Hades Caí de rodillas. Pero no por debilidad. Por furia. Por el puro peso de en lo que me estaba convirtiendo. Todavía podía olerla en esta habitación. Su fragancia—miel y lavanda—se aferraba a las paredes como un recuerdo. El armario colgaba abierto, estéril. Vacío. Burlón.
«Le diste todo», susurró el Flujo. «Y ella eligió a Caín. Eligió la piedad sobre el poder. La lealtad sobre el amor».
Venas negras trepaban por mi garganta ahora, floreciendo como espinas. Mi boca sabía a ceniza y arrepentimiento. Mis uñas se afilaron sin permiso. Mis músculos se contrajeron, mi espalda arqueándose mientras la corrupción se deslizaba más abajo por mi columna.
«Se suponía que era mía», jadeé.
«Ella es tuya», gruñó el Flujo. «La marcaste. La reclamaste. La ataste. Ahora es parte de tu sangre. No puede huir lejos».
«Entonces, ¿por qué», me atraganté, «siento que estoy muriendo?»
«Porque lo estás».
Un compás de silencio.