Capítulo 21: Ángel

Desde el incidente con los pandilleros, Yamileth no había vuelto a sacar a Marcos de la casa. Los meses pasaron en encierro, y ahora el 2013 estaba a punto de terminar.

No podía dejarlo con sus hermanos; en ninguna de las dos familias era bienvenido. La única opción era regresar más temprano del trabajo para cuidarlo, ya que Jane, con su nuevo trabajo de albañil, tampoco podía. Las jornadas eran agotadoras, y muchas noches ni siquiera volvía a casa. Dormir cerca de la construcción le ahorraba tiempo y fuerzas.

Aquella mañana, mientras preparaba huevos con frijoles fritos, el silencio en la casa se sentía denso. Sus otros hijos habían dormido con la familia de Jane, así que solo Marcos y ella estaban allí.

Revolviendo los frijoles en la sartén, su mente volvió, como tantas veces, a aquel día.

Desde entonces, no he vuelto a salir. No dejo de preguntarme qué habría pasado si Dios no hubiera estado con nosotros. Mis hijos son mis milagros, y gracias a Él salimos ilesos. Marcos manejó la situación con una inteligencia que aún me asombra. Siempre supe que era listo… pero ese día me demostró algo más.

Suspiró y apartó la sartén del fuego.

No he llevado a Marcos a la guardería. No quiero volver a pasar por esa calle. El año está por terminar, solo quedan dos meses. Después buscaré otra opción. Enoc y Katherine están bien con la familia de Jane, pero Jane… Jane sigue sin aparecer. Y, aunque duela, ahora eso no es lo más importante. Lo único que me preocupa son mis hijos.

Se quedó en silencio, mirando la sartén como si en su fondo pudiera hallar respuestas.

Debo seguir adelante. No por mí… sino por ellos. Porque no tengo otra opción. Solo me queda confiar en Dios.

Yamileth comenzó a servir la comida en la mesa de la sala. A lo lejos, los panaderos iniciaban su jornada, sus voces mezclándose con el aroma del pan recién horneado.

En su habitación, Marcos ya estaba despierto mucho antes que ella. Se sentó lentamente en la cama. El olor a huevos con frijoles lo llamaba, pero su mente estaba en otra parte.

Esta mujer… mi madre, Yamileth, sigue afectada. No entiendo por qué. Me abraza todos los días, como si algo hubiera cambiado entre nosotros. Para cualquiera habría sido aterrador, pero para mí solo fue una experiencia más. Un aprendizaje.

Mis hermanos siempre con la familia de Jane. No hay razón para pensar en ellos. Yamileth, en cambio, es terca como una mula.

Esta familia es así. Y yo… atrapado en el cuerpo de un niño humano. ¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí?

Suspiró y se levantó. Caminó hasta la sala, donde Yamileth lo esperaba con el desayuno servido.

Hoy vuelvo a la guardería. Comeré rápido y nos iremos.

Se sentó a la mesa. Yamileth comenzó a hablar sobre Enoc y Katherine. Como siempre, él respondió sin interés.

—No sé, Yamileth, cómo estarán.

Ella dejó de comer y lo miró fijamente. El aire en la habitación se volvió pesado.

—Marcos, tienes que decirme mamá. Te estás volviendo muy rebelde a temprana edad. No soy tu hermana para que me llames por mi nombre. Soy tu madre. Ahora dilo.

¿Qué? ¿De verdad esta humana quiere que le diga eso? No entiendo su reacción. Su aura vibra entre nerviosismo y preocupación. Pero si esto es lo que necesita para calmarse, será mejor complacerla y evitar más problemas.

Sostuvo su mirada por un momento. Luego tomó un pedazo de tortilla, lo mordió y masticó lentamente antes de responder.

—Mamá.

Ella sonrió. Como si, con solo decir esa palabra, su mundo volviera a estar en orden.

Si era tan fácil hacerla feliz, entonces no tenía sentido negárselo.

Después del desayuno, madre e hijo estaban listos para salir.

Eran las 8:00 a. m. cuando Marcos abrió la puerta. El día estaba inusualmente vivo: el sol brillaba con un cálido resplandor, la música de los vecinos flotaba en el aire, los perros peleaban entre sí y el tráfico rugía sin cesar. Caminaron por la acera, atentos a su alrededor.

El aroma de pupusas recién hechas se mezclaba con el olor a tierra mojada tras la lluvia nocturna. Todo parecía en calma, pero la tensión latía bajo la superficie.

Al llegar a la guardería, la normalidad lo envolvía todo. Niños correteaban por los pasillos, padres se despedían apresurados y el personal intercambiaba saludos con las familias.

Yamileth se agachó frente a Marcos. Su voz era un intento suave de cercanía.

—No sé a qué hora vendré por ti, pero ten cuidado. Haz muchos amigos y recuerda que te quiero mucho, siempre.

Su tono era cálido, cargado de amor inquebrantable. Pero Marcos no reaccionó. Su expresión se mantuvo neutra, como si las palabras de su madre fueran un eco lejano. Finalmente, respondió con un tono casi mecánico:

—Entendido. Te esperaré aquí, como siempre.

Yamileth no se rindió. Lo abrazó y dejó un beso en su frente. No sintió nada más allá de la presión momentánea de sus labios contra su piel.

Sin mirar atrás, Marcos se adentró en la guardería.

Yamileth sintió un nudo en el estómago. La idea de que algo volviera a pasar con los pandilleros la aterraba, pero no tenía otra opción. Entre el miedo y la determinación, se alejó, deseando con todas sus fuerzas que, esta vez, todo saliera bien.

Dentro de la guardería, Marcos caminaba con calma. Entró a su salón y se acomodó en una esquina, lejos de las risas y los juegos de los demás niños.

Como la vez pasada, tomó los cubos de la mesa y comenzó a resolverlos con precisión. Cada giro era exacto, casi mecánico. Pero mientras manipulaba las piezas, algo llamó su atención: los niños jugaban como siempre, pero en la oficina de los psicólogos, varias personas entraban y salían con prisa, como si estuvieran esperando a alguien.

¿Será que…?

De repente, sentí la presencia de Elvi y Cristina, acompañadas por cinco personas más. Si me concentro lo suficiente, puedo visualizarlo en mi mente… como un recuerdo impreso en el aire.

Solo tengo que cerrar los ojos por un instante y ahí están: Elvi, Cristina y cinco figuras vestidas de blanco. Psicólogos humanos.

Es una habilidad útil, aunque no sé si es real. Aun así, me deja a merced de la posibilidad.

Una voz me sacó de mis pensamientos.

—Marcos.

Levanté la vista.

Era una mujer del personal, parada en la puerta de la oficina de los psicólogos. No sabía qué quería, pero movía las manos con suavidad, indicándome que entrara.

Suspiré.

Dejé el cubo resuelto sobre la mesa, me levanté y caminé hacia la puerta. Justo antes de cruzar, noté la tristeza en los ojos de la mujer. Algo pesaba sobre ella.

Me detuve un segundo y le dije con calma:

—Todo estará bien en tu vida.

Ella parpadeó, sorprendida, pero luego sonrió levemente.

—Gracias.

Observé cómo su expresión cambiaba. Su energía se sentía más ligera, su sonrisa más genuina.

Después de eso, crucé la puerta sin mirar atrás.

Tal y como lo había visualizado, cinco personas estaban en la oficina. Cristina y Elvi parecían diferentes. Algo en su energía había cambiado.

Me quedé de pie, observándolos. Ellos me miraban a mí.

La oficina era espaciosa, un cuadrado con ventanas y puertas cerradas. La única iluminación provenía de una luz amarilla que alargaba las sombras en las paredes y el suelo, dándole al ambiente un aire peculiar.

Suspiré de nuevo.

—¿Cómo has estado, Marcos? ¿Cómo ha sido tu día? —preguntó Elvi con un tono que intentaba sonar relajado, aunque percibí la rigidez en su expresión—. Mira, ellos son mis compañeros, y él es mi mentor, Javier, el más experimentado de todos —añadió, señalando a un hombre de expresión seria y aspecto mayor.

Se acercó y me indicó dónde sentarme. Lo hice sin prisa, observando cada detalle.

Todos estaban tensos. Sus cuerpos más rígidos de lo normal, sus miradas fugaces entre sí, sus respiraciones apenas disimuladas.

—Parece que están en guardia. Supongo que Elvi ya les ha hablado de mí, y ahora intentan ocultarlo —dije con calma, recorriendo sus rostros con la mirada—. Un gusto, soy Marcos.

Mis palabras provocaron un escalofrío en el ambiente. Cristina bajó la vista un instante antes de forzar una media sonrisa. Elvi cruzó los brazos, como si se protegiera. Los demás se mantuvieron en silencio, expectantes.

—Cuéntanos un poco sobre ti, Marcos. ¿Cuáles son tus deseos? —preguntó Javier con voz firme.

¿El más experimentado es él? Debo admitir que es analítico y no se anda con rodeos. Los demás permanecen callados, dejándolo tomar la iniciativa. Hum... puedo notar que temen ser expuestos.

Cristina ha mejorado. Se ve más tranquila, en paz. Pero aún lidia con sus propios conflictos. Elvi está en una situación similar, aunque se muestra más cautelosa.

Todo esto resulta un poco incómodo... Lo llamo 'incómodo' porque es la palabra que mejor encaja, pero en realidad no describe con precisión lo que siento. Es más bien… una sensación.

Los seres humanos asimilan las cosas de una manera peculiar. Como si 'copiaran' algo, aunque en realidad no es una copia. Es un proceso natural, una respuesta a mi causa que se refleja en mis palabras.

El reloj en la pared marcaba las 8:30 a. m.

Bien, es hora de responder.

Me tomé un momento. No porque dudara, sino porque quería ver sus reacciones ante el silencio.

Y entonces, con voz calmada, dije:

—¿Deseos? ¿Qué haría usted con los suyos si nunca se cumplieran?

Javier se acomodó la bata blanca y cruzó las piernas, dejando las manos reposar sobre sus rodillas. Luego levantó la vista y me sostuvo la mirada.

En sus pupilas marrón brillaba la certeza de que estaba a punto de hablar.