Una pequeña niña de tres o cuatro años, más bonita que una muñeca, estaba sonrosada y regordeta con una voz infantil que era simplemente irresistible cuando hacía coqueterías.
Shen Mingzhu luchó contra el impulso de ser indulgente y apartó a su hija, entregándole la pequeña botella de vidrio color té.
—¿Sabes qué hay dentro de esto? Solo lo bebes sin saber —dijo en tono serio—. ¿Y si fuera veneno? ¿Quieres ser enviada al hospital y que te pinchen con agujas, que los doctores abran tu barriguita para sacar la porquería que tragaste?
Guoguo agitó la cabeza como un tamborcillo, su pequeño rostro mostrando miedo y horror ante la descripción de Shen Mingzhu.
El pensamiento de que le abrieran la barriga si comía algo sin cuidado era demasiado aterrador.
—Mamá, no quiero ir al hospital, no quiero que me abran la barriga.
Viendo a su hija que enterró su cabeza en su pecho, el tono de Shen Mingzhu se suavizó un poco.