Capítulo 5

Cuando Esteban se enteró de la desaparición de Pedro, su preocupación fue grande, pero no por Pedro en sí, sino por su padrastro, que a pesar de la fría relación que mantenía con su hijo directo, lo amaba profundamente. Juan Carlos había sufrido recientemente un infarto y aún se estaba recuperan­do. El médico le había indicado un reposo absoluto, y prohibió que fuera informado de la desaparición de su hijo. Estando en reposo, Juan Carlos había preguntado a su mujer por qué su hijo Pedro no había ido a verlo. Se lo convenció que Pedro había sido trasladado por un tiempo a otra localidad, y para terminar de des­viar su atención la mujer le dijo que vendría a visitarle Esteban.

Esteban encuentra a su padrastro en el lecho, despierto y de buen ánimo, esperando ansioso la visita de su hijo adoptivo. El rostro del anciano se muestra demacrado, pero en mucho mejor estado que el de hace un mes atrás, cuando Esteban tuvo que viajar de urgencia por el tema del infarto.

— ¿Cómo estás, viejito? —dice Esteban dándo­le un beso en la frente.

— ¡Hola, hijo, qué gusto verte! ¿A qué se debe esta visita? ¡Aún no me pienso morir!

— ¡Jajaja! ¡Claro que no te vas a morir, vie­jo! Vine por unos trámites que tengo que hacer; en una semana me vuelvo.

— ¡Qué bien! ¿Te vas a quedar en casa?

— ¡Pero por supuesto! Mamá no me perdona­ría que me fuera a otro lugar.

— ¿Cómo están mis nietas? Lamento tanto no haber podido estar en el cumpleaños de Nancy. ¿Re­cibió su regalo?

—Sí, papá, no te preocupes. Quedó muy conten­ta; te mandó muchos besos.

— ¡Mi nieta, toda una señorita ya!

—Toda una señorita. Los años pasan volando, viejo.

—Así es hijo, así es. Fíjate nomas como estoy yo.

—Estas hecho un toro, viejito. Ya te vas a recuperar. Bueno, descansa, así a la noche podemos ver alguna película juntos. Yo me voy a dar una ducha y voy a salir un rato.

— ¿Te cagaste hasta las patas en el avión? —pre­gunta el anciano sonriendo sabiendo de la fobia de su hijastro.

—Si supieras... —Esteban lo saluda nuevamen­te con otro beso en la frente y se marcha.

Después de ducharse, se dirige a ver al hombre que figuraba con el nom­bre de Mario Toledo, inspector de homicidios de la policía federal.

El inspector Toledo lo recibe en un despacho ati­borrado de papeles en desorden, hojas y más hojas tamaño oficio mal acomodadas en carpetas baratas de cartón color gris. La oficina es pequeña y está mal pintada como toda la dependencia policial, no alcanzan los fondos para más. Toledo, un hombre de unos 39 años, alto, robusto y cabello canoso, es­boza una especie de sonrisa a modo de bienvenida mientras le da la mano a Esteban.

— ¿El señor Esteban Fuentes? —expresa más como una afirmación que como una pregunta.

—El mismo. Usted es el inspector Toledo, ¿no?

—Dígame Toledo nomás. Detesto toda esa pompa de "inspector". No sé por qué me hace acordar al pro­grama de la pantera rosa —dice Toledo sonriendo.

—Esperemos que tenga más suerte que aquel "inspector" —le contesta Esteban.

—Esperemos —repite Toledo poniéndose se­rio—, pero todo lo que hemos averiguado hasta aho­ra no ha arrojado nada claro.

—Mire, Toledo, usted puede hablarme directa­mente que no me va perturbar en lo más mínimo en cuanto al tema afectivo. Puede contarme toda la verdad, y si no me equivoco, no se trata solamen­te de una simple desaparición, supongo que hay algo más. La relación que yo tenía con mi hermanastro era por demás distante. Si estoy acá en estos momen­tos es sólo por mi padrastro. Él no está enterado del asunto pues sufre serios problemas de salud. ¿Me entiende?

—Le entiendo, Fuentes. Tengo entendido que usted es psicólogo y ha trabajado para la policía en Buenos Aires.

—Así es. De vez en cuando colaboro con la poli­cía para trazar algún perfil psicológico de algún criminal, pero son trabajos esporádicos.

—Bien; de todas maneras éste es un caso ex­traño. Le comento que fue lo que pasó.

—Lo escucho.

Toledo se reclina en su asiento y extrae una de las carpetas grises del montón que se halla sobre el escritorio, en cuya tapa se lee garabateado con un marcador grueso de color negro "CASO PEDRO RAMÍREZ - 02/06/99". Se la acerca a Esteban.

Mientras el psicólogo hojea la carpeta, Toledo pasa a detallar todo el incidente, dando a conocer algunos detalles que figuran en el expediente.

—Cuando se ingresó al departamento, y después de retornar la luz, se revisó cuidadosamente todas las habitaciones. Se encontraron calmantes para dor­mir a montones y de todas las marcas. Por lo visto Pedro Ramírez venía con problemas de sueño desde hacía un tiempo. El arma que se encontró, se verificó que era de él y que había sido disparada reciente­mente, conteniendo sólo huellas digitales de Ramí­rez. La sangre fresca que se halló junto al arma en el piso correspondía a Ramírez —le dice Toledo indi­cándole las fotos del interior de departamento.

—Aquí hay muchísima sangre —expresa Este­ban un tanto espantado por lo que le muestran las fotos, un piso lleno de sangre al igual que las pare­des que forman el ángulo de unión, salpicadas tras el disparo.

—Es muy difícil que Ramírez haya sobrevivido a este disparo. Según la investigación, su herma­nastro estaba sentado en el ángulo de las dos pare­des y el disparo se efectuó a la altura de la cabeza, presumiblemente en la boca, con una inclinación de 45º. La bala lo atravesó y se incrustó en la pared.

— ¿Y cómo no está el cuerpo?

—Es la gran pregunta. No sabemos cómo pudo desaparecer, más si nos guiamos por los testigos, to­dos ellos hombres de la policía con legajos intachables.

— ¿Verificaron que el cuerpo no haya sido tras­ladado?

—Se corroboró que nadie pudo haber entrado y salido del departamento. Estamos hablando de un departamento ubicado en un tercer piso, con sus postigos todos cerrados interiormente y una única puerta que también estaba cerrada por el lado de adentro y con la llave puesta en la cerradura, im­posible hacerlo y después salir.

— ¿Me está diciendo que el cuerpo se esfumó? —expresa Esteban asombrado.

—No le estoy diciendo nada, sólo estoy especi­ficando qué fue lo que encontramos, e hipotéticamente qué fue lo que sucedió. Acá no hay rastros de violencia; no hay señales ni huellas dactilares de otra persona; no se encontraron evidencias de que el cuerpo haya sido arrastrado, y tampoco se puede decir que todo fue preparado de tal forma como para hacer creer que se mató; imposi­ble preparar un escenario así. Por otro lado tenemos las declaraciones de los testigos quienes escucha­ron a Ramírez, y más específicamente una declara­ción de sus vecinos, un matrimonio joven, quienes escucharon a Ramírez llorar minutos antes de escu­charse el disparo. Pero lo más relevante es que ya lo venían escuchando desde hacía unos meses atrás.

—Esto es insólito. No puede haber crimen ni suicidio sin cuerpo, a pesar de que todas las evi­dencias indiquen que así fue.

—Tenemos algunas declaraciones de sus com­pañeros de trabajo que ratifican el estado de ánimo de Ramírez, el mismo expresado por sus vecinos del edificio. Todos concuerdan que hacía un tiem­po que Ramírez prácticamente se había aislado del grupo, aunque nunca fue de ser muy comunicativo, pero su apariencia personal dejaba mucho que de­sear. Consultamos al psicólogo que atiende al per­sonal policial, pero dice que en el último examen realizado a Ramírez no había notado nada extraño en su comportamiento.

Esteban tiene el entrecejo fruncido desde hace varios minutos. Su expresión denota una total incer­tidumbre. Algo le falta a este rompecabezas ¿Pero, qué es?

—Necesito su autorización para ir a ese depar­tamento.

—No hay problemas, ya lo registramos de pies a cabezas. Le voy a dar las llaves, ya no hay nadie custodiándolo.

Toledo le entrega las llaves del departamento de Pedro Ramírez.

—Gracias Toledo. Iré mañana a echar una ojea­da. Si se me ocurre algo, lo llamo.

—Con todo gusto acepto sugerencias. ¿Cuánto piensa quedarse en Comodoro?

—Una semana estimo, más no creo. ¿Por qué me pregunta?

—En caso de no vernos acá, puede llamarme a este otro número —dice garabateando ocho dígi­tos en un pedazo de papel.

—Este número es de Buenos Aires —dice Es­teban observando el papel.

—Vivo en Buenos Aires. Estoy aquí sólo por este tema.

—Pensé que la policía resolvía sus asuntos en casa.

—No siempre es así. Muchas veces nos han solicitado ayuda de diferentes partes del país, su­puestamente somos los mejores —responde Toledo sonriendo.

—Bueno, perfecto. No creo que haga falta, pero cualquier cosa que se me ocurra nos estaremos comunicando.

—Nos vemos, Fuentes —dice Toledo poniéndo­se de pie. Se estrechan las ma­nos y Esteban se marcha a casa de sus padres. A la noche cenaría uno de sus platos preferidos cocina­do por su madre. No todo eran malas noticias.