Capítulo 18: Sangre sobre la nieve III

Volkhov avanzó por el campo de batalla como un espectro de la muerte. La máscara de Ryuusei lo convertía en un fantasma invisible, un verdugo cuyo juicio caía con cada disparo. Su leyenda crecía con cada cadáver que dejaba a su paso.

Uno de los hombres del señor presidente intentó refugiarse detrás de un vehículo destrozado. Volkhov ajustó la mira. Disparó. La bala perforó el metal como si fuera papel y se hundió en la garganta del soldado. El hombre se desplomó, ahogándose en su propia sangre.

Otro soldado intentó huir. Volkhov disparó a su rodilla. El grito de dolor se ahogó en el rugido de la batalla. Caminó hasta él con calma, como si la guerra no existiera a su alrededor. Sin dudar, le pisó la cabeza y le disparó a quemarropa. La nieve absorbió la sangre como si estuviera hambrienta.

La carnicería continuó. Sus balas eran precisas, su puntería impecable. Uno tras otro, los soldados del señor presidente caían. Volkhov era una tormenta silenciosa de muerte. En cuestión de minutos, una docena de cuerpos yacía a su alrededor, sin que una sola bala lo tocara.

Y entonces la vio.

Una figura se movía entre los soldados con una gracia letal.

Aiko.

Su espada negra danzaba, cortando carne y hueso como si fueran mantequilla. Un soldado intentó dispararle. Ella giró, deslizándose bajo su brazo, y con un tajo limpio lo partió en dos. Sus órganos cayeron al suelo con un sonido húmedo.

Volkhov se detuvo, fascinado por el espectáculo de muerte.

—Aiko…

Disparó a los enemigos que quedaban entre ellos y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, la llamó.

—¿Eres tú?

La niña giró lentamente. Su espada aún goteaba sangre. Su mirada era fría, calculadora.

—Sí.

Todo iba según el plan.

Hasta que una voz los interrumpió.

—¡Oye, Ryuusei!

Volkhov se tensó.

El comandante Petrov avanzaba con el ceño fruncido. Algo no encajaba en su mente. ¿Por qué Ryuusei estaba con una niña que acababa de masacrar a sus propios hombres?

Pero antes de que pudiera hacer una pregunta, todo terminó en un instante.

Aiko se movió como un relámpago.

Su espada descendió con precisión quirúrgica.

Un tajo.

Ambas piernas de Petrov cayeron al suelo, separadas de su cuerpo. La carne se abrió en una explosión de sangre. Los huesos se astillaron.

El comandante cayó de espaldas, su grito desgarrador cubierto por el estruendo de la guerra.

La nieve blanca se convirtió en un charco carmesí.

Volkhov dio un paso atrás, atónito.

—¡¿Por qué lo mataste?!

Aiko ni siquiera parpadeó.

—Rápido, tenemos que seguir el plan de Ryuusei antes de que me dé pena por este imbécil.

Desde la distancia, se escucharon gritos.

—¡La soldado Aiko nos está traicionando! ¡Dispárenle!

Las balas comenzaron a volar. No había tiempo para dudar.

Las balas silbaban a su alrededor mientras Volkhov y Aiko corrían entre los escombros y cadáveres. La nieve, teñida de rojo, absorbía la sangre como si nunca fuera a saciarse. La adrenalina los mantenía en movimiento, pero el frío y el cansancio empezaban a hacer mella.

Aiko miró a Volkhov de reojo y gruñó:

—Dime exactamente qué decía el papel, Volkhov.

El ruso respiró hondo, tratando de calmar su pulso acelerado.

—Decía que te encontrara… que te llamara por tu nombre… y que me llevara tu cabeza.

Aiko soltó una risita sarcástica.

—¡Vaya! Ryuusei siempre tiene formas extrañas de salvarnos.

Volkhov no respondió. Todavía no comprendía la magnitud del plan. Pero antes de que pudiera preguntar, Aiko se detuvo de golpe y lo miró directamente a los ojos.

—Escucha bien, Volkhov. Corre a un lugar lejano o seguro, y ahí verás la "magia" —su voz goteaba sarcasmo, como si estuviera contando un mal chiste.

Volkhov frunció el ceño.

—¿De qué demonios hablas?

Aiko no le dio tiempo de procesarlo. Se inclinó hacia él y susurró algo que le heló la sangre.

—Mátame. Hazlo ahora. Y llévate mi cabeza.

Un escalofrío recorrió la espalda de Volkhov. Había matado a muchos… pero esto era diferente.

—Nos están viendo, Volkhov —susurró Aiko con una tranquilidad escalofriante—. Si no lo haces, explotarán mi cabeza… y la tuya también.

Volkhov sintió que el estómago se le revolvía.

Aiko estaba acostumbrada a esto. Para ella, recibir heridas letales era parte del juego. Pero él…

—No hay tiempo para dudar. Hazlo, Volkhov. Ahora.

El ruso apretó los dientes. El pulso le temblaba. Todo en su instinto gritaba que no lo hiciera. Pero no había opción.

Con un grito ahogado, levantó el cuchillo.

Un solo tajo.

La cabeza de Aiko se separó de su cuerpo.

La sangre brotó en una fuente grotesca. El cuerpo sin vida de la niña cayó pesadamente sobre la nieve, que la abrazó como un sudario.

Volkhov sostuvo la cabeza con manos temblorosas. Su respiración era errática. No podía procesarlo. Nada de lo que había vivido lo había preparado para esto.

Mientras tanto, en el cuartel general, la escena se transmitía en una pantalla gigante.

Volk observaba en silencio. Dimitri tragó saliva, nervioso.

Finalmente, el ministro de defensa rompió el silencio.

—Se cumplió lo que más temíamos… traición.

El presidente golpeó la mesa con el puño.

—Cierren todas las fronteras. Bloqueen las aerolíneas. Nadie entra. Nadie sale.

Las órdenes comenzaron a ejecutarse de inmediato. Rusia entera se preparaba para una cacería sin precedentes.

Mientras tanto, Volkhov, con la cabeza de Aiko en sus manos, comprendió que ya no había vuelta atrás.