La habitación estaba oscura. Un suave resplandor azul de la ventana era la única fuente de luz.
Lian entró en la habitación. Se acercó cautelosamente a la cama.
—Talis —llamó.
Hubo movimiento.
—Estoy aquí —respondió Talis, sentándose lentamente.
Lian la vio y soltó un profundo suspiro. Cerró los ojos, reuniendo sus pensamientos mientras se sentaba al lado de su vieja amiga.
—¿Qué has hecho, amiga mía? —preguntó Lian suavemente mientras miraba a la mujer a su lado.
Talis una vez fue la imagen de una joven en sus veintitantos años con piel suave como el chocolate y rizos dorados como el sol. Ahora, su piel estaba arrugada y vieja, el color chocolate apagado y manchado con el tiempo. Los colores dorados se tornaron casi blancos, perdiendo su rebote y brillo.
Talis dio una sonrisa cansada. Sus respiraciones eran trabajosas y suaves.
—Hice lo que era necesario —respondió.
Lian suspiró.
—¿Encontraste una solución para el niño? —preguntó.