Atenea observaba, en parte enfadada y taciturna, como sus hombres empaquetaban meticulosamente al extraño hombre muerto en una bolsa negra para cadáveres. Cada cierre y tirón de la tela se sentía como una finalidad que roía su psique.
Había hablado con los agentes y les había agradecido su rápida respuesta, pero se sentía como una pérdida de tiempo, un ejercicio de inutilidad.
Una pérdida de vida también, pensaba, preguntándose cómo alguien podría renunciar a su vida por una causa tan inútil. ¿Qué le prometieron? ¿O fue una amenaza?
Siempre estaba entre estas dos cosas, reflexionaba, habiendo encontrado e interrogado su propia cuota de bombarderos suicidas o mensajeros suicidas.
—Doctora Atenea…
La voz familiar la sacó de su oscura ensoñación. Se volvió para encontrarse con el señor Thorne, el anciano de pie junto a ella con una expresión grave.