—¡Ugh! —gemí mientras me sentaba en mi asiento y me tocaba el pecho.
—Para ya, no es para tanto —murmuró mi lobo en respuesta.
Había estado dándole el tratamiento del silencio por un tiempo. Cada vez que mi pecho dolía, gemía hacia él, y él me decía las mismas tonterías.
Mis hermanos y yo estábamos de camino a casa después de cerrar un trato con una manada del Norte. Esas manadas siempre eran las más problemáticas; mantenían sus asuntos muy privados. Preferirían perder sus tierras por la sequía y desastres antes que permitir a alguien de afuera venir y ayudarles con sus problemas.
—Me duele porque extraño a mi compañera —murmuré entre dientes.
—Tu compañera no se preocupa por ti. Además, su lobo aún está dormido, así que no te preocupes, no hay dolor. Todo está en tu cabeza —me siseó en respuesta—. Piensa en Kesha. Ella sí que se preocupa mucho por ti.