III

Ernesto suspiró profundamente mientras se levantaba de su cama al amanecer. La luz dorada del sol comenzaba a filtrarse por las ventanas de la habitación de la finca que Don Pancho les había dado para su noche de bodas. La habitación aún olía a flores frescas y velas derretidas, reminiscencias de su noche de bodas y de la celebración de la víspera. El suave canto de los pájaros matutinos creaba una melodía tranquila que contrastaba con la tensión que comenzaba a acumularse en su pecho.

Cerca de la cama, sobre una silla de madera oscura, descansaba el uniforme que un mensajero le había entregado el día antes de su boda. Era el paquete de inicio para los nuevos soldados federales. El uniforme militar, con su chaqueta negra y discretos detalles en rojo, unos pantalones negros con una línea vertical roja y una gorra negra adornada con el águila nacional, era diferente a los sombreros de ala ancha que llevaban los soldados en la plaza. Según lo que había leído en el boletín que venía con el paquete, era parte de los nuevos uniformes militares de la federación: más prácticos y menos llamativos. Este uniforme estaba cuidadosamente doblado junto a un par de botas de cuero negro, pulidas hasta brillar. No porque él las hubiera pulido, sino porque así venían.

Junto al uniforme, en un rincón, una mochila de lona contenía lo esencial para el inicio de su servicio: una manta gruesa, un manual del programa de entrenamiento, una guía rápida de supervivencia en campaña y un pequeño cuaderno de instrucciones básicas sobre tácticas militares. Ernesto encontraba un poco irónico que incluyeran tanto material escrito, sabiendo que muchos de los reclutas de zonas rurales no sabían leer. Él, sin embargo, había tenido la suerte de aprender gracias a Valentina e Isabel, quienes le enseñaban cuando salían de la escuela y venían a visitarlo durante sus descansos en su antiguo trabajo en la posada y ganadería de su antiguo patrón.

Con cuidado, Ernesto comenzó a prepararse. Se puso la camisa blanca de algodón, seguida de la chaqueta negra, ajustando cada botón con precisión. Sentía el peso del uniforme cuando lo terminó de vestir. Se miró en el espejo y, aunque ciertamente se le veía bien, no era lo que él hubiera preferido. Mil veces hubiera escogido estar en las reservas, esos ocho años donde esperaba que no hubiera ninguna guerra. Pero ahora estaba en las fuerzas militares oficiales de la federación, veinte años de servicio donde probablemente estallaría un conflicto.

Ernesto se acercó a la ventana y miró hacia el horizonte, donde el sol empezaba a elevarse, bañando los campos con su luz dorada. Se perdió en sus pensamientos, contemplando tantas posibilidades: ¿Moriría en el frente? ¿Habría alguna guerra o rebelión en alguna parte del país? Las preguntas lo invadían, y muchas de ellas conducían a su posible muerte.

Tan sumergido estaba en su mente que ni siquiera escuchó el movimiento en la cama ni los pasos detrás de él.

—Ernesto... —susurró Valentina, sus manos temblando ligeramente mientras lo rodeaba con los brazos—. ¿Cómo... cómo dormiste?

Ernesto sonrió brevemente. Era bonito que intentaran distraerlo aun en sus últimos momentos en casa. Tomó las manos de Valentina y las besó con ternura, luego hizo lo mismo con las de Isabel.

—¿Me veo muy guapo, no? —dijo con una pequeña sonrisa y tono burlón.

Valentina esbozó una sonrisa a pesar de sus ojos llenos de preocupación.

—Siempre te ves guapo —respondió, tratando de mantener el ánimo. Isabel asintió, sus labios curvándose en una sonrisa tímida mientras se acercaba más a Ernesto.

—Recuerda escribirnos siempre que puedas. Nosotras te escribiremos cada semana, si no más —dijo Isabel, su voz apenas un susurro cargado de una mezcla de esperanza y miedo. Sabía que las cartas podrían ser la única forma de mantenerse en contacto durante su ausencia, y la incertidumbre de no saber cuándo volverían a verse la invadía.

—Les escribiré cada vez que tenga la oportunidad —prometió, apretando suavemente las manos de ambas mujeres, tratando de transmitirles el mismo consuelo que él buscaba encontrar en sus palabras.

Valentina e Isabel intercambiaron una mirada cargada de emoción contenida. Ambas trataban de ser fuertes por él, pero la tristeza era evidente en sus ojos, reflejando el dolor de la inminente separación. Ernesto intentó memorizar sus rostros, sus expresiones, cada detalle, consciente de que esos recuerdos serían su refugio en los días más oscuros que estaban por venir.

—Te vamos a extrañar mucho, Ernesto —dijo Valentina, con un nudo en la garganta que dificultaba cada palabra. La despedida se sentía como una herida abierta que dolía más con cada segundo que pasaba.

—Yo también las voy a extrañar —respondió él, esforzándose por mantener un tono seguro que no sentía en lo más profundo de su ser—. Vengan, vamos a desayunar y a pasar un buen momento antes de que me tenga que ir.

Se dirigieron al comedor, tratando de aferrarse a esos últimos momentos juntos. La mesa estaba preparada con esmero por las criadas de Don Pancho, quien también estaba sentado esperándolos. Su semblante reflejaba una mezcla de severidad y tristeza.

La mesa estaba adornada con una variedad de platillos. Había pan recién horneado, cuya corteza crujiente dejaba escapar un tentador aroma a harina y mantequilla. Jarras de barro llenas de leche y café humeaban en el centro, rodeadas de frutas frescas, dulces y jugosas, que resplandecían bajo la luz de la mañana.

Isabel sirvió a Ernesto una porción generosa de huevos revueltos, mezclados con tomates y cebollas, y un par de tamales envueltos en hojas de maíz. El vapor de los alimentos recién cocinados se elevaba en el aire, mezclándose con los aromas del café. Valentina llenó su taza de café, el oscuro líquido se vertía lentamente, llenando el aire con su aroma robusto. Las manos de Valentina temblaban ligeramente al sostener la jarra, consciente de que cada gesto, cada acto cotidiano, ahora tenía un peso especial.

El desayuno transcurrió en un silencio tranquilo y melancólico. Todos los presentes parecían estar conscientes de la inminente separación, pero se esforzaban por disfrutar de esos últimos momentos juntos. Los últimos bocados del desayuno parecieron amargos, como si cada mordisco marcara la cuenta regresiva hacia su partida.

Finalmente, llegó el momento de irse. Don Pancho le ordenó a algunos de sus empleados que prepararan un carro para ir a la estación de ferrocarril que lo llevaría al Fuerte San Roberto. Durante el camino, vieron a los demás hombres del pueblo caminar hacia la estación, con semblantes serios y llenos de resignación, sabiendo que algunos de ellos también partirían hacia el frente en algún momento. El ambiente era solemne, cada paso resonando con el eco de despedidas silenciosas y promesas de retorno que nadie sabía si podrían cumplir.

Mientras el carro avanzaba lentamente por el camino de tierra, Ernesto les dio una pequeña sonrisa a Valentina e Isabel, quienes le correspondieron con miradas cargadas de amor y preocupación. Al llegar a la estación, Ernesto bajó primero y, con cuidado, ayudó a ambas a descender del carro. Don Pancho le entregó su mochila, y juntos caminaron hacia la plataforma de la estación.

La estación estaba llena de otros hombres y sus familias, todos esperando la llegada del ferrocarril. El ambiente era una mezcla de despedidas silenciosas, abrazos apretados y lágrimas contenidas. La estación misma, con su estructura de madera y hierro, parecía vibrar con la energía de tantas emociones reunidas en un solo lugar.

Ernesto sostuvo las manos de Valentina e Isabel, sintiendo la calidez y el temblor en sus dedos. Valentina, con los ojos llenos de lágrimas, trató de mantener la compostura.

—No te olvides de nosotros, Ernesto —dijo Valentina con la voz entrecortada.

—Nunca lo haría —respondió Ernesto, apretando sus manos con fuerza. 

Isabel, con una expresión de tristeza profunda, añadió:

—Te estaremos esperando. Cada día, cada noche, estaremos esperando tu regreso.

Ernesto asintió, sintiendo el peso de sus palabras y la responsabilidad que conllevaban. 

—Prometo que volveré —dijo con firmeza, intentando transmitirles la seguridad que necesitaban.

Don Pancho, con su usual semblante severo, observaba la escena con una mezcla de orgullo y tristeza. Aunque no era hombre de muchas palabras, su presencia sólida y su mirada seria decían mucho.

El sonido del tren acercándose rompió el silencio de la mañana. La locomotora, con su humo negro y su ruido estridente, se hizo visible en el horizonte, avanzando lentamente hacia la estación. Los hombres comenzaron a recoger sus pertenencias y a despedirse de sus familias.

Ernesto miró una última vez a Valentina e Isabel, queriendo grabar sus rostros en su memoria.

—Recuerden escribirme —dijo, su voz suave pero urgente—. Sus cartas serán mi fuerza.

—Lo haremos —respondió Valentina, su voz apenas un susurro.

El tren llegó a la estación y se detuvo con un fuerte silbido. Las puertas se abrieron y los oficiales empezaron a pasar lista para subir. Aún no era el turno de Ernesto, así que aprovechó para abrazar a Valentina e Isabel por última vez, sintiendo cómo sus corazones latían al unísono en un triste concierto de despedida.

—Te amamos, Ernesto —dijo Isabel, sus lágrimas cayendo libremente ahora.

—Y yo a ustedes —respondió él, besándolas en la frente.

Con un último apretón de manos de Don Pancho, Ernesto se dirigió al tren al escuchar su nombre. Subió los escalones como muchos de los que habían subido antes que él. Sacó la cabeza por la ventana y agitó la mano en un gesto de despedida. Valentina e Isabel le devolvieron el gesto, sus figuras haciéndose cada vez más pequeñas a medida que el tren se alejaba. Después de despedirse con una última sonrisa a sus esposas, Ernesto empezó a caminar por el ferrocarril.

Al avanzar por el vagón, vio a soldados haciendo guardia, probablemente para evitar que alguien intentara escapar. Caminó lentamente por los pasillos hasta que encontró dos asientos vacíos. Puso su mochila en el compartimento superior y, mientras prendía un cigarro de los que venían en su paquete, alguien le hizo sombra.

Al darse la vuelta, Ernesto se encontró con un hombre delgado, de cabello negro algo largo y de tez morena, típica de la zona. El hombre sonreía ampliamente, mostrando una expresión amistosa y confiada, que contrastaba con el ambiente tenso del vagón lleno de reclutas.

—Ernesto, ¿cómo has estado? —dijo el hombre, acomodándose junto a él con la familiaridad de viejos conocidos.

Ernesto tardó un momento en reconocerlo. La última vez que se habían visto había sido hace un año, y aunque no eran amigos cercanos, lo conocía lo suficiente como para entablar una conversación.

—Oh, Javier, hace un año que no te veo, ¿cómo has estado? —respondió Ernesto con voz sosegada y un tono serio, mientras estudiaba el rostro de su conocido.

Javier se rió y dio una palmada amistosa en el hombro de Ernesto antes de sacar su propio cigarro y encenderlo con destreza.

—Sobreviviendo, como todos. He estado viajando mucho, ya sabes, el oficio de comerciante ambulante me mantiene en movimiento. Conociendo lindas jovencitas por el camino —respondió Javier con una sonrisa pícara, exhalando una nube de humo—. ¿Qué te tocó, reservista o federal?

—Federal. ¿Y tú? —dijo Ernesto, imitando el gesto de exhalar una nube de humo mientras miraba a su alrededor.

—Lo mismo —respondió Javier, encogiéndose de hombros con una expresión resignada—. Parece que no podemos escapar de esto, ¿verdad?

Se hizo un breve silencio mientras ambos hombres fumaban, dejando que el humo se mezclara con el ambiente cargado del vagón. Los ruidos del tren en movimiento y las conversaciones de otros reclutas llenaban el espacio, creando un murmullo constante que parecía envolverlos en una atmósfera de incertidumbre y expectación.

—¿Cómo está tu familia? —preguntó Ernesto, rompiendo el silencio y girando la cabeza para mirar a Javier.

—Normal, supongo. Una boca menos que alimentar. Mis padres estarán un poco más cargados de trabajo, pero al menos tienen a mis otros cuatro hermanos y a mis hermanas para ayudarles. ¿Y tú cómo estás?

—Pues mandé a la chingada a mi patrón cuando supe que me tocaba federal. Se sintió muy bien —respondió Ernesto con una media sonrisa, recordando el momento de liberación.

Javier se rió a carcajadas, disfrutando de la imagen mental de Ernesto desafiando a su patrón.

—Hubiera pagado por ver la cara de ese amargado siendo retado —dijo Javier, riéndose ligeramente—. Hablando del pueblo, ¿las nietas de Don Pancho siguen solteras? Ambas son un gran partido. Cuando regrese del adiestramiento, quiero hablar con alguna de las dos y tal vez casarme. Joder, ¿te imaginas una hermosa esposa y una buena parte de la fortuna de Don Pancho? ¿Qué dices, Ernesto? Siempre te gustaron, ¿no? Tú con una y yo con la otra.

Ernesto sintió una oleada de ira al escuchar esas palabras. Javier no sabía de su matrimonio, y su comentario despectivo y ambicioso le molestó profundamente. Se tomó un momento para calmarse antes de responder, asegurándose de que su tono reflejara la seriedad de sus sentimientos.

—De hecho, Javier, me casé con las dos —dijo Ernesto, su tono firme y decidido, con un matiz de irritación.

La cara de Javier se congeló por un instante antes de que una mueca de sorpresa apareciera en su rostro.

—¿En serio? No tenía idea, hombre. Felicidades... supongo —dijo Javier, con una sonrisa nerviosa. Y, ¿cómo le hiciste para que Don Pancho te dejara estar con las dos? Recuerdo que intimidaba a todos los hombres que se le acercaban a sus nietas.

Ernesto suspiró, dejando que la tensión de la conversación se disipara un poco antes de responder. Se permitió una pequeña sonrisa, recordando esa noche.

—No fui un pendejo y le dije a Don Pancho que las amaba o que me las quería tirar, como los borrachos o los que intentaban concertar un matrimonio —dijo Ernesto con una sonrisa burlona—. De hecho, fui muy borracho y tambaleándome llegué a su finca. La verdad, casi me pierdo dos veces en el camino. Cuando llegué, por lo borracho y lo quitado de la pena, le pedí a Don Pancho que me dejara hablar con ellas. Le dije que me tocaba el servicio federal y que quería hablar con ellas antes de irme. Creo que fue por pena, pero aceptó y las llamó. De hecho, me amenazó primero con un machete.

Ernesto inhaló una profunda bocanada de su cigarro y dejó salir el humo lentamente, sus ojos perdiéndose momentáneamente en el recuerdo.

—Al verlas, me abrazaron, me preguntaron si estaba bien y por qué estaba en ese estado, y demás cosas. Pero bueno, para no alargarme, nos sentamos y les dije que las amaba, y más cosas que no te contaré, pinche chismoso —agregó Ernesto, dándole a Javier un ligero empujón amistoso.

Javier rió, el ambiente volviendo a relajarse un poco.

—Bueno, supongo que eres un puto afortunado. No todos tienen esa suerte —dijo Javier, riéndose y dejando salir el humo de su cigarro por la nariz.

—Supongo —respondió Ernesto, su tono más amigable y menos serio.

El tren continuó su marcha, deteniéndose momentáneamente para que los demás hombres que estaban en el servicio militar entraran. El vagón se llenaba rápidamente de reclutas, algunos con expresiones de nerviosismo, otros tratando de ocultar su miedo bajo una fachada de valentía. Las conversaciones eran un murmullo constante de voces mezcladas, creando un ambiente de expectación y ansiedad.

Ernesto observaba a los nuevos reclutas mientras buscaban asientos libres, algunos cargando mochilas pesadas, otros simplemente llevando lo esencial. Un joven de aspecto nervioso, probablemente en su primera experiencia lejos de casa, se sentó cerca de ellos y comenzó a frotar sus manos sudorosas contra sus pantalones.

Ernesto observaba a los nuevos reclutas mientras buscaban asientos libres, algunos cargando mochilas más pesadas, otros simplemente llevando lo del paquete. Un joven de aspecto nervioso, probablemente en su primera experiencia lejos de casa, se sentó cerca de ellos y comenzó a frotar sus manos sudorosas contra sus pantalones.

Javier, siempre el extrovertido, no tardó en iniciar una conversación con el joven.

—¿Primera vez lejos de tu rancho? —preguntó Javier con una sonrisa amistosa.

—Sí... estoy un poco nervioso —admitió el joven, mirando a Javier con gratitud por la distracción.

—No te preocupes, todos estamos igual. De hecho, muchos de estos pendejos ni siquiera se habían subido a un tren antes —respondió Javier, dándole una palmada en la espalda con una risa amistosa.

Ernesto solo asintió mientras volvía a fumar. La verdad estaba distraído, ni siquiera escuchando la presentación del otro hombre. El tren continuó su viaje, avanzando lentamente por el paisaje cambiante. A medida que pasaban por pequeños pueblos y vastos campos, Ernesto no podía evitar pensar en Valentina e Isabel, en sus risas, en sus sonrisas, su piel contra la suya... Suspiró y cerró los ojos, buscando un breve refugio en esos recuerdos.

Los ruidos del tren, el constante traqueteo de las ruedas sobre los rieles y el suave balanceo del vagón, creaban una especie de ritmo hipnótico. Los reclutas charlaban, reían y compartían historias, tratando de aliviar la tensión de la situación. Algunos jugaban a las cartas, mientras otros simplemente miraban por la ventana, perdidos en sus propios pensamientos.

Ernesto se recostó en su asiento, inhalando profundamente el aroma del tabaco mezclado con el aire del vagón. Pensó en dormir un poco antes de llegar a la última estación y dirigirse al fuerte, pero Javier lo interrumpió.

—Oye, Ernesto, ¿alguna vez pensaste en lo que harías después de todo esto? —preguntó con curiosidad, exhalando una nube de humo.

—No sé, la verdad solo espero que los veinte años pasen rápido para poder retirarme lo antes posible de este servicio —respondió Ernesto con los ojos cerrados—. Solo espero volver a casa y tener la oportunidad de construir algo con Valentina e Isabel.

—¿Y tú? ¿Qué harás cuando regreses? —preguntó Ernesto mientras abría los ojos y miraba al hombre.

Javier se quedó en silencio por un momento, considerando la pregunta. El tren seguía su curso, el paisaje pasando como un borrón de colores a través de las ventanas.

—No estoy seguro —dijo finalmente Javier, su tono más serio de lo habitual—. Siempre he sido un hombre de caminos, moviéndome de un lugar a otro, comerciando aquí y allá. Tal vez seguiré haciendo eso, tal vez encuentre algún lugar donde quiera quedarme. Quién sabe, quizás encuentre a alguien que me haga querer sentar cabeza.

Ernesto asintió, comprendiendo la incertidumbre en las palabras de su amigo. En este mundo donde cada nación estaba a punto de iniciar una guerra por tierra, influencia o recursos, era difícil saber si comenzaría un conflicto y, más aún, si el país entraría y de qué lado.

—Es difícil saber qué nos depara el futuro —dijo Ernesto, su voz serena—. Solo espero que podamos sobrevivir a esto y tener la oportunidad de descubrirlo.

El tren continuó su camino, el murmullo de las conversaciones llenando el vagón mientras los reclutas se preparaban mentalmente para lo que les esperaba. Ernesto se acomodó en su asiento, cerrando los ojos nuevamente, tratando de encontrar un momento de paz antes de enfrentar la dura realidad del entrenamiento militar.

El traqueteo del tren y el constante balanceo finalmente lo arrullaron en un sueño ligero. Sus pensamientos vagaron hacia recuerdos más felices, momentos con Valentina e Isabel, su risa, sus caricias, y la sensación de hogar que ellas le daban.

Después de un rato, Ernesto sintió cómo alguien lo movía, despertándolo de su sueño. Abrió los ojos y escuchó las voces de los soldados que los escoltaban, dando órdenes en tono firme y autoritario.

—¡Despierten, reclutas! —gritó un oficial mientras recorría el pasillo—. ¡Prepárense para desembarcar!

Ernesto parpadeó, sacudiendo la somnolencia mientras se incorporaba. Javier ya estaba de pie, estirando los músculos adormecidos por el viaje. El joven nervioso que se había sentado cerca de ellos parecía aún más pálido, sus ojos abiertos de par en par mientras trataba de calmar sus nervios.

—Vamos, no te preocupes —dijo Javier, dándole un ligero empujón al joven—. Solo sigue las órdenes y todo saldrá bien.

Ernesto se puso de pie, ajustando su uniforme y asegurándose de que su mochila estuviera bien sujeta. El tren se desaceleró gradualmente hasta detenerse por completo con un fuerte silbido de los frenos. Las puertas del vagón se abrieron, dejando entrar una ráfaga de aire fresco que contrastaba con el ambiente cargado del interior.

—¡Fuera, reclutas! —ordenó otro oficial, su voz resonando por encima del ruido de los demás soldados bajando del tren.

Ernesto y Javier intercambiaron una mirada antes de unirse a la fila que se formaba para descender del tren. Al salir, Ernesto observó los alrededores, viendo a cientos de miles de reclutas cómo el, nunca fue bueno con los números pero seguramente habían más de cien mil, y al mirar al frente vieron una colina donde fueron recibidos por la vista del Fuerte San Roberto, una estructura imponente rodeada de altas murallas y torres de vigilancia. Soldados patrullaban la entrada, y un grupo de oficiales aguardaba para recibir a los nuevos reclutas.

El aire estaba cargado de una mezcla de anticipación y nerviosismo. Ernesto inhaló profundamente, sintiendo el peso de lo que estaba por venir. Observó a los otros reclutas, algunos con expresiones de determinación, otros tratando de ocultar su miedo. Recordó las palabras de Valentina e Isabel, la promesa de escribirles siempre que pudiera, y se aferró a ese pensamiento para encontrar fuerza en medio de la incertidumbre.

—Bienvenidos al Fuerte San Roberto —anunció un oficial, su voz fuerte y clara—. Aquí comienza su entrenamiento. Prepárense para ser moldeados en soldados de la federación. ¡Síganme!

Ernesto y Javier, junto con el resto de los reclutas, siguieron al oficial a través de las puertas del fuerte,

Ernesto y Javier, junto con el resto de los reclutas, siguieron al oficial a través de las puertas del fuerte, adentrándose en una estructura imponente y austera. El Fuerte San Roberto se alzaba majestuosamente contra el cielo, sus muros de piedra gris erigidos con una precisión militar que dejaba claro que este lugar estaba diseñado para la eficiencia y la defensa. 

Las murallas eran altas y robustas, con torres de vigilancia en cada esquina, cada una coronada con banderas de la federación ondeando al viento. Desde las torres, los centinelas observaban atentamente, sus siluetas recortadas contra el horizonte. Los cañones y otras piezas de artillería se asomaban desde las troneras, un recordatorio constante de la preparación para cualquier eventualidad.

Al cruzar el umbral, los reclutas se encontraron en un amplio patio central, pavimentado con adoquines y flanqueado por cientos de edificios de dos pisos, todos uniformes en su diseño utilitario. A un lado, un bloque de barracones con largas filas de ventanas estrechas dejaba entrever las literas y las pertenencias de los soldados que ya estaban acuartelados. Del otro lado, los talleres y almacenes zumbaban con actividad, el sonido de martillos y el murmullo de voces indicando un constante estado de preparación y mantenimiento.

Más allá del patio, se divisaba una explanada abierta, destinada a los entrenamientos al aire libre. El terreno estaba marcado con líneas y círculos para diversas actividades físicas y ejercicios tácticos. Una serie de estructuras de obstáculos de madera y cuerda prometían desafíos físicos para los nuevos reclutas.

En el centro del fuerte, una torre más alta que el resto dominaba la vista. Desde allí, ondeaba la bandera principal de la federación. Este edificio servía como el cuartel general, donde los oficiales superiores se reunían y desde donde se dirigían las operaciones del fuerte.

Ernesto notó la precisión y el orden en cada detalle, desde la disposición de los barracones hasta los caminos de grava que conectaban los diferentes edificios. El ambiente estaba cargado de una mezcla de disciplina y tensión, con soldados marchando en formaciones impecables, sus botas resonando al unísono sobre los adoquines, y oficiales vigilando cada movimiento con ojos críticos.

El oficial que los guiaba se detuvo en medio del patio y se giró hacia los reclutas.

—Este será su hogar durante su entrenamiento —anunció, su voz resonando en el espacio abierto—. Aquí aprenderán lo que significa ser un soldado de la federación. Sigan las órdenes, trabajen duro y, sobre todo, mantengan la disciplina. ¡A formar!

—El entrenamiento que van a recibir aquí en el Fuerte San Roberto está diseñado para ser extremadamente riguroso y exigente. Bajo el mando del general Felipe Santiago Pérez Mendoza, nuestro objetivo es garantizar que solo los mejores y más capaces soldados se unan a las filas del ejército federal de Eztac. Comenzarán con la recepción y orientación, donde recibirán una introducción detallada al código militar y las normas de conducta.

—Se les entregará su equipo básico, incluyendo uniformes, mochilas y armamento estándar. Luego, comenzará el entrenamiento físico, que incluye carreras diarias de larga distancia, escalada de obstáculos, natación y ejercicios de fuerza. También realizarán marchas forzadas con cargas pesadas en terrenos difíciles y bajo condiciones climáticas adversas para mejorar su resistencia física y mental.

—En combate cuerpo a cuerpo, tendrán clases intensivas de técnicas de combate cercano. Se familiarizarán con una variedad de armas y tendrán sesiones intensivas de tiro bajo diversas condiciones de luz y clima. Aprenderán a desarmar, limpiar y ensamblar sus armas para asegurar su funcionamiento óptimo en el campo de batalla. 

—Participarán en simulaciones de combate que replican situaciones de batalla reales, incluyendo emboscadas y ataques nocturnos. Se entrenarán en tácticas de guerra de maniobra y asimétrica, así como en operaciones de contrainsurgencia y guerrilla. También recibirán entrenamiento en habilidades de supervivencia, primeros auxilios y técnicas para evadir captura y escapar si son atrapados por el enemigo. 

El oficial hizo una pausa, permitiendo que las palabras calaran en los reclutas.

—Finalmente, tendrán una misión de campo que simula una operación militar real, donde deberán aplicar todas las habilidades y conocimientos adquiridos. La prueba final incluye una evaluación integral de su capacidad para trabajar en equipo, su resistencia bajo presión y su habilidad para completar la misión. Para los soldados de carrera, el entrenamiento durará aproximadamente 12 meses, y para los reservistas, aproximadamente 6 meses, con un enfoque más intensivo en las habilidades esenciales y tácticas básicas.

Ernesto escuchaba con atención, asimilando cada palabra. Pero a medida que el oficial seguía hablando sobre la asignación de equipamiento, el entrenamiento físico y las rigurosas pruebas que enfrentaría, Ernesto comenzó a sentirse mareado. Había leído el folleto, pero escuchar todo aquello de una vez era abrumador.

—Dormirán en los barracones a la derecha. En cada edificio hay nombres, así que busquen el suyo. Allí encontrarán su equipo y su cama —dijo el oficial, señalando un edificio largo y estrecho—. Y ahora, diríjanse al comedor. Tienen una cena antes de descansar. Mañana comenzaremos el entrenamiento al amanecer.

Ernesto siguió a sus compañeros hacia el comedor, donde la cena consistió en un plato de guiso humeante, con trozos de carne y verduras flotando en una espesa salsa marrón. Acompañado de pan recién horneado y una taza de café caliente, el sencillo menú parecía más reconfortante de lo que había esperado. Intentó no pensar demasiado en lo que le esperaba al día siguiente. Solo quería pasar la noche sin problemas y enfrentar el nuevo día cuando llegara.

Con la cena terminada, Ernesto se encaminó junto a Javier y el chico nervioso del tren hacia los barracones. Buscaron sus nombres en uno de los edificios, y el chico del tren, que se llamaba Luis, no estaba en su mismo edificio, por lo que fue a buscar el suyo en otro barracón. Javier y Ernesto, al encontrar sus nombres juntos en una misma puerta, entraron. El interior era austero, con filas de literas de metal y colchones delgados. Javier rápidamente tomó la cama de arriba, dejándole la de abajo a Ernesto.

Ernesto se cambió a la ropa de dormir que venía en su baúl, ya que leyó en el folleto que era estricto seguir los reglamentos de vestimenta. El uniforme que usaba era para el primer día y eventos oficiales, mientras que la pijama era estrictamente para dormir. El otro uniforme, compuesto de una camisa gris oscura ajustada y pantalones cargo negros junto a unas botas, era estrictamente para el entrenamiento. Dejó caer su cuerpo sobre el colchón duro, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre sus hombros. No quería estar allí, pero sabía que tenía que hacerlo. Recordó a sus esposas, lo que le sacó una pequeña sonrisa en medio de la tensión. Imaginó el rostro de cada una, sus risas y las pequeñas manías que tanto extrañaba. Este pensamiento reconfortante lo ayudó a sentir un poco de paz en medio del caos.

Con ese pensamiento reconfortante, cerró los ojos, esperando que el sueño lo llevase lejos, aunque fuera por unas horas, del duro camino que tenía por delante. Los sonidos de sus compañeros acomodándose en sus camas y los murmullos apagados se convirtieron en un lejano eco mientras el cansancio del viaje y las emociones del día lo envolvían. Ernesto se entregó al sueño, aferrándose a la esperanza de que, de alguna manera, todo saldría bien.

Esa noche, Ernesto soñó que estaba de vuelta en el pueblo, en la finca de don pancho, rodeado por la cálida luz del atardecer. Sus esposas estaban allí, sonriendo y riendo, mientras él las abrazaba con fuerza. Podía oler el aroma de su hogar, una mezcla de flores y comida recién hecha. Pero de repente, el sonido de una bala disparada lo despertó alarmado. No fue el único, ya que todos los que estaban dormidos despertaron sobresaltados y poco después escuchó una voz mandona y enojada.

—¡Despierten cabrones! Tienen tres minutos para cambiarse y arreglar su cama. Lo quiero todo perfecto y los bastardos que durmieron con el uniforme puesto estarán únicamente con sus botas y ropa interior durante todo el día —ordenó un oficial que pasó e inspeccionó a todos los reclutas que estaban en los barracones.

—¡Y tú! —señaló a Javier—. Quiero que te cortes ese cabello de marica. Todos los que tengan el cabello largo se les cortará. ¿Me entienden, hijos de puta?

El oficial continuó gritando órdenes mientras los reclutas se apresuraban a cumplir con las demandas. Ernesto, aún aturdido por el brusco despertar, se puso rápidamente su uniforme de entrenamiento y arregló su cama lo mejor que pudo. La tensión en el ambiente era palpable, y el día apenas había comenzado, ni siquiera había salido el sol...

Ernesto, con el corazón aún acelerado por el abrupto despertar, se movía rápido para cumplir las órdenes. A su alrededor, los otros reclutas también se apresuraban a vestirse y arreglar sus camas. Javier, visiblemente molesto por el comentario del oficial, se amarró el cabello y comenzó a atar sus botas mientras murmuraba algo inaudible. Ernesto decidió no preguntar. El ambiente ya estaba lo suficientemente tenso.

El oficial continuó su ronda, mirando con desdén a cada recluta. Cuando estuvo satisfecho, se dirigió a la salida del barracón y, con una voz que resonó en todo el edificio, dijo:

—¡En diez minutos, quiero verlos a todos afuera del fuerte, trotando rápido! Y si alguien se equivoca en la formación, lo van a repetir hasta que se haga bien. ¡Rápido, cabrones mal nacidos!

Los reclutas asintieron y continuaron preparándose. Ernesto, ya vestido con su uniforme de entrenamiento, se unió a la fila que se formaba para salir del barracón. Javier, que había encontrado unas tijeras, cortó la cola de caballo que se había hecho y se recortó el cabello apresuradamente para cumplir con la orden del oficial.

Un instructor los guió hasta donde el oficial anterior les había indicado. Treinta minutos trotando con el frío de la madrugada los envolvió, peor para los que estaban solo en ropa interior. El aire fresco parecía cortar sus rostros mientras formaban filas. El instructor que los guiaba los miraba desde el frente, evaluando su alineación.

Cuando llegaron a una zona despejada y abierta, rodeada por árboles altos y con una pequeña colina rocosa a un lado, el instructor se detuvo. Con un gesto, llamó a alguien que ya estaba en la zona, un sargento de aspecto duro que llevaba una libreta en la mano. Poco después, llegó el oficial que los había despertado, montado en un caballo.

—Bien, señores —dijo el oficial con voz fuerte—. Soy el capitán Martínez y seré su instructor durante este entrenamiento. No espero menos que perfección de cada uno de ustedes. Aquí, la disciplina y la obediencia no son opcionales. Si alguno falla, todos pagan. Así que asegúrense de que todos cumplan con las órdenes.

El sargento comenzó a pasar lista, llamando uno por uno a los reclutas. Cada nombre resonaba en el silencio de la mañana, seguido por un firme "Presente". Cuando terminaron, el capitán Martínez se acercó al frente de la formación.

—Hoy comenzaremos con una marcha de cuarenta kilómetros —anunció, sin mostrar ninguna señal de piedad en su rostro—. Cargados con mochilas llenas de rocas que simularán el peso de su equipo. Al llegar a su destino habrá una pequeña zona rocosa, lo suficientemente alta para ser escalada. Quiero que la escalen y bajen al menos veinte veces. Después volverán nuevamente y empezarán su verdadera prueba física.

Los reclutas intercambiaron miradas de preocupación, pero nadie se atrevió a protestar. Ernesto ajustó las correas de su mochila, sintiendo el peso de las rocas presionando contra su espalda. El frío de la mañana aún los rodeaba, pero el sudor comenzaba a acumularse en sus frentes. El capitán Martínez miró su reloj y luego levantó la vista.

—¡Muévanse, ahora! —gritó.

Ernesto y sus compañeros comenzaron a marchar, con la incertidumbre del día que apenas comenzaba pesando tanto como las mochilas en sus espaldas. Los primeros kilómetros transcurrieron en un silencio tenso, solo roto por el sonido sincronizado de sus botas golpeando el suelo. El peso de las rocas en las mochilas se hacía sentir más con cada paso, y el frío de la madrugada mordía sus pieles, pero nadie se quejaba. Sabían que cualquier muestra de debilidad sería duramente castigada.

Conforme avanzaban, el sol apenas empezaba a despuntar en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Ernesto mantenía la vista al frente, tratando de no pensar en el dolor creciente en sus hombros y piernas. Recordaba las palabras del capitán Martínez: "Si alguno falla, todos pagan". Esa advertencia resonaba en su mente, impulsándolo a seguir adelante. A su alrededor, podía escuchar los jadeos y los pasos pesados de sus compañeros, todos luchando por mantener el ritmo.

Después de lo que pareció una eternidad, donde muchos casi se desmayaron, otros vomitaron más de una vez y algunos tropezaron, finalmente llegaron a la pequeña zona rocosa que el capitán había mencionado. La colina se levantaba imponente ante ellos, y el terreno era desigual y resbaladizo. El sargento y los otros dos instructores, que los habían estado guiando durante la marcha, se colocaron al frente y les indicaron que comenzaran a escalar.

—¡Veinte veces, cabrones! —gritó—. ¡Arriba y abajo, sin descanso!

Ernesto tomó una profunda respiración y comenzó a subir. Las rocas eran irregulares, y cada paso requería un esfuerzo titánico. Al llegar a la cima por primera vez, sus piernas ya temblaban. Descendió con cuidado, solo para volver a empezar inmediatamente. Podía escuchar los jadeos, resoplidos y las arcadas de los que vomitaban entre sus compañeros, todos luchando contra la misma extenuación. Cada subida y bajada se sentía como una batalla personal contra el agotamiento.

En la cuarta subida, vio a Javier a su lado, con el cabello recién cortado y el rostro empapado en sudor. No hubo intercambio de palabras, solo un breve contacto visual que hablaba de la agonía de ambos. Javier parecía tan extenuado como Ernesto, pero ambos siguieron adelante, impulsados por la necesidad de no fallar.

Tras la vigésima escalada, Ernesto sentía que sus piernas podían colapsar en cualquier momento. Sin embargo, la instrucción era clara: debían regresar al punto de partida. Sin una palabra, los reclutas comenzaron el agotador camino de regreso. Esta vez, el cansancio y el dolor eran evidentes en cada uno de ellos, pero la misma mirada de determinación seguía en sus rostros. Cada paso era una lucha contra la fatiga, pero nadie se detenía.

Finalmente, al llegar al punto de partida, el capitán Martínez estaba esperándolos, aún montado en su caballo. Los observó descender de la colina uno por uno, sus rostros pálidos y sudorosos, sus cuerpos al borde del colapso.

—Decepcionante, son todos una manada de inútiles hijos de puta —dijo con una voz fría—. Pero agradezcan que soy compasivo, y les permitiré pasar a la verdadera prueba física.

Los reclutas apenas tuvieron tiempo para recuperar el aliento antes de que el sargento comenzara a dar las nuevas instrucciones. Debían realizar una serie de ejercicios extenuantes: 200 flexiones, 300 abdominales, 400 dominadas y diez carreras de velocidad. Todo con las mochilas aún a cuestas. Y si alguno se desmayaba, lo despertarían a patadas y tendría que hacerlo nuevamente desde el principio.

Ernesto sentía cada músculo de su cuerpo protestar, pero la imagen de sus esposas y el pensamiento de sus sonrisas lo mantenían en pie. Cada vez que sentía que no podía más, se obligaba a recordar, aferrándose a la esperanza de que algún día, todo ese sufrimiento iba a acabar. Veinte años, solo tenía que aguantar veinte años.

La mañana transcurrió en un torbellino de ejercicios y gritos de los instructores. Cada vez que alguno de los reclutas mostraba signos de flaqueza, los demás eran obligados a hacer el doble de ejercicios. El mensaje era claro: no había lugar para los débiles. Ernesto continuó, su cuerpo moviéndose casi por instinto, cada repetición un recordatorio del precio que estaban pagando.

Finalmente, tras horas de agotamiento, el capitán Martínez los reunió una vez más. El sol ya estaba alto en el cielo, y el calor comenzaba a ser sofocante. Los reclutas estaban cubiertos de sudor y polvo, sus cuerpos exhaustos y muchos con sus espíritus ya quebrantados. El capitán Martínez ordenó que les lanzaran baldes de agua fría, provocando jadeos y estremecimientos entre los hombres mientras el agua helada los empapaba. Los observó con ojos críticos, su mirada dura y sin piedad.

—Tomen agua y cinco minutos de descanso, después los quiero en los campos de tiro —dijo el capitán Martínez, su voz cortante.

Los reclutas asintieron, algunos tambaleándose mientras se dirigían a una pequeña área designada para descansar. Ernesto se dejó caer al suelo, tomando un respiro profundo mientras recuperaba un poco de energía. A su alrededor, otros hacían lo mismo, aprovechando cada segundo de ese breve respiro. Javier se sentó a su lado, respirando pesadamente y con los ojos cerrados, tratando de recuperar fuerzas.

—Esto es una locura —murmuró Javier, su voz apenas audible.

—Lo sé —respondió Ernesto, mirando al cielo y sintiendo el calor del sol en su piel—. Pero tenemos que seguir, no hay otra opción. Dijo mientras su mirada se perdió por un momento en el azul del cielo

Con los cinco minutos agotándose rápidamente, los reclutas se pusieron de pie y comenzaron a dirigirse hacia los campos de tiro. Ernesto sintió cada paso como un esfuerzo monumental, pero la disciplina y el miedo a las consecuencias lo empujaron a seguir adelante. Los campos de tiro estaban ubicados en una amplia explanada, con blancos alineados a diferentes distancias.

El sargento estaba esperando, con una expresión severa mientras los reclutas se alineaban frente a los blancos. A su lado, un ayudante distribuía fusiles Modelo Eztac 1896 y municiones. El Modelo Eztac 1896 era un arma robusta y fiable, su diseño clásico con culata de madera pulida y cañón de acero. Ernesto notó que, en lugar de una punta de metal, los cartuchos que les entregaban tenían una punta de madera, sabiendo que eran balas de practica.

Ernesto tomó el arma que le ofrecieron, sintiendo el peso familiar en sus manos. Había disparado antes, pero nunca en condiciones tan extremas, mas cuando su ex patrón quería intimidar a alguien y lo usaba a él y a otros empleados para amenazarlos.

—El rifle en sus manos tal vez algunos lo conozcan, pero para los que no, es el Modelo Eztac 96. Es el arma nacional y su nueva y única compañera. Quiero que la cuiden como si fuera su esposa. Van a practicar hasta que no quede una bala —anunció el sargento—. Quiero precisión, rapidez y control. Si alguno falla consistentemente, tendrá que hacer el doble de ejercicio mañana.

Los reclutas se colocaron en posición, apuntando a los blancos. Ernesto respiró hondo, enfocándose en su objetivo. Con cada disparo, trataba de ignorar el cansancio y el dolor, concentrándose en mantener la calma y la precisión. A su lado, Javier también disparaba, sus movimientos menos precisos, seguramente porque era su primera vez disparando.

El sonido de los disparos resonó en el aire caliente, mezclándose con los gritos de los instructores que corregían y alentaban. Los minutos se convirtieron en horas mientras los reclutas continuaban, sus cuerpos luchando contra el cansancio extremo. Ernesto sentía cada músculo tenso, pero su puntería nunca fallaba, siempre dando en el objetivo. La madera de las balas se clavaba en los blancos con un sonido sordo, un recordatorio constante de la presión bajo la que estaban.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el sargento dio la orden de alto. Los reclutas bajaron sus armas, algunos cayendo de rodillas por el agotamiento. El sargento recorrió la línea, evaluando los resultados con una mirada crítica.

—No estuvo mal —dijo al llegar a Ernesto, viendo con unos binoculares el objetivo de Ernesto, su tono menos severo que antes—. Ahora usarán a su amante. Si su rifle es su esposa, la "Marta" es su amante. —El sargento sostuvo un revólver delante de ellos—. Este es un revólver de doble acción, el Modelo Zeo 45. Van a aprender a disparar con ella también. La precisión es clave, y la destreza con distintas armas es esencial. 

Finalmente, tras un día interminable de entrenamiento, el sargento ordenó un alto. Los reclutas, cubiertos de polvo y sudor, bajaron sus armas con alivio. Ernesto miró alrededor, viendo en los rostros de sus compañeros el mismo cansancio y agonía que sentía. Sin embargo, el alivio fue breve cuando el capitán Martínez volvió a hablar.

—Frente, los hombres más altos y fuertes —ordenó, y varios de los hombres que cumplían con esas características se pusieron adelante. Para suerte de Ernesto, él no era ni tan grande ni tan fuerte—. Ahora formarán equipos de tres. Los que están adelante tomarán una Ametralladora Tezcatlipoca M1900 y esperarán a que dos de sus compañeros, cada uno con una cinta de municiones, los acompañen a la cima del cerro de entrenamiento.

Ernesto observó cómo los hombres designados como artilleros se acercaban a recoger las Ametralladoras Tezcatlipoca M1900. Las ametralladoras tenían un diseño robusto, con una estructura imponente de metal, con un trípode para estabilidad y un cañón largo diseñado para mantener la precisión en el fuego sostenido.

—Formen sus equipos y preparen las cintas de municiones —ordenó el capitán Martínez—. Quiero que cada equipo esté listo para moverse en dos minutos.

Ernesto y Javier tomaron varias cintas de municiones y buscaron algún artillero que necesitara apoyo. Entre los hombres que recogían las ametralladoras, encontraron a uno de su edad, un joven robusto y decidido llamado Rodrigo, con una expresión de concentración en su rostro mientras verificaba su arma.

—Vamos, Ernesto, no tenemos tiempo que perder —dijo Javier, dándole una palmada en la espalda.

Con un último respiro profundo, Ernesto y Javier se unieron a Rodrigo y juntos empezaron a subir la colina. El calor y la fatiga hacían cada paso más difícil. Mientras subían, el ruido del metal de las municiones chocando con cada movimiento resonaba en el aire, mezclándose con el sonido del viento y los gritos distantes de los instructores.

Al llegar a la cima del cerro de entrenamiento vieron que era una colina elevada, cubierta de maleza y rocas sueltas, donde se abría una amplia vista del campo de tiro, con diversos objetivos a distintas distancias, incluyendo siluetas móviles y fijas. La pendiente era empinada, y el terreno irregular hacía difícil el ascenso, especialmente cargando con equipo pesado. Rodrigo, Javier y el trataron de instalar rápidamente la Ametralladora Tezcatlipoca M1900, todos aun eran nuevos en el uso de una ametralladora, se aseguraron de que el trípode estuviera bien plantado en el suelo irregular. Ernesto y Javier se colocaron a los lados de Rodrigo, listos para alimentar las municiones en el arma.

—¡Fuego! —ordenó el capitán Martínez desde abajo, su voz llevada por el viento hasta la cima.

Rodrigo comenzó a disparar, el estruendo de la ametralladora llenando el aire. Ernesto se concentró en mantener las cintas de municiones fluidas, asegurándose de que no se atascaran mientras el arma devoraba bala tras bala. Los objetivos a lo lejos eran golpeados con precisión, el fuego continuo creando un patrón de destrucción sobre ellos. Obedeciendo las instrucciones de los instructores, cada movimiento era preciso y coordinado.

La práctica con la ametralladora era intensa, cada equipo trabajando en sincronía bajo la presión del ejercicio. La colina de entrenamiento se convirtió en un hervidero de actividad, el esfuerzo conjunto de los reclutas una demostración de resistencia y trabajo en equipo. A pesar del cansancio extremo y el calor sofocante, Ernesto y su equipo continuaron, cada disparo y cada movimiento una lenta agonía.

Finalmente, tras lo que parecieron horas de fuego constante, el sargento dio la orden de alto. Los reclutas, agotados y casi al borde del desmayo, desmontaron las ametralladoras y comenzaron a descender la colina. Ernesto miró a sus compañeros, y solo deseó un maldito cigarro y dormir. Todos se veían como él: agotados, hartos y medio muertos. Al llegar al patio del día anterior, fueron recibidos por el capitán Martínez.

—Decepcionante y lento —su voz fría y cortante resonó en el aire—. Pero como las porquerías e inservibles bastardos que son, se ven al borde del desmayo, el día ya ha acabado. Vayan a las duchas y cenen. Mañana a primera hora toca el entrenamiento cuerpo a cuerpo y actuar bajo presión. Se les intentará enseñar tácticas de combate cercano, pelear con la bayoneta, su cuchillo y demás armas blancas que se puedan encontrar en una campaña: machete, hacha, palos, y demás. También a concentrarse en situaciones estresantes. Ahora, ¡lárguense de mi vista!

Los reclutas se dispersaron rápidamente, algunos tambaleándose mientras se dirigían a las duchas. Ernesto sintió el agua fría golpear su cuerpo, lavando el sudor y la suciedad acumulada durante el día. A pesar del alivio temporal, su mente estaba llena de pensamientos sobre el día siguiente y los nuevos desafíos que les esperaban.

Después de las duchas, se dirigieron al comedor. La comida era simple, pero a esas alturas, cualquier cosa era bien recibida. Ernesto y Javier se sentaron juntos, comiendo en silencio, sus cuerpos demasiado cansados para hablar. A su alrededor, los demás reclutas hacían lo mismo, sus rostros reflejando el mismo agotamiento.

—Mañana será peor, ¿verdad? —murmuró Javier, rompiendo el silencio.

—Probablemente —respondió Ernesto, mirando su plato—. Pero tenemos que aguantar. No hay otra opción.

Terminaron de comer y se dirigieron a sus barracas. Ernesto se dejó caer en su cama, el colchón duro nunca había sido tan reconfortante. Cerró los ojos, dejando que el cansancio lo venciera rápidamente.

El sonido del cuartel en la noche era una mezcla de ronquidos, respiraciones pesadas y murmullos ocasionales. Ernesto sabía que el descanso sería breve, pero en ese momento, cualquier momento de paz era un regalo y para su pesar, recordó que ese era solo el primer dia de los doce meses.