—¿No me ayudarás? —preguntó aquella mujer, escondiendo sus lágrimas de impotencia. El miedo recorría su cuerpo, impidiéndole dejar de temblar. Él la miraba sin poder comprenderla, por la distancia que los separaba. Le parecía extraño que alguien llorara tanto por cosas materiales. Aquel llanto siguió por un largo rato, siendo ignorado por quienes pasaban a su lado. A los pocos que la curiosidad carcomía, no les era posible apaciguar ese dolor que la mujer sentía. Con el tiempo, una chispa de curiosidad surgió en él, matando la indiferencia que sentía.
—¿Es tu culpa por andar sola en la noche, o culpa de los ladrones por hacer algo ilegal? —preguntó, sin recibir respuesta. Los autos pasaban, matando el silencio que solo los envolvian a ellos. Y por un breve momento, ella desapareció.
—Es tu culpa por no ayudarme —dijo, enojada. Su ropa había cambiado, pero él no quiso notarlo—. ¿Por qué no me ayudaste? —reclamó.
—No había nada que pudiera hacer —respondió, preguntándose si eso era lo que pensaba Dios al ver la Tierra desde su trono.
—Siempre se puede hacer algo —reprochó la mujer.
—¿Tú lo hiciste? —preguntó él.
—Te pedí ayuda...
—¿Eso era lo único que podías hacer?
Un bus negro se detuvo en medio de ambos. El lunes subió como pasajero habitual. Viendo sentados a martes y miércoles, que iban a una reunión. Jueves llegó tarde, como era habitual. A viernes lo recogerían en la siguiente estación. Sábado se quedó cuando el bus se marchó. Ella se había cambiado de ropa otra vez, ahora llevaba un hermoso vestido azul, que él seguía sin querer notar. Los dos se miraban fijamente: ella por un segundo, él eternamente. Ella se despidió con una sonrisa, la cual lo acompañaría un largo tiempo.
Sintió frío, así que empezó a fumar con el sábado a su lado. Cada cigarrillo que se consumía era un auto que pasaba. Sus velocidades variaban como sus colores y tamaños, pero el ruido que hacían era el mismo para él: uno que le hacía doler la cabeza. Pasaron los días, y para él aún era sábado, aunque el lunes lo acompañaba. No había nada importante que hacer, aparte de esperar a aquella mujer.
Para pasar el tiempo empezó a buscar un culpable para la miseria de la mujer, por culpa de su ego herido, al no haber podido ayudarla. Un auto pasó y ella apareció: su vestido estaba sucio y rasgado. Ella lo miró con algo de odio en su corazón, pero no dijo nada. Solo se quedó allí, mirándolo fijamente. Estaban parados en medio de un lugar de la ciudad. Cualquiera podía encontrarlos si los buscaba. Los separaban unos pocos pasos, pero ninguno podía darlos: por miedo y orgullo.
—¿Te volvieron a robar? —preguntó, viendo su maquillaje corrido por las lágrimas.
—No —dijo entre sollozos.
—¿Por qué lloras?
—¿Qué te importa? —respondió, tapándose la cara. Su llanto era suave, casi no se escuchaba. Ella misma lo apagaba para no molestar a los demás.
—¿Quieres un cigarrillo? —le preguntó, intentando consolarla.
Ella asintió con la cabeza. Le lanzó la cajetilla con el encendedor. Lo atrapó, sacó uno y lo encendió de inmediato. Sentándose en el suelo, le dio una bocanada al cigarrillo, quemando su gusto y destruyendo sus cuerdas vocales.
A medida que el cigarrillo se consumía, el tiempo pasaba lentamente y el ruido de un tren se hacía presente. Estaba lejos, pero se acercaba a gran velocidad, tanto que los dos pensaron que iba a descarrilar. La noche parecía no terminar. Ella seguía fumando, sus ojos ya no lo miraban. Él no pensaba en nada, solo miraba aquellos labios perderse en el cigarrillo, por su culpa.
—Qué nostalgia —dijo ella, acariciada por el chirrido de los rieles. Ese ruido molesto se convertía en música para sus oídos. Tenía ganas de bailar, pero la vergüenza no la dejaba. Los dos permanecían en silencio, esperando que el tren pasara. La noche terminaba lentamente y la madrugada se hacía presente, tras una corta despedida de ambos.
Al volver a verla, su cabello había cambiado: ahora llegaba hasta sus hombros. Se lo había cortado, y aunque él lo notó, no comprendió el motivo. Tampoco quiso preguntar, por miedo a no entender los sentimientos que cargaba esa mujer.
—¿Quién te hizo daño? —preguntó, encendiendo un cigarrillo.
—Esta vida —respondió ella, mirando al suelo mientras jugaba con su cabello.
—Qué raro —dijo, botando el humo mientras se rascaba la cabeza.
—¿Tienes piojos? —preguntó ella, mostrándole su primera sonrisa.
—Tu papá tiene piojos —dijo.
Unos fuertes gritos de placer comenzaron a escucharse. Una mujer gritaba que le dieran más duro, mientras el rechinar de una cama se hacía cada vez más evidente.
—No tengo papá —dijo ella, sin apartar la mirada.
—Papi, papi, más duro, más duro.
—Ahí puedes conseguir uno —dijo él.
—¿Tú podrías hacerle eso a una mujer? —preguntó ella, con curiosidad.
—Lo dudo —respondió.
Ella comenzó a reír sin parar. Por alguna razón, había visto algo distinto en su sinceridad. Se quedaron en silencio nuevamente, escuchando los gritos de aquella mujer, que parecía morir de placer.
Un gato tuerto, de color amarillento, apareció. Siempre llegaba a la misma hora, para juzgarla. Se sentaba al lado de él, y cuando ella intentaba cruzar la calle, salía huyendo sin dejar de verla.
—¿De qué parte de China eres? —preguntó él.
—No soy china —respondió.
—Entonces el gato es racista —dijo.
—¿Por qué? —preguntó, confundida.
—Huye de ti pensando que te lo vas a comer.
Ella volvió a reír, mirándolo de una forma diferente. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero poco a poco se fue encariñando de aquella sonrisa, difícil de ver. Casi todas las noches lo buscaba inconscientemente, aunque sabía que ninguno cruzaría la calle, ya que para él estaban mejor separados.
—¿Quieres un pedazo de mi corazón? —preguntó—. Me vale verga lo que quieras, te daré un pedacito de él y algo de mi alma. Me llamo Lucy —dijo.
En ese momento él cayó en cuenta de que nunca le había preguntado su nombre. Sin percatarse, se había quedado mirándola fijamente. Estaba más hermosa. O más distante. No podía saberlo en ese momento. Pero un miedo surgió en él nuevamente, uno que intentó esconder.
—¿Qué me miras, acaso eres gay? —preguntó, empezando a caminar. Él la miraba, deseando ver qué tan lejos llegaba.
—¿No me vas a seguir? —gritó en la oscuridad.
Él se levantó y se adentró en ella.
Caminaron sin parar. No sabían dónde terminarían. Ella miraba a todos lados, buscando algo... tal vez lo que le habían robado, a su padre o algún amor.
—¿Santa o puta? ¿Qué piensas cuando me ves?
—¿Quieres una verdad o una mentira? —preguntó él.
—Ninguna —respondió.
Una luz tenue iluminó el camino. Habían llegado a un café, con dos establecimientos, uno frente al otro, cruzando la calle. Las paredes eran blancas, todo estaba bien cuidado. En la puerta había algo que parecía un talismán, pero él no logró reconocerlo.
Lucy se sentó en una de las mesas afuera. Él se sentó frente a ella. Al pasar unos minutos, un hombre alto, delgado, con un cuello larguísimo, se acercó a la mesa de ella.
—¿Qué deseas pedir? —preguntó, sacando lápiz y libreta.
Por un momento se descuidó. Al darse cuenta, todo se había apagado. Lucy ya no estaba. Él estaba perdido en las calles vacías. Ya no sentía el amor enfermizo en esa mirada que lo llevaba a imaginar las más oscuras perversiones sin miedo a ser juzgado. De nuevo sentía los ojos que lo esperaban en casa, preocupados, mientras intentaba perderse en otras manos, con veneno, pero sin alma. La lujuria había desaparecido al tocar otros cuerpos y sentir un latido ajeno.
—Solo te gustan inalcanzables —gritó Lucy, apareciendo de nuevo después de mucho tiempo—. ¿Por qué no te olvidas de ella? Se fue porque no te amaba —Las lágrimas brotaron cuando sacó la caja de cigarrillos de su bolso; su voz había vuelto a ser silenciada por el vicio de alguien más—. Si me tienes, ¿me amarás? —preguntó con dificultad.
El tren por fin pasó. Y se descarriló hacia el lado de él. No se sorprendió, pero le molestó. Sus ojos la buscaban. Por alguna razón, necesitaba verla para ayudarla a encontrar un culpable de su alma rota. Pero Lucy ya no estaba.
Desesperado, corrió hasta llegar a un lote que ella usaba como basurero de recuerdos. Todo estaba organizado y meticulosamente separado en montañas que llegaban hasta el cielo: frascos con lágrimas, cartas de enamorados, condones usados. La mayoría eran promesas fallidas y oportunidades desperdiciadas.
Empezó a buscar sin hallar las respuestas que quería. Entró en una desesperación que no sentía desde hacía tiempo. Empezó a insultar a Dios, sin razón. Comenzó a rezar para que él existiera y pudiera sentir su odio, aunque fuera falso.
Se adentró entre la montaña de cartas, cayendo en versos, invitaciones y "te amos" que, a simple vista, parecían verdaderos, pero resultaron ser falsos. Su curiosidad le ganó y empezó a buscar entre la pila de cartas que ella había escrito una con palabras dirigidas a él. No encontró ninguna. Nadó entre mares de lágrimas, revisó gota por gota, sin hallar la razón de su dolor. Caminó entre toallas usadas y condones que ensuciaban su piel. El odio que sentía Lucy comenzaba a apoderarse de él.
Escaló la montaña de peluches que ella había tirado. Se sentó en la cima, apreciando las estrellas. Empezó a nombrarlas una por una. La luna de colillas de cigarrillo se hizo presente; recientemente había sido contaminada.
El tiempo pasó. Lucy no volvió a aparecer. Él la esperaba en el mismo lugar donde la conoció. Pero ella parecía haberse olvidado de él.
Un auto pasó, y ella apareció con una gran sonrisa.
—Tanto tiempo —dijo Lucy.
—Un poco —dijo él, intentando ocultar su felicidad—. Estás hermosa —añadió.
—Gracias —respondió, lanzándole la cajetilla de cigarrillos y el encendedor.
Atapándolo, empezó a caminar hacia ella con seguridad. Ella lo miraba, sin sorpresa, tras soltar un suspiro. Unas manos rodearon la cintura de Lucy y unos labios besaron su cuello. Él se detuvo al verlo, sin saber cómo reaccionar.
—Tengo novio —dijo Lucy, mirando a aquel sujeto de una manera en que nunca lo vio a él. Había una diferencia entre ellos dos, una que entendió inmediatamente: aquel sujeto no encontró el culpable del dolor que sentía ella, pero hizo que olvidara aquel sufrimiento.
Lucy desapareció, feliz.