El profeta caminaba hacia la puerta del templo, sosteniendo un pequeño calentador redondo en su mano.
Su túnica de seda de tiburón blanca le llegaba a los tobillos, y sus ojos estaban cubiertos por ella. Su cabello negro caía como una cascada. Una ráfaga de viento frío y húmedo entró, haciendo que el dobladillo de su ropa ondeara.
En este momento, parecía un inmortal que podría ascender en cualquier momento.
Dos sirvientes divinos estaban arrodillados en el suelo. Miraban al profeta con reverencia.
Las campanillas de viento de concha colgadas sobre la puerta se balanceaban suavemente, emitiendo un sonido nítido que seguía circulando por el templo vacío.
—¿No hay respuesta de las personas que enviamos a Ciudad de Roca? —la voz del profeta era clara y fría, cayendo en la losa de piedra como cuentas de jade.
Los sirvientes divinos presionaron sus frentes contra el piso y respondieron respetuosamente, —No.