Inocente callado

La semana fue lenta, al menos para Reggie. Iba a la escuela, estudiaba y veía la televisión por las tardes con los señores Gregors. Todo sería tan normal si no fuera porque una figura negra lo seguía casi siempre. El jueves fue horrible. Estaba en su salón; los jueves a primera hora tenían clase de arte, donde solo se trataba de dibujar lo que viniera a la imaginación o lo que la maestra pidiera.

En esta ocasión, la maestra dejó que cada uno dibujara lo que quisiera. Todos estaban sentados en grupo, excepto Reggie. Nadie quiso sentarse con él; obviamente, eso le dolió, especialmente cuando escuchaba las risitas de algunos de sus compañeros que miraban en su dirección. Estaba solo; aun así, debía seguir la clase e intentó ignorarlos.

Reggie estaba sentado cerca de la puerta, pero tenía vista a la ventana. Allí, como casi siempre desde el lunes, estaba la figura negra. No hacía nada, a diferencia de sus pesadillas; solo se quedaba ahí, inmóvil, sin emitir ningún sonido. Era tranquilo, demasiado tranquilo, y eso inquietaba a Reggie. Intentaba no mirarlo y concentrarse solo en su papel. No podía gritar ni llorar; ¿acaso esa cosa haría algo si él reaccionaba así?

Reggie solo prestó atención a sus lápices de colores y a las hojas en blanco sobre su mesa. Intentó olvidar a sus compañeros y a la figura negra. Quería dibujar una rana tigre que había visto en un documental el día anterior; el diseño de su piel era hipnótico para él y deseaba dibujarla. Sin embargo, al parecer, su cerebro quería dibujar una cosa y su mano otra.

Y, sin darse cuenta, dibujó a la figura negra.

Reggie solo se dio cuenta de lo que había hecho al terminar el dibujo y se quedó helado viéndolo. No sabía cómo había terminado haciendo eso. Quería romper el papel en mil pedazos, tirarlo, hacer cualquier cosa con tal de no mirarlo. "¿Por qué dibujé esto?" se preguntó Reggie en su mente.

Vio de reojo la ventana; la figura negra seguía allí, pero esta vez Reggie sentía algo... diferente al mirarlo, como un tipo de malestar, pero al mismo tiempo algo que le atraía. Aún sentía miedo, pero esto era muy diferente y para mal. Casi sintió un escalofrío recorrer su espalda y su corazón latiendo rápidamente.

La maestra pasaba revisando los trabajos de sus alumnos y, cuando se detuvo frente a la mesa de Reggie, se quedó mirando el dibujo con confusión y algo de horror. Era perturbador: una figura casi humanoide mirando desde la ventana, con un par de círculos rojos sin emoción. Eso no era algo que debería dibujar un niño de ocho años.

Tomó el dibujo en sus manos y luego se dirigió a Reggie, quien miraba fijamente hacia la ventana.

—Señor Harris, ¿qué significa este dibujo? —preguntó la maestra con preocupación en su voz.

Reggie la miró, pero no respondió; su expresión era de pánico y la maestra notó esto de inmediato.

—Señor Harris, ¿está bien? —preguntó.

—S-sí —respondió Reggie, pero no era convincente.

Sin embargo, la maestra se fijó en lo principal. —¿Me puede explicar por qué dibujó esto? —preguntó, sosteniendo el dibujo de Reggie en la mano.

—Por nada —respondió Reggie, intentando quitarle el dibujo de las manos.

Pero la maestra no se lo permitió. —Señor Harris, ¿se encuentra bien? Está bastante raro desde el lunes. ¿Es por sus compañeros? ¿O por su padre? —preguntó la maestra.

Reggie no sabía qué responder. ¿Debía decirle sobre la figura negra? ¿Y si lo hacía, se iría? Quizás sí debía hacerlo. Alzó la cabeza y miró a la maestra directamente a los ojos, a punto de responder, pero antes de poder pronunciar palabra, sintió algo líquido deslizarse por su nariz, algo cálido.

La maestra cambió su expresión por una de pánico y miedo. Jadeó. —¡¿Señor Harris?! ¡Hay que ir a la enfermería ahora! ¡Su nariz! —exclamó mientras lo cargaba y corría hacia la enfermería, dejando al resto de sus alumnos en el salón.

A Reggie le había sangrado la nariz, pero no reaccionó hasta llegar a la enfermería. Estaba asustado y asqueado al ver sangre en la ropa de su maestra y sentir cómo esta se deslizaba por su nariz. Su vista estuvo nublada mientras la enfermera lo atendía. Llamaron a los señores Gregors; como era de esperarse, el señor Gregors dejó su trabajo para ir a la escuela, acompañado por la señora Gregors.

Cuando llegaron a la enfermería, Reggie estaba sentado en la camilla con un pañuelo en la nariz y la cabeza mirando hacia arriba para evitar más sangrado.

Rápidamente, Katie se acercó a Reggie.

—¿Reggie, estás bien? ¿Qué pasó? —preguntó un poco alterada.

Parecía que Reggie no quería hablar; solo miraba el techo, con la mano sosteniendo el pañuelo en su nariz.

Bernard voltea a ver a la enfermera. —¿Qué fue lo que pasó? —preguntó con más calma que su esposa, pero con evidente preocupación.

—La señorita Jordans trajo al señor Harris en brazos. Tuvo un derrame nasal —dijo la enfermera.

Bernard se tensó visiblemente y Katie se preocupó aún más.

—Según su maestra, no se golpeó. Los registros médicos indican que el señor Harris tiene rinitis alérgica; estamos en marzo, así que seguramente su nariz se irritó por el polen y el polvo del aire, y se frotó la nariz lo que provocó el sangrado —la enfermera se acercó a un cajón, sacó unos antialérgicos y una mascarilla blanca, y se giró hacia Bernard para entregárselas. —Lo mejor sería que se llevaran al señor Harris a casa. Recomiendo que, durante unos días, use mascarilla al salir. También puede usar una de tela, y si siente irritación en la nariz o empieza a estornudar, que tome las pastillas.

—Está bien, gracias.

—¿Podemos llevarnos a Reggie ahora o debemos esperar más? —preguntó Katie.

—El sangrado paró hace rato. Su maestra tiene su mochila en su salón; pueden recogerla y llevarlo a casa —les dijo la enfermera.

Reggie se fue temprano de la escuela ese día. Estuvo recostado con la cabeza hacia arriba en su cama, mientras la señora Gregors lo cuidaba casi como a un bebé durante todo el día. Durante el resto de la jornada no vio a la figura negra; en sus sueños... eso era otro asunto.

Ahora era sábado, 8:30 a.m. Reggie estaba en el auto. Desde el jueves había comenzado a usar mascarilla por decisión propia; el señor Gregors le había comprado una mascarilla de tela negra de regreso a casa el viernes. La señora Gregors estaba conduciendo hacia el consultorio de la psicóloga; el señor Gregors tenía trabajo y no podía acompañarlos.

Reggie no quería ir, si decía la verdad. Ya estaba causando muchos problemas, al menos eso pensaba él, y por lo que la señora Gregors le explicó, tendría que ir una vez a la semana, cada sábado. Eso no le agradaba y pensaba que sería muy molesto para ellos tener que llevarlo al mismo lugar siempre. Obviamente, no les dijo nada de eso.

Llegaron al consultorio de la psicóloga, una especialista en psicología infantil. Bernard había investigado sobre ella antes de ponerse en contacto y pedir una cita para Reggie. Parecía profesional y buena en su trabajo, así que era una buena opción. Le contó la situación de Reggie por teléfono, para que la cita pudiera llevarse a cabo de una manera más natural.

Katie bajó del auto y le abrió la puerta a Reggie. Tomó su mano y entraron al consultorio. No había mucha gente, solo algunos niños acompañados por adultos, padres, hermanos o tutores, y una secretaria detrás de un escritorio. El piso y las paredes eran blancos, y el techo de color azul. Las sillas eran verdes y el resto de la decoración era en tonos claros; todo eso le parecía raro a Reggie.

Katie se acercó a la secretaria, aún tomando amablemente la mano de Reggie.

—Hola, buen día. Soy Katie Gregors, hoy tengo agendada una cita con la doctora Taylor —le dijo Katie a la secretaria.

—Claro, señora. ¿Nombre del paciente? —preguntó la secretaria, mientras sacaba su agenda para consultar los horarios de los pacientes.

—Reginald Harris —respondió Katie.

La secretaria hojeó la agenda y tarareó. —Sí, aquí está. Él es el siguiente; la doctora pronto terminará con el paciente que está atendiendo ahora. Pueden sentarse y esperar.

—Está bien, gracias. Vamos a sentarnos, Reggie —dijo Katie. Reggie asintió y fueron a sentarse en unas sillas vacías en una esquina.

Al sentarse, Reggie tomó una revista que estaba en su asiento y se dispuso a leerla. Era sobre cuidado mental; no entendía muchos términos ni algunas cosas escritas en la revista, pero tenía que entretenerse.

—¿Estás nervioso, Reggie? —preguntó Katie.

Reggie apartó la vista de la revista y giró para mirarla.

—No —respondió.

Katie sonrió un poco. —Sabes, eres un niño muy fuerte, Reggie. También, muy inteligente; ¿sabes por qué estamos aquí?

—Porque la trabajadora social se los dijo.

—No solo por eso. Es por ti; es por tu bien. Muchas cosas han sido... complicadas, y tú no puedes entenderlas del todo. Bernard y yo no queremos que eso te cause dolor. La psicóloga va a ayudarte, ¿entiendes? —Katie intentó explicarlo lo mejor que pudo, de forma sencilla para que Reggie pudiera asimilarlo.

—Creo que entiendo un poco —le respondió Reggie.

Katie suspiró ligeramente y le sonrió. No estaba segura de si Reggie lo comprendía bien; aun así, le parecía lindo que lo intentara.

La puerta de la psicóloga se abrió y salió una niña que fue hacia uno de los adultos sentados.

—¿Reginald? —llamó la psicóloga.

—Es tu turno; ve, te esperaré aquí —le dijo Katie a Reggie.

—Bien —Reggie se levantó y se dirigió a la oficina de la psicóloga.

Al abrir la puerta, se encontró con una habitación de paredes amarillas con lunares de colores. Había una silla y un sofá, con una mesita llena de papel, lápices y juguetes. Sentada en la silla había una mujer de pelo rubio, gafas y bata blanca. Esta se giró hacia él y le dedicó una sonrisa.

—¿Eres Reginald? —preguntó.

—Sí —respondió Reggie.

—Entra, ven y siéntate —le dijo amablemente.

Reggie hizo caso, cerró la puerta detrás de él y se dirigió al sofá, donde se sentó en la orilla.

—Soy la doctora Amanda Taylor, soy tu psicóloga. Es bueno conocerte, Reginald —se presentó la profesional.

Reggie se sintió ligeramente avergonzado. —Gracias, igualmente —respondió en voz baja.

—¿Cómo te sientes hoy, Reginald?

Reggie pensó un poco antes de hablar. —Bien.

—¿Estás nervioso?

—No.

La doctora Taylor comenzó a escribir en una libreta. —Eso es muy bueno. ¿Puedo hacerte más preguntas? —Reggie asintió. —Bien, ¿en qué grado vas en la escuela?

—Segundo grado.

—¿Cuántos años tienes?

—Ocho años.

—¿Cuál es tu fecha de cumpleaños?

—25 de enero de 1995.

—¿Cuál es tu nombre completo?

—Reginald Arnold Harris.

Cada vez que Reggie respondía, la doctora Taylor escribía en su libreta. Eran preguntas generales, muy simples, pero incómodas para él tener que contestar a una mujer que no conocía.

—Muy bien, ahora te haré unas preguntas un poco más difíciles. ¿Podrás responderlas? —Reggie asintió nuevamente. —¿Cómo se llamaban tus padres?

Reggie se incomodó ante la pregunta; aun así, mirando sus propias manos, respondió: —Simon Harris y Roxanne Baxter.

La doctora Taylor observó detenidamente su reacción y luego escribió en su libreta. —¿Cómo te sientes al pensar en ellos?

Reggie comenzó a jugar con sus dedos, pensó un poco y dijo: —Mi mamá... no sé, no la recuerdo, pero sé que me quiso mucho —lo único que tenía de ella son fotografías y las cosas que le contaba su papá. Que ella lo amo mucho mientras estuvo con él, y falleció por un tumor maligno.

—¿Y con tu papá? ¿Cómo te sientes al pensar en él? —preguntó la doctora Taylor.

Reggie dejó de jugar con sus manos y miró sus zapatos. ¿Era realmente necesario hablar de eso? Sentía un ardor en la garganta solo al pensarlo; tenía ganas de gritar y llorar. Se resistió, sus pies se movieron un poco con ansiedad y siguió mirando el suelo.

—¿Me puede hacer otra pregunta? —cuestionó.

—Sí, si estás incómodo, está bien. Por ahora no te preguntaré sobre eso. Te preguntaré otras cosas: ¿cómo fue tu estancia en el orfanato? Estuviste allí casi dos semanas; ¿cómo fue?

—Fue... tranquilo. Los cuidadores eran amables —respondió Reggie.

—¿No hiciste amigos o jugaste con algún niño?

—No, me evitaban. Tampoco quería hablarles.

—¿Y en la escuela no tienes amigos?

—Tenía, pero después de lo de mi papá... dejaron de hablarme, así que yo tampoco. —Reggie tomó un pequeño bloque de la mesa y jugó con él entre sus manos.

—Oh, ya veo. ¿Te sientes solo? —preguntó la doctora Taylor, mirándolo.

—A veces —no podía sentirse tan solo si la figura negra siempre lo observaba.

—Y los señores Gregors, ¿cómo te sientes al vivir con ellos? ¿Te tratan bien? ¿Qué opinas de ellos? —indagó la doctora Taylor.

—Son amables, estoy bien. Tengo una habitación, la señora Gregors cocina bien, me tratan bien, no se enojan conmigo, y el señor Gregors me ayudó ayer con la tarea —dijo Reggie con un tono calmado. La doctora Taylor lo miró, esperando que continuara. —El señor Gregors es amable; a veces es raro, pero me agrada. La señora Gregors también es muy amable; me pregunta muchas veces qué quiero de comer. Su pelo es lindo —explicó Reggie, todavía jugando con el bloque en su mano.

La doctora Taylor escribió en su cuaderno, levantando la mirada a Reggie un par de veces para luego volver a escribir.

—Reginald, ¿hay algo más que quieras contarme? Parece que eres muy evasivo; ¿quieres decirme algo? ¿Algo que te moleste o esté sucediendo? —preguntó la doctora Taylor.

Reggie dejó de jugar con el bloque, lo dejó en la mesa y, con la cabeza baja y un tono tranquilo, respondió: —Nada.

—No debes sentirte incómodo. Estamos aquí para intentar ayudarte; si te pasa algo, puedes decírmelo a mí o a los señores Gregors —animó la doctora Taylor.

Reggie entonces recordó repentinamente a la figura negra y sintió un escalofrío recorrer su espalda, como un aire frío invernal. Casi se sintió observado por él.

—No pasa nada; simplemente no quiero estar aquí —dijo Reggie en un tono grosero. Se sorprendió un poco de su tono, no quería responder de esa manera.

Se sintió culpable; quería disculparse, pero las palabras no salían.

La doctora Taylor no pareció enojarse; solo lo miró unos segundos en completo silencio y luego suspiró. Dejó a un lado su libreta y su lápiz para mirar fijamente a Reggie. —Es normal que te sientas así, pero no será la última vez que vengas aquí, Reginald. Creo que, por hoy, termina la sesión.