio y la pérdida, pero para Binet, las sombras eran aún más profundas, aún más amargas.

Binet, en un rincón del molino, se aferraba con fuerza a una pequeña bitácora con páginas manchadas. Era el diario que compartió con Santos. Lágrimas silenciosas caían sobre las amarillentas hojas, creando manchas que se mezclaban con la tinta. La pérdida de su amigo había dejado un vacío que ningún logro científico podría llenar.

— ¿Por qué tenía que ser él? —murmuró para sí mismo, sintiendo cómo la desesperación amenazaba con consumirlo. Cada palabra escrita en esa bitácora era un recordatorio de la vida que habían compartido y que ahora se desvanecía en el eco del sacrificio.

Vidal, por su parte, caminaba de un lado a otro, su mirada fulminante y sus pasos marcados por la ira contenida. Torres, con sus decisiones, había llevado al grupo a un punto sin retorno, y el odio de Vidal se hacía cada vez más palpable.

— Esto se ha convertido en una ruleta macabra. ¡¿Quién será el próximo?! —Vidal miraba a Torres con desprecio.

Torres, consciente de la creciente animosidad, no replicó. Sabía que sus decisiones habían deshumanizado al grupo, y era algo que llevaría en su conciencia el resto de sus días.

En otro rincón del molino, Batista se inclinaba sobre González, retirando el improvisado vendaje de la herida de su compañero.

— Vamos, González. No puedes darnos el gusto de perderte también —dijo Batista con una sonrisa forzada, intentando mantener la moral alta tras la creciente fiebre de González.

—Esto no es nada, Batista. No se desharán tan fácil de mí —respondió González, conteniendo el dolor mientras sonreía.

Cerca de ellos, Duarte y Taveras cuidaban de mí. Sus voces eran suaves, llenas de preocupación y temor de perder a quien es como un hermano.

—Larel, debes mantenerte fuerte. Necesitamos tu mente, no podremos hacerlo sin ti —exhortó Duarte, intentando reconfortarme.

— Tienes que descansar y recuperar fuerzas. Estamos aquí contigo —añadió Taveras, moviendo el cabello de Larel con un gesto afectuoso.

Mientras tanto, en un rincón apartado del molino, Torres y López sostenían una conversación personal. La gravedad de la situación les pesaba, y con tantas bajas era normal que pesara más de lo habitual.

— López, hoy hemos perdido a grandes hombres, pero no podemos permitir que sea en vano. Tenemos que seguir adelante, cueste lo que cueste —dijo Torres, su voz cargada de determinación.

— Lo sé, Torres, pero cada baja pesa en nuestros temerosos corazones. Tenemos que encontrar una forma de avanzar sin deshumanizarnos más —respondió López, haciendo eco de la presión interna que todos sentían.

En ese momento, Sánchez se acercó con una expresión de incredulidad en su rostro. Se había enterado del plan de Torres. No solo envió a esos hombres a morir, sino que también la furgoneta iba cargada de sus suministros o gran parte de ello.

— Torres, ¡qué mierda! El auto que enviaron con los guardias... Vázquez y Polanco... iba cargada con gran parte de nuestros suministros alimenticios —dijo Sánchez—, su voz denotaba su frustración e ira.

La noticia cayó sobre el grupo como un yugo implacable. Torres y López intercambiaron miradas cargadas de pesadumbre. Cada sacrificio, cada vida perdida, era una herida abierta que sangraba sin cesar y ahora los supervivientes comenzarían a morir de hambre.

— ¡¡¡Estamos vivos!!! —Grita López—. Si no hubiéramos enviado los suministros... quién sabe cuantos más hubiéramos caído. Es el precio que tuvimos que pagar.

— ¡¿El precio?! La muerte de tantos solo fue el aperitivo para que la comida sea el protagonista de salvarnos... ¡¿Esa mierda nos quieres contar, López?! —interviene Binet.

— No es lo que quiso decir Binet.

— Usted se calla, Torres. Estoy harto de escuchar a todos quejarse... que si la comida, que si mis heridas —Binet rompió en llanto—. Que si los caídos... estamos vivos, ¡¡¡maldita sea!!! Aún respiramos y eso es todo lo que se necesita. Culpable somos todos, y aun así... aun así...

Batista abrazó con fuerzas a Binet quien sin las fuerzas se dejó caer entre lágrimas y desesperación porque no volverá a ver a su amigo. No volverán a hablar, ni compartir otro día más. Su luz se apagó y con ella se llevó la de Binet.

— Perdónenme —implora López.

— También perdónenme —súplica Torres—. No quería pérdidas en esta misión, ni dolor que cargáramos a cuestas. Pero les prometo que no habrá más víctimas, ni dolor de perdida que toque sus corazones. Déjenme cargar con este pecado hasta que aquellos que me negué darle su digna sepultura me atormenten para lograr nuestro cometido.

— Yo compartiré su pecado, mi señor —reafirma López su compromiso con su capitán—. Cargaremos con los muertos hasta que logremos encontrar la cura.

— Dar sus vidas en esta labor no es suficiente pago para las vidas que se perdieron —sentencia Vidal.

— También hay quienes están vivos gracias al capitán —interviene González—. Si vamos a ser descarados para juzgarlo de todo el mal, seamos negligentes también con nosotros y démosle un respiro... También perdió a sus guardias y amigos que lo siguieron en este infierno.

— Sé que querías a Polanco, sé que el dolor de su muerte aún te afecta, González.

— Torres, con esas mierdas de palabras no me harás llorar. Polanco murió y, punto, no hay nada más que decir. Sigamos avanzando, porque si morimos todos aquí, sí serán en vano sus muertes.

Era la primera vez que veía a González tan quebrado y a su vez lleno de esperanzas. Aunque negara que le afectaba la muerte de Polanco, ese amigo que conoció en pocos días. La verdad sufría, al igual que todos nosotros, solo que él sí sabía ocultarlo por el bien de la misión y de aquellos que aún están siendo azotados por la podredumbre.

La cocina, ahora en manos de Sánchez y los transportistas, se transformó en un refugio de normalidad en medio del caos. Con los escasos suministros restantes, se dividieron en pequeñas porciones cuidadosamente para poder sobrevivir más días. Molían el maíz hasta convertirlo en una masa, y conforme se amasaba y arrojaba en una plancha, previamente calentada, se transformaba en tortillas fragantes. Mientras tanto, los vegetales se pelaban y se preparaba una sopa que pronto sería servida.

La cena, sencilla y terrenal, era un recordatorio de la vida más allá de la muerte y la desolación que nos rodeaba. Los médicos, doctores y científicos, acostumbrados a la sofisticación, la recibíamos con desdén. En contraposición, para los transportistas y guardias, era un festín que devoraban con fervor, sin dejar ni una migaja, repitiendo siempre que se podía. A diferencia de ellos, no podíamos imaginarnos lo que era pasar hambre y sentir que cada comida podría ser la última.

Con la olla vacía y los estómagos de algunos a punto de reventar, improvisamos camas con objetos blandos para dormir. Era la primera de muchas noches en las que las incertidumbres, el temor y las acciones pasadas pesaban en la mente de todos, impidiendo un sueño placentero.

Torres y López fueron los primeros en hacer guardia aquella noche. El horror de perder parte de sus hombres aún les carcomía el alma, y en el silencio de la noche, se enfrentaban a sus propios demonios mientras vigilaban en la oscuridad.