El Papa Julio estaba sentado en su trono papal con una expresión de agotamiento en su envejecido rostro. Había asumido el papado solo unos años antes, pero parecía como si hubiese pasado décadas presidiendo la Iglesia. Después de innumerables derrotas contra su rival en el centro de Europa, prácticamente había perdido la voluntad de continuar su lucha contra la Reforma Alemana y su maldita figura central.
En sus manos, sostenido débilmente por un agarre fallido, había una nota que relataba los recientes eventos en Iberia. El Rey Felipe estaba muerto, y su ejército también. Sin embargo, eso no era lo peor. En las horas posteriores a que el insensato Rey Español se adentrara en su muerte, la Alianza Germano-Granadina había marchado hacia España y conquistado la mayoría de su territorio.