En cuanto Allen salió de la habitación del hospital, Jackson se puso pálido y, con una sacudida repentina, vomitó todo lo que acababa de comer, dejando un desastre en el suelo.
La joven enfermera, que no tenía más de veinte años, entró en pánico y corrió hacia la puerta para llamar a un doctor, pero Jackson la detuvo.
—Quédate —ordenó.
La enfermera lo miró con ojos abiertos, casi al borde de las lágrimas al ver su rostro ceniciento.
—Señor, si no se siente bien, realmente debería dejar que el doctor lo revise.
—No estoy enfermo —respondió Jackson, con voz fría, y un destello de dureza en sus ojos.
La enfermera se sobresaltó ligeramente por su mirada intensa.
—¿Te doy miedo? —preguntó, con una sonrisa ladeada en los labios.
—N-no, en absoluto —balbuceó la enfermera, sacudiendo la cabeza—. Es solo que…
—No te preocupes por eso —dijo él, formando una leve mueca burlona—. El miedo es natural. Nunca he sido la persona más agradable, y no pretendo serlo.