—No importa cuántas veces hiciera misiones como esta, siempre se sentía como la primera —suspiró Giovanni—. Mi corazón latía con fuerza y mis sentidos estaban en máxima alerta mientras la adrenalina recorría mi cuerpo. Extendí la mano y apreté el hombro de Gabriele, sabiendo que él estaba en la misma situación que yo. Esta mierda nunca se hacía más fácil, no importaba cuán buenos fuéramos.
Íbamos montados en un pequeño Fiat plateado, uno de los autos más comunes en todo el país de Italia. Los rusos no lo sabían, pero este era el coche que guardábamos para nuestras misiones más importantes. Solo lo utilizábamos cuando necesitábamos ser lo más discretos posible.