—¡Mira quién puede subir las escaleras ahora! —dijo Dalia con una voz cantarina al irrumpir por la puerta con una gran sonrisa.
—Supongo que tú —me reí, girando mi silla para enfrentarla.
—¡Exactamente! —rió ella mientras tomaba carrera y se lanzaba sobre mi cama. Todo se movió con el peso de su cuerpo, un fuerte chirrido de la madera en el suelo. Rebotó en el edredón, lanzando un par de cojines al suelo, pero yo rodé los ojos.
—Todavía tienes que tener cuidado —le advertí—. Todavía podrías desgarrar tus puntos.
—Vamos —resopló—. No seas aguafiestas. Ya tengo dos hermanos y un primo para hacer eso. ¿Podrías al menos sonar como una joven que acaba de convertirse en adulta? Juro que la gente pensaría que tienes, como, cincuenta.
—Grosera —le saqué la lengua, pero no tenía defensa.
—Pero es verdad —replicó con los brazos cruzados.
Tenía razón. Incluso cuando éramos niños, siempre había sido la más madura y sensata, probablemente por influencia de mi madre, si iba a ser honesta.