El suelo del campo de castigo se extendía como un sombrío patio, su amplio espacio abierto rodeado por altos muros de piedra que parecían hacer eco de cada sonido.
El techo era inexistente y dejaba a los presentes expuestos al tenue cielo vespertino. Débiles rayas de naranja y púrpura pintaban el horizonte, proyectando largas y escarpadas sombras sobre el suelo desigual. Antorchas delineaban las paredes y sus llamas parpadeantes luchaban por contener la oscuridad que se cernía. El aire estaba espeso con el olor de sudor, sangre y muerte inminente, sumando al peso lúgubre que pendía sobre la multitud congregada.
En el centro del lúgubre escenario, dos carceleros sostenían en pie al niño con los ojos vendados, su frágil cuerpo se hundía entre ellos, mientras el verdugo estaba listo, agarrando firmemente un reluciente puñal en su mano.