Su mano me soltó.
Tropecé hacia atrás, jadeando, mi palma golpeando la pared detrás de mí para apoyarme.
—Amelia…
Sus pupilas se dilataban rápidamente. Cayó de rodillas, agarrándose al costado de la cama para sostenerse.
Seguía consciente, pero temblaba.
Me estiré hacia ella, el instinto superando la razón.
—No quería—oh Diosa—¿qué hice?
Ella agarró mi muñeca con la poca fuerza que le quedaba. Su respiración era superficial. Sus labios apenas se movieron.
—Corre.
Entonces sus ojos se dieron vuelta.
Su cuerpo convulsionó.
—¡Amelia! —grité, intentando estabilizarla, intentando agarrar algo—mi teléfono, su muñeca, cualquier cosa—cualquier cosa.
La puerta se abrió de golpe detrás de mí.
Hombres. Armados. Armas desenfundadas.
Me paralicé.
La escena era incorrecta—terriblemente, trágicamente incorrecta. La estaba sosteniendo. Ella estaba convulsionando. Había una jeringa en su pierna.
Sabía lo que ellos veían.
Me veían a mí.