Capítulo 4: Tras aquel primer encuentro con la familia de Yamileth

Cita: "A veces, el enemigo es aquel que tienes a la par."

Tras aquel primer encuentro con la familia de Yamileth, Jane entendió que ganarse un lugar en esa casa sería un desafío monumental.

Don David, el abuelo, no solo ejercía un control férreo sobre su familia, sino que también veía en Jane una amenaza a su autoridad. Para él, no era solo un joven más; era un intruso, un posible agente de cambio en el rígido sistema que había construido durante años. Un patriarca no cede su trono sin resistencia, y David estaba dispuesto a mantener su dominio a cualquier costo.

Pero Jane no era alguien que retrocediera ante la adversidad. En lugar de desafiar directamente a David, adoptó un enfoque más estratégico. Comenzó a pasar tiempo con él, escuchando sus historias, aceptando sus consejos con humildad y mostrando un respeto calculado. Sabía que muchas de sus palabras estaban cargadas de manipulación, pero entendía que ganarse su confianza sería un juego de paciencia, no de confrontación.

Una tarde, mientras compartían un momento en la sala, David dejó caer una frase que, más que un consejo, era una prueba.

—Yamileth necesita a alguien fuerte, alguien que la guíe. Una mujer como ella no puede andar por el mundo sin dirección. ¿Eres tú ese hombre?

Jane percibió la trampa en esas palabras. Era una invitación a compartir el control sobre Yamileth, a demostrar que era digno bajo los términos de David. Pero en lugar de morder el anzuelo, respiró hondo y respondió con calma:

—Mi propósito no es guiarla, sino caminar a su lado. Mi fuerza no está en controlarla, sino en apoyarla para que alcance lo que Dios tiene para ella.

Los ojos de David se entrecerraron, evaluándolo con mirada aguda. Aunque no lo expresó en voz alta, algo en su semblante denotaba una leve concesión: por primera vez, empezaba a respetar, aunque a regañadientes, al joven que no se dejaba intimidar.

Sin embargo, si David comenzaba a ceder terreno, Diego era otra historia.

Esa noche, mientras Jane conversaba con Yamileth en la sala, Diego irrumpió con su habitual actitud desafiante.

—¿Qué haces aquí otra vez? —preguntó con sorna, cruzándose de brazos—. ¿Crees que puedes manipular a mi hermana solo porque hablas bonito?

Jane se puso de pie con calma, su expresión serena pero firme.

—No estoy aquí para manipular a nadie, Diego. Solo intento hacer lo correcto.

Diego avanzó un paso, su postura agresiva llenando la habitación con una tensión palpable.

—No te hagas el santo conmigo —espetó, su voz cargada de enojo—. Sé lo que quieres. Mi hermana no es tu juguete, y no voy a permitir que te aproveches de ella.

Antes de que la situación escalara, la voz grave y autoritaria de David resonó desde la puerta.

—¡Basta!

Ambos se detuvieron al instante.

El anciano recorrió la escena con la mirada, su rostro endurecido por la desaprobación.

—Diego, controla tu lengua. Y tú, Jane, recuerda quién tiene la última palabra en esta casa.

Jane asintió con respeto, aunque internamente empezaba a sentirse agotado por los constantes enfrentamientos.

De pronto, un ruido fuerte desde la calle rompió el incómodo silencio.

Diego se giró bruscamente hacia la ventana, con los músculos tensos. A través del vidrio, distinguió un grupo de pandilleros reunidos en la esquina. Susurros nerviosos, miradas furtivas y el brillo metálico de armas improvisadas. A lo lejos, las luces intermitentes de las patrullas teñían la oscuridad con destellos rojos y azules.

La amenaza era tangible.

—¡Todos adentro, rápido! —gritó Diego, su tono reflejando una mezcla de urgencia y ansiedad.

La familia reaccionó al instante, moviéndose rápidamente hacia un lugar seguro dentro de la casa. Afuera, el caos estallaba: gritos, motores rugiendo y el eco de órdenes policiales llenaban el aire con una tensión asfixiante.

Pero mientras el peligro se desataba en las calles, Jane no podía evitar pensar que el verdadero desafío no estaba allá afuera.

El verdadero campo de batalla seguía estando dentro de esas cuatro paredes.

Esa noche, cuando el ruido cesó y la calma pareció regresar, Jane y Yamileth se encontraron nuevamente en su rincón habitual, el único espacio donde podían sentirse a salvo. La casa estaba en silencio, pero la tensión aún flotaba en el aire como un espectro imposible de disipar.

Jane apoyó los codos en las rodillas, su rostro parcialmente oculto entre las manos. Respiró hondo antes de hablar, su voz cargada de frustración.

—No sé cuánto más pueda aguantar esto —confesó, alzando la mirada hacia ella—. Tu abuelo y tu hermano no nos dejan respirar. Siempre están buscando la manera de controlarte, de decidir por ti.

Yamileth bajó la vista, entrelazando los dedos con nerviosismo. Sus manos temblaban ligeramente, una muestra silenciosa del peso que cargaba en su corazón.

—Lo sé, Jane… —murmuró—. Pero… no quiero lastimar a mi familia. A pesar de todo, son mi sangre.

Jane tomó sus manos con delicadeza, envolviéndolas entre las suyas. Su tacto era cálido, firme, pero sobre todo, protector.

—A veces, amar a alguien significa tomar distancia para protegerte —susurró, su voz impregnada de ternura y determinación—. No podemos seguir así, Yamileth. No puedo permitir que sigan decidiendo tu vida por ti.

Ella levantó la mirada y, por primera vez, vio en los ojos de Jane una resolución inquebrantable, una certeza capaz de desafiar cualquier obstáculo.

—¿Qué sugieres? —preguntó en voz baja, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.

Jane exhaló lentamente antes de hablar, su decisión reflejada en cada palabra.

—Podemos irnos —declaró con una seguridad que hizo temblar el aire entre ellos—. Buscar un lugar donde empezar de nuevo, lejos de todo esto. Construir una vida juntos, donde nadie más dicte quiénes somos o qué debemos hacer.

El corazón de Yamileth latió con fuerza. La sola idea de abandonar el único mundo que conocía le provocaba vértigo, pero al mismo tiempo, una chispa de esperanza comenzó a crecer en su interior.

—Tal vez… tal vez sea lo que necesitamos —susurró, sintiendo una mezcla de miedo y anhelo—. Pero, Jane… ¿estás seguro? ¿Podemos hacer esto?

Jane le dedicó una sonrisa tranquila, una que irradiaba confianza.

—Lo estamos, Yamileth. Y juntos lo lograremos.

Por primera vez en su vida, Yamileth vislumbró un futuro donde su destino no estuviera atado a la voluntad de otros, sino a sus propias decisiones. La incertidumbre era enorme, pero con Jane a su lado, el mañana ya no parecía un lugar aterrador… sino una promesa de libertad.