Tan pronto como puso un pie en la comisaría, Meiqian, quien hasta hacía un momento había sido todo sonrisas, recobró su solemnidad.
Tomó sus credenciales y se las colgó en el pecho, mientras observaba detenidamente a los rufianes esposados en el vestíbulo.
Sus ojos eran como los de un águila, resueltos, agudos, emanando una intención asesina, el tipo de espíritu recto forjado a través de años de lucha contra criminales.
Los rufianes se calmaron, ya no se atrevían a gritar.
Esta actitud de la Estación de Policía Dongcheng hacia Yan Yi y el aura de hierro que emanaba de Meiqian, dejaba claro que no estaban para juegos.
Eran astutos en la calle, no tontos.
…
—Asesor Yan, Capitán Mei, por favor, pasen. —En la entrada de la sala de interrogatorios, el jefe de la comisaría abrió personalmente la puerta para Yan Yi y Meiqian.
Tanto en términos de sus antecedentes familiares como de sus posiciones, estaban muy por encima de este pequeño jefe de estación.