La Caída de las Estrellas

En la vastedad insondable del cosmos, un planeta brillaba con un fulgor imposible de ignorar: Aetheria. Suspendido como una joya en la oscuridad, su superficie era una danza de cristales flotantes y estructuras etéreas que reflejaban los colores del universo. Era un mundo bendecido por una belleza celestial... y condenado por su propia magnificencia.

Esa promesa de eternidad estaba a punto de romperse.

La noche había caído sobre Aetheria con una intensidad desgarradora. Las estrellas, antes guardianas silentes del firmamento, ahora titilaban con tristeza, como si presintieran la inminente desaparición de aquel mundo.

Una entidad surgía desde la oscuridad más allá del entendimiento. No era una criatura. No era un dios. Era el eco viviente de un apocalipsis: una presencia envuelta en sombras sin fondo, una forma imposible que devoraba la esperanza y desfiguraba la misma esencia de la existencia. Su mera llegada quebraba las leyes del universo.

Su silueta se proyectaba como la sombra de una tormenta antigua sobre un horizonte que jamás conoció la paz. De su máscara ancestral fluían runas palpitantes, pulsando con una energía helada. Su aura, densa como el vacío, traía un frío tan absoluto que amenazaba con congelar incluso las almas más resueltas.

—Lyra... —susurró Orion, su mirada clavada en el abismo que se acercaba, lento pero inevitable—. Ya está aquí.

Lyra, madre de Jake, elevaba sus manos resplandecientes, invocando poder puro que se desbordaba en olas de energía contra el avance de las sombras. Su cabello dorado brillaba como una antorcha en medio del caos, y sus ojos —un azul profundo— reflejaban la desesperación de una madre a punto de perderlo todo.

—¡No resistiremos mucho más, Orion! —gritó Lyra, su voz quebrada por la urgencia—. ¡Debemos enviar a Jake ahora! ¡Él es nuestra única esperanza!

A su lado, Orion, padre de Jake, alzaba su figura imponente como un bastión viviente entre la luz y la oscuridad. Su cabello oscuro y ojos verdes contenían la sabiduría de una era perdida, y su determinación era una llama que aún se negaba a extinguirse.

—Lo sé —respondió con voz firme—. Lo protegeremos. Aunque caigamos, Aetheria no será olvidada.

Un rugido estremecedor desgarró la atmósfera. Las criaturas de la oscuridad se precipitaban como una ola devoradora, arrasando cuanto encontraban a su paso. El tiempo se acababa.

—¡Ahora, Lyra! —bramó Orion mientras luchaba contra la horda—. ¡Hazlo ya!

Con un suspiro cargado de dolor, Lyra tejió su hechizo final. Un portal se abrió en el vacío, una grieta de luz pura que rompía la penumbra. Era la última esperanza. La única salida.

—Jake, mi amor... —dijo, arrodillándose frente al niño de apenas cinco años, cuyos ojos inocentes brillaban con confusión—. Vas a ir a un lugar seguro, lejos de este horror. Papá y yo siempre estaremos contigo, en tu corazón. ¿Lo entiendes?

Jake asintió lentamente, sin comprender del todo, pero aferrado a la calidez de su madre.

—Eres nuestro orgullo, pequeño —susurró Orion, colocándose junto a él, acariciando con ternura su cabello oscuro—. Serás fuerte. Lo sé.

Lyra lo abrazó con fuerza por última vez y lo empujó suavemente hacia el portal.

—¡Llévalo lejos! ¡A un lugar donde pueda vivir! —gritó, su voz deshecha, mientras veía cómo su hijo era tragado por la luz, arrancado del mundo que se desplomaba.

El portal se cerró con un destello cegador. La última imagen de Aetheria fue un estallido de luz, sombras y estrellas cayendo en silencio, como si el universo llorara.

—Lo hicimos, Lyra —murmuró Orion, entrelazando sus dedos con los de ella mientras la oscuridad los envolvía—. Lo hicimos...

El silencio posterior fue absoluto. Una quietud que no traía paz, sino el peso del fin. Aetheria había caído.

A miles de años luz, en un rincón irrelevante del cosmos, el cielo nocturno sobre la Tierra pareció vibrar por un instante. No hubo testigos, ni científicos que lo documentaran. Solo un leve parpadeo en el aire, como si el mundo hubiese contenido la respiración.

Y entonces, bajo la tenue luz de una farola parpadeante en un viejo parque rural, el espacio se desgarró. No fue un espectáculo ruidoso ni glorioso. Solo una fisura apenas visible que dejó caer, suavemente, a un niño de cabellos oscuros y mirada desorientada. Sus ropas brillaban como bordadas en constelaciones, aunque el resplandor se desvanecía lentamente, adaptándose a este nuevo mundo.

El frío del lugar lo envolvió de inmediato. Jake se arrodilló en la hierba húmeda, mirando a su alrededor sin entender nada. Su mente infantil no alcanzaba a procesar el sacrificio que acababa de ocurrir. Solo sentía una ausencia. Un silencio abrumador.

Minutos después, un coche que pasaba por una carretera secundaria cercana se detuvo al notar un resplandor extraño en la lejanía del parque. Jeremy, un hombre de mirada firme y alma inquieta, bajó con linterna en mano.

—Margaret... ven. Estoy viendo algo raro.

Su esposa lo siguió con cautela. Al llegar al claro, lo vieron: un niño, solo, en mitad del césped, sin rastro de padres, sin señales de dónde venía.

—Dios mío... —susurró Margaret, acercándose—. ¿Estás bien, pequeño? ¿Dónde están tus papás?

Jake solo los miró. Sus labios se movieron para pronunciar algo, pero no salió sonido alguno. Solo el leve brillo de sus ojos —una mezcla de confusión, pena y algo más... como si llevara el peso de un secreto cósmico que ni él entendía.

Jeremy se arrodilló a su lado, tocando su hombro con cuidado.

—No tiene pulso agitado ni heridas visibles... —dijo, sorprendido por su calma—. Es como si... lo hubieran dejado aquí a propósito.

—No hay huellas, ni autos cerca... —añadió Margaret, inquieta pero conmovida—. ¿De dónde saliste, pequeño?

Jake no respondió. Solo se dejó abrazar. No sabía dónde estaba, pero en los brazos de aquella mujer encontró, por un instante, un calor familiar. Y con eso, suficiente para no romperse.

Margaret acarició su cabello.

—Está temblando… pero no de frío. Es como si... algo le faltara.

Jeremy la miró. Ambos sabían, sin hablarlo, que ese niño no era normal. Que algo —algo grande— lo había traído hasta allí. Pero no preguntaron más. Solo lo tomaron en brazos y se lo llevaron a casa.

Había llegado.

El último hijo de Aetheria.

El niño del portal.