La familia real había abandonado finalmente la Guarida de la Bestia Divina utilizando el teletransporte. Se llevaron consigo al moribundo dragón, ya que dejarlo en la guarida habría sido una sentencia de muerte segura a manos de la bestia. Maedhros, consciente de los peligros que acechaban, había tomado la decisión de que ya no era prudente permanecer alejado. Sus castillos solían estar ocultos en bosques remotos, pero los recientes acontecimientos le habían demostrado que era un error mantenerse apartado de su fuerza principal. Por ello, decidió regresar a la capital, el lugar donde el rey y su familia debían estar.
La razón por la que él y sus familiares habían evitado vivir en la capital era simple: era un blanco fácil. Sin embargo, dadas las circunstancias actuales, eso ya no importaba. Sus enemigos habían logrado penetrar incluso las defensas más fuertes y los lugares más ocultos. Ocultarse ya no servía de nada; era hora de adoptar una nueva estrategia: la ofensiva.
Una vez que la familia real llegó al castillo, ubicado en el corazón de la capital del reino de los elfos, todos pudieron admirar las imponentes estructuras que los rodeaban. Habían sido teletransportados directamente a los jardines del castillo. Casi de inmediato, seis figuras emergieron de entre las sombras. Eran los guardias encargados de custodiar los círculos mágicos de teletransporte. Los seis se acercaron rápidamente a la familia real y se arrodillaron ante ellos.
"Bienvenidos", dijeron al unísono.
Entre los guardias, uno destacaba por su presencia. Era un elfo de apariencia anciana, con una barba que le llegaba al pecho y ojos de un verde penetrante. Aunque parecía frágil, Maedhros sabía que aquel anciano era una bestia infernal en el campo de batalla. Con más de quinientos años de vida, había dedicado la mayor parte de su existencia a servir a la familia real con una lealtad inquebrantable. La única razón por la que el rey no lo había llevado consigo en el pasado era porque el anciano había jurado lealtad a otro miembro de la familia.
"Deberían descansar un poco", dijo el anciano, su voz serena pero firme. "Se les ve agotados. Ordenaré que preparen las mejores habitaciones disponibles y llamaré a los sanadores."
Sus ojos verdes se posaron en la figura moribunda del dragón. No necesitó explicaciones para entender lo que había ocurrido; su intuición era tan aguda que parecía capaz de ver el futuro. Antes de que el rey pudiera pronunciar una sola palabra, el anciano ya estaba dando órdenes que, sin duda, Maedhros habría solicitado. Aquel elfo era alguien a quien temer.
Una vez que las habitaciones estuvieron listas, la familia real se retiró a descansar. El dragón fue llevado a una sala especial, diseñada para acelerar la recuperación de aquellos que yacían en su interior. Poco después, un grupo de elfos expertos en magia curativa llegó para atender al herido. Sin embargo, Maedhros les había dado instrucciones claras: debían curarlo solo lo suficiente para mantenerlo con vida. No podía permitir que el dragón despertara por completo, al menos no hasta estar seguro de que no representaba una amenaza. Dejar morir al dragón tampoco era una opción; si otros de su especie descubrían que habían asesinado a uno de los suyos, buscarían venganza. Y Maedhros no estaba dispuesto a arriesgarse a que un dragón arrasara con todo el reino.
...
A las siete de la mañana, en la oficina del rey, cinco personas se reunieron alrededor de un gran escritorio de madera. Maedhros, sentado en su silla con una postura imponente, observaba a los presentes: Naida, Keijo, Eru y su padre, Angrod. Todos lucían rostros serios, conscientes de la gravedad de la situación.
Eru fue el primero en romper el silencio.
"Según los últimos reportes, al menos 2.913 personas han caído en un estado de sueño del que parece imposible despertarlas", dijo con voz cansada, como si hubiera pasado horas lidiando con el descontento de los afectados.
"Continúa", instó Maedhros, su tono frío y calculador.
"Los humanos aprovecharon el pánico generado por esa extraña ola de energía para invadir varios territorios. Lograron raptar a varios elfos, algunos de ellos miembros de la nobleza."
"Tsk", Maedhros apretó los puños. "Justo tenían que raptar a nobles. Sin duda, son esos bastardos de la Ciudad Sin Ley. Están tentando su suerte."
Pero eso no era todo.
"Además", continuó Eru, "los humanos han estado utilizando magia venenosa a gran escala. Han envenenado los ríos y parece que también intentan contaminar los árboles. Sin duda, buscan generar una hambruna para obligarnos a abandonar nuestro territorio."
"Déjame adivinar", interrumpió Maedhros, su voz cargada de ira. "No es solo la Ciudad Sin Ley. Los países vecinos también están apoyándolos."
"Así es", confirmó Eru.
Maedhros golpeó el escritorio con tanta fuerza que lo partió en dos. Su rostro reflejaba una ira contenida, pero tras un momento de silencio, se reclinó en su silla y cerró los ojos, tratando de calmarse. Finalmente, habló con una frialdad que helaba la sangre.
"Hemos sido demasiado blandos con esas basuras. Ya me tienen harto. Si seguimos así, nos aniquilarán. No tengo la menor duda."
"¿Vas a abolir esa ley?", preguntó Angrod, su tono ligeramente preocupado.
"Sí", respondió Maedhros sin vacilar. "Ya no tenemos una barrera que nos proteja, y no sabemos cómo repararla. La coexistencia ya no es una opción. Los humanos son una raza de sinvergüenzas. Aboliré esa maldita ley, y estoy seguro de que la mayoría estará de acuerdo."
Angrod guardó silencio. Los elfos, aunque generalmente pacíficos, albergaban un profundo odio hacia los humanos. No era para menos: en el pasado, habían secuestrado, asesinado y violado a incontables elfos. Aquel odio, acumulado durante siglos, estaba a punto de estallar.
La conversación continuó durante horas, con Maedhros y los demás analizando cada detalle de la situación. Los informes eran desalentadores: los humanos no solo habían intensificado sus ataques, sino que también estaban utilizando tácticas cada vez más despiadadas. La posibilidad de una guerra total parecía inevitable, y Maedhros sabía que debía actuar con rapidez y decisión. Mientras tanto, en otra parte del castillo, una escena igualmente tensa se desarrollaba.
En una habitación amplia y bien iluminada, diez magos sanadores de alto nivel se concentraban alrededor de una cama donde yacía el individuo inconsciente. El ambiente estaba cargado de energía mágica, un aura vibrante que envolvía la habitación. Los sanadores, con rostros serios y sudor en las frentes, canalizaban sus poderes en un esfuerzo coordinado para mantener con vida al moribundo dragón. Sus manos brillaban con un resplandor tenue, y murmuraban palabras en un idioma antiguo, mientras los hechizos grabados en el suelo y las paredes de la habitación pulsaban al ritmo de su magia.
El dragón, aunque en forma humana, desprendía un aura poderosa incluso en su estado de inconsciencia. Su respiración era superficial, y su piel pálida reflejaba la gravedad de sus heridas. Los sanadores trabajaban sin descanso, sabiendo que un solo error podría ser fatal. Uno de ellos, un elfo de cabello plateado y ojos dorados, actuaba como líder del grupo. Con voz calmada pero firme, dirigía a los demás, asegurándose de que cada hechizo se entrelazara perfectamente con los demás.
"Mantengan el flujo de energía estable", ordenó el líder, mientras ajustaba el ritmo de su propio hechizo. "No podemos permitir que su vida se desvanezca. Si fallamos, no solo perderemos a este dragón, sino que podríamos desencadenar una catástrofe."
Los otros sanadores asintieron en silencio, concentrados en su tarea. Aunque no lo decían en voz alta, todos eran conscientes de las implicaciones políticas y estratégicas de su misión. La muerte del dragón no solo sería una pérdida trágica, sino que también podría provocar la ira de otros de su especie. Y nadie quería enfrentarse a un dragón enfurecido.
…
Mientras tanto, Maedhros:
"Tenemos que asegurarnos de que el dragón sobreviva", dijo Maedhros de repente, interrumpiendo la discusión. "No podemos permitirnos perderlo. Si muere, será una carga que no podremos soportar."
Los demás asintieron, comprendiendo la gravedad de sus palabras. Mientras tanto, en la habitación de los sanadores, el ambiente seguía siendo tenso. Los magos trabajaban incansablemente, sabiendo que el destino del reino podría depender de su éxito. Y en ese momento, en medio del silencio cargado de magia, el dragón dio un leve respiro, como si estuviera luchando por volver a la conciencia. Los sanadores intercambiaron miradas de preocupación y esperanza. La batalla por su vida estaba lejos de terminar.