—Ah, Dios mío —Esteban despegó su espalda de la silla y abrió un cajón. Miró a su alrededor cautelosamente mientras presionaba la esquina de la superficie del cajón.
Clic.
El sonido que hizo la superficie fue tenue, pero fue suficiente para hacerlo sobresaltarse en sorpresa. Bajó la mirada, gotas de sudor comenzaron a brotar en su frente y espalda. Su mano temblaba mientras alcanzaba la superficie ligeramente elevada, que nunca había estado allí antes.
En cuanto echó un vistazo a lo que había dentro, tragó saliva. Dentro del pequeño espacio secreto en uno de los cajones de su escritorio había una pistola y un teléfono desechable. Extendió la mano para agarrar el teléfono pero se detuvo cuando sus dedos rozaron la fría superficie de la pistola.
—Esta es una pistola de verdad —exhaló, con el corazón latiendo como si fuera a saltar de su pecho—. Una pistola de verdad que me dieron.