Los últimos vestigios de la luz dorada parpadearon a través de las ruinosas torres del castillo maldito.
Una a una, todas las otras estatuas de piedra que rodeaban a Kent comenzaron a moverse, sus formas rígidas se aflojaron como si despertaran de un sueño. La confusión y la incredulidad pintaban sus rostros mientras miraban sus manos temblorosas, flexionando dedos que habían estado quietos durante siglos.
Un murmullo se extendió a través de la multitud. Algunos lloraron, colapsando en el suelo de alivio, mientras otros gritaban preguntas al aire. Gordo Ben permanecía pegado al lado de Kent, sollozando entre hipidos mientras se aferraba a su maestro.
—¿Qué… qué es esto? —un hombre alto con el cabello plateado dio un paso adelante, sus ojos estrechándose hacia Kent—. ¡Tú! ¡Chico! ¿Qué has hecho? ¿Eres el responsable de esta maldición?