—Me llegaron rumores de tus asiduas visitas al preso 220.
—¿Visitas?
—No quiero una explicación —el duque posó un dedo sobre mis labios—. Quiero saber si sigues dispuesta a luchar por lo que tanto has querido, por lo que tanto has añorado… La corona —una leve chispa brilló en sus ojos—. Lo que haya pasado entre tú y ese hombre no debes darle importancia. Yo solo quiero… —veía en él un rostro suplicante—, yo te pido que recobres el juicio y vayas tras lo que te pertenece. No puedes defraudar a tu padre.
—Sé lo que estoy haciendo y asumiré, si es necesario, las consecuencias.
—No puedes dejar que el reino sea destruido por el mayor enemigo de Valtoria.
☆ ☆ ☆
Provenían del tumulto voces lejanas y escurridizas. La gente gritaba, tal vez, horrorizada y sorprendida; o sin el menor remordimiento, siendo presas de las más profundas frustraciones. Envueltos en trajes grises recargados de adornos rojos, desfilaban los consejeros y magistrados, en largas columnas, con venías sucesivas ante el Rey.
Sentada en el tribunal, junto a mi padre, recordaba que, muy temprano, la doncella me había comunicado que el sastre Jimin había dejado otro mensaje para mí. Más ni siquiera lo leí. Era como si el túnel se hubiese cerrado, ya no había luz. No podía asimilar ni sus palabras, ni su actitud de aquella tarde. Me era imposible entenderlo. La duda y la certeza me consumían. ¿De verdad, él maquinó todo eso desde el principio? ¿En realidad, solo fui alguien ingenua que creyó en las palabras de un farsante? Pero ¿podía haber florecido ese sentimiento al lado de un criminal que solo pensaba en mi muerte? Esto último me angustiaba demasiado. ¿Debía resignarme a la idea de que él se aprovechó de mi benevolencia? Me detuve en la antigua profecía. ¿Se cumpliría si me rehusaba a hacer lo que mi padre ya había predispuesto? Sin embargo, ¿era una imbécil o una cobarde?
Mientras todos alzaban su lengua lisonjera hacia el Rey, yo me veía perdida en medio de un bosque enmarañado, en donde ni siquiera sus hojas podían ser bien distinguidas. Me sentía derrumbada y eso aumentaba la presión en mi pecho. Mi padre debió notar en mí una mirada perdida porque su mano derecha asió la mía con ternura. Sus consejeros sonrieron ante tal gesto, como si el Rey me estuviera cediendo su fortaleza para momentos tan deprimentes.
—¡Atención! Su Majestad, el Rey desea por primera vez realizar en la Plaza Central, que nos recuerda la historia de nuestro reino, la ejecución de varios hombres que son nombrados "Los radicales", capturados cerca del desierto de Caligo. Aunque, merece especial atención el más aterrador de ellos: Jeon Jungkook. Uno de los hombres más buscados del reino y que mantuvo cautiva a la princesa bajo sus dominios en las riberas del río Torvano y que sin duda, ha cometido crímenes que nos horrorizan.
Apareció en medio del repudio de la gente. Su rostro mostraba una palidez impresionante. Era conducido por dos hombres fornidos, quienes lo llevaban encadenado hasta los tobillos y, por instantes, el hierro rozaba el pavimento de la plaza. El Rey desafiante, luciendo su corona y con las manos en la cintura, se irguió al ver con sonrisa triunfante a uno de los espectros que más lo había atormentado hasta en sus sueños.
Comenzaron los magistrados y jueces. Presentaron cargos de toda clase de atrocidades que escandalizaban y que realmente hacían repugnante su imagen: robos, asesinatos, intento de asesinato al Rey, disturbios... Argumentaban su accionar con toda clase de pensamientos que insultaban la soberanía y el poder de mi padre, después enumeraban las pruebas encontradas y se remarcaba su autenticidad.
Más tarde, se hicieron oír los testigos. Mujeres con niños en brazos mujían por la pérdida de sus cosechas porque él se las había quemado o robado. Campesinos que aseguraban haberlo visto matar sin piedad con hachas, piedras o cuchillos... a personas que eran estimadas por el Rey o que lo habían ensalzado. Los consejeros relataron con suma desolación, como si se tratara de una escena apocalíptica, la vez que invadió el palacio y amenazó al Rey.
—A la par de estos crímenes, el Rey considera que, por su propia naturaleza, el rapto de su hija constituye la agravante más severa. Ahora, escucharemos el testimonio de la futura heredera al trono.
Debía dar lectura a un papel depositado en el atril. Decían que mi mente debía estar muy fatigada como para pensar en aquellos recuerdos dolorosos, por ello, solo ansiaban que dijera lo escrito en ese pergamino. En el mismo, encontré toda clase de adjetivos: perturbada, angustiada, asustada, atemorizada, repudiada, humillada, olvidada... Levantaba la cabeza por ratos y mi alrededor era un cuadro triste y de lamentaciones. Escuchaban una historia repugnante y miserable. Mi voz no cesó de temblar.
Murmuraban, ¿cómo ese maldito pudo haberle hecho eso a la princesa? y él arrodillado y pusilánime, me contemplaba del mismo modo al que se ve una estatua que ha perdido sus años de gloria y prestigio. Al terminar mis declaraciones, no pude alzar la mirada ante el griterío de la gente que pedía embravecida su muerte. El duque, sentado en la mesa de los magistrados, se acercó a mí y me estrechó en sus brazos. Luego, lo hizo mi padre, quien me esperaba en el tribunal desencajado y con el semblante del hombre que ha visto padecer mucho a su hija.
Llegó el momento de su declaración. Solté el último aliento que con tanto ahínco había guardado. Me desesperé. Sus palabras no habían logrado todo su efecto porque algo inexplicable me decía que Jungkook había mentido.
—Sí, yo rapté a la princesa. —Gritos y piedras—. Iba a matarla, iba a matarla —dijo acompañado de varias carcajadas—, ella era ingenua y débil, ni siquiera lo sospecharía. —La gente se precipitaba contra los guardias reales que impedían su paso—. Antes de que ejecuten mi sentencia también quiero expresar mis más sinceros arrepentimientos, que no serán para nadie —voz burlona—, porque todo lo que hice fue por el bien de este reino lleno de reptiles y serpientes.
Reclamos y vituperios se sacudían entre la fina garúa.
—Habla como un cínico —dijo Borus levantándose de la mesa cubierta de manteles rojos, en la cual se dictaminaba la muerte de los condenados—, esa es una de las principales características de los criminales que asesinan sin piedad. Ya ni siquiera necesitamos pruebas contundentes para comprobarlo.
Enseguida, se dio paso al juicio colectivo de "Los radicales", quienes también fueron vilipendiados por la gente.
—Tras ser encontrado culpable de todos los delitos expuestos se procederá a la ejecución de Jeon Jungkook.
La multitud aplaudía emocionada mientras un Rey sereno bajaba del tribunal al empedrado de la Plaza Central. La capa del soberano ondeaba radiante como una insignia victoriosa; a vista de todos proclamó que la princesa ejecutaría al hombre. Al oírlo mi frente se empapó de un sudor frío y mi piel se erizó.
—Tú misma acabarás con ese demonio.
Uno de los súbditos cercanos a mi padre me preguntó: ¿a qué distancia desea que ubiquemos al condenado? Con la mente en blanco casi no pude responder, parecía que había perdido esa facultad. Borus al notarlo vino a socorrerme y ordenó que la distancia sería de treinta metros, alardeando mi experticia. Recibí el arco y la flecha como sonámbula y devolví una mirada trémula al duque.
Tensé indecisa la cuerda entre mis manos. Las yemas de mis dedos resbalaban y eso me dificultaba calcular el punto del objetivo que debía alcanzar. Deslicé la cuerda del arco.
La flecha cayó a sus pies. Tuve deseos de vomitar, así que traté de contenerlo.
—Si no te sientes bien, puedo hacerlo yo.
—No. Yo lo haré.
—Cariño, estás muy tensa, yo puedo…
—¡Te dije que lo haré yo! —le respondí agitada.
El duque, con aire iracundo, pidió una flecha de cobre:
—Dicen que causan más dolor.
A pesar de mi negativa por su intromisión, puso sus manos sobre las mías.
—Lo haremos juntos.
Contuve la respiración. Solté.
☆ ☆ ☆
Las flechas venían de todos lados. La gente se abalanzaba sobre las inmediaciones de la Plaza Central herida por el ruido de las armas y el galope de los caballos. El duque pensando que el sentenciado escaparía, me dejó esperando en su intento por ir tras de él. Yo temí por mi vida en medio de aquel alboroto en donde eran cada vez más visibles hombres luchando y blandiendo espadas…
Un rostro ovalado, de nariz fina y cutis liso me detuvo en mi carrera. Me llevó a un lugar donde el sonido de las flechas no podían romper la fina cortina del viento. Me arrinconó contra el ángulo de una pilastra.
—¡¿Qué ibas a hacer?! —gritó.
No respondí.
—Te envié con Jimin un nuevo mensaje, pero ahora veo que ni siquiera te molestaste en leerlo. ¿Por qué?
—¡Déjame ya! No me toques.
—De verdad, ¿ibas a hacerlo? ¡Respóndeme!
—No quiero verte nunca más. Ni a ti, ni a él, ni a ninguno de ustedes.
Dejó de aprisionarme contra el bloque de la pilastra.
—¿Dejaste de creer en él? ¡Dime! ¿Ibas a dejarlo solo cuando él se esforzó en no involucrarte? —Sus ojos se abrieron más—. Si él decía que fue tu decisión quedarte en el campamento, de seguro no estaría viendo tu rostro ingrato.
—Quiero olvidar eso y por favor deja ya de seguirme.
Quise escabullirme, mas Jin bloqueó mi paso con uno de sus brazos.
—Dime que no ibas a hacerlo. Quiero creer que aguardabas ansiosa nuestra llegada antes de soltar la cuerda.
—¡Ya basta! Déjame ir.
Esta vez, su tronco y sus manos formaron una barrera que difícilmente burlaría.
—Él te ama...
—¿Cómo sé que eso es verdad? Me quería muerta, me querían muerta todos, incluso tú—comencé a sollozar.
Jin se intrigó por mi respuesta.
—¿Por qué crees eso?
—Vete. No quiero verlos.
Me esfumé bajo una lluvia de flechas que surcaba un cielo triste, un cielo que oscurecía.
☆ ☆ ☆
El duque con las manos en forma de puño mostraba una mordida feroz. Me encontró perdida entre cadáveres rezumando sangre.
—Maldita perra. ¿Sigues viéndote con esos criminales?
Sus brazos me agitaban con fuerza.
—Deja de gritarme. ¡Suéltame! Me haces daño.
—Entonces fue verdad. Te enamoraste de ese cretino. ¡Qué vergüenza! La hija del Rey perdida por un bandido, perdida por un asesino. No lo entiendo... Estabas tan cerca. No debiste fallar el primer tiro. Solo tenías que dejar que tu flecha lo alcance. ¡Debiste matarlo!, ¡tenías que matarlo! —luego, llevó su mano a la frente—. No debes tener los pensamientos muy claros. ¿Cierto? Debe ser lástima por él, no es amor. No puede ser eso… ¡NO ES AMOR! —gritó alterado.
—¡Ya lárgate!
—¿Por qué? ¿No quieres estar a mi lado pero sí a lado de él?
—No quiero verte Borus. Déjame sola.
—¿Prefieres el rechazo al que te va a exponer ese hombre a la honra de una corona? —me tomó de las manos—. No, yo sé que no quieres eso... Yo... estoy dispuesto a que vuelvas a enamorarte de mí, a esperar si es necesario. Vuelve a tu sano juicio. Tú debes ser la heredera al trono. Si necesitas tiempo, yo… esperaré. ¿Cómo vas a perder todo por alguien tan insignificante como él? No, no puedes hacerlo.
—No quiero oírte. ¡Lárgate! —grité.
Jin lo atacó por la espalda. Le asestó un golpe en la cabeza con el filo de un escudo real. Borus no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de que Jin, que seguía empecinado en su tarea, lo dejara inconsciente, quien lo había tomando desprevenido al haber dejado caer su espada, me escupió:
—¿Vas a dejar que se cumpla la profecía?