—¿Cómo está él? —pregunté.
—General, se ha desmayado del dolor. El médico administró tratamiento básico y espera que recupere la conciencia mañana —respondió respetuosamente un soldado.
—Entiendo. Puedes irte ahora.
—Sí, General.
Mientras la llama de la vela parpadeaba, los soldados abandonaron la celda de manera ordenada. La habitación pequeña se volvió algo más espaciosa. Miré con frialdad el rostro que descansaba sobre la paja. Con mi espada, aparté el cabello. Reconocí un rostro apuesto, vagamente familiar.
Lancaster.
Vaya, qué coincidencia, nos encontramos de nuevo, pensé, burlándome.
La punta de mi espada se deslizó lentamente hacia abajo, cortando su ropa, encontrando la herida casi mortal en su pecho. Sus lesiones eran graves, y si no hubiera sido rescatado, habría muerto desangrado.