El nacimiento de las gemelas

En el vasto Imperio de Solaris, el Ducado del Sur era una de las tres familias más poderosas, solo por debajo de la familia imperial. Reconocidos por su linaje bendecido por las estrellas, sus descendientes siempre fueron portadores de una magia superior, aliados inquebrantables del trono.

Por generaciones, el ducado había florecido en gloria y respeto. Pero esta vez… todo fue diferente.

Cuando la duquesa Isabella quedó embarazada, los duques celebraron la noticia con júbilo. Habían deseado ser padres durante años, y ahora, finalmente, su familia crecería. Durante tres días, el ducado se llenó de festejos, brindis y promesas de un futuro brillante.

El día del parto llegó, y con él, el primer milagro.

Una niña nació con cabellos blancos y ojos azules, tan hermosa como la luz de la luna. Pero la alegría duró poco.

De repente, Isabella gritó de agonía. El dolor, que debería haber terminado, se intensificó. Su respiración se entrecortó, su cuerpo tembló. Algo no estaba bien.

—¡Llamen al doctor, rápido! —las criadas entraron en pánico.

El médico, que apenas había terminado de atender el parto, palideció al examinarla nuevamente.

—¡Hay otra niña!

El ambiente en el ducado era extraño. Más tenso que jubiloso.

Los descendientes de las grandes casas ducales y la familia imperial nacían siempre con un sello mágico, la marca de su linaje. Pero cuando la segunda niña vino al mundo… su piel estaba intacta.

No tenía sello.

Afuera, los murmullos se extendieron como un veneno.

—¿Acaso la diosa ha abandonado a esta pequeña?

—¿Será esto un mal augurio para la casa de los duques?

Pero dentro de la habitación, nada de eso importaba.

A pesar de los rumores y las miradas inquisitivas, los duques no podrían haber sido más felices. Sus hijas estaban allí, vivas, y eso era suficiente.

Arian, la mayor, siempre se destacó entre las dos. Era fuerte, talentosa, brillante. Pero incluso con todas las diferencias que el mundo intentaba marcar entre ellas, nunca soltaba la mano de su hermana.

—Vamos, Orion —decía con una sonrisa mientras la llevaba de la mano—. ¡Juguemos en los jardines! 

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Orion seguía tendida en la cama, abrazando su propio dolor.

Las lágrimas caían silenciosas, pero nadie estaba allí para verlas. Nadie que pudiera consolarla.

En su vida pasada, su familia desapareció sin dejar rastro.

Nadie supo qué ocurrió con ellos. Nadie los encontró.

Y ella… ella nunca los buscó.

Había sido demasiado débil. Demasiado asustada. Demasiado ocupada sobreviviendo.

Con los años, se convenció de que resignarse era lo único que podía hacer. Que olvidar era la única opción.

Pero ahora, de vuelta en este pasado cruel, la herida se abría de nuevo. Y el vacío era más insoportable que nunca.

El sonido de la puerta al abrirse la sacó de su tormento.

Una criada de cabello castaño y ojos verdes asomó la cabeza, sosteniendo un pedazo de pan.

Orion la reconoció al instante. Era la doncella personal de Arian.

Sin decir palabra, la criada se acercó y le tendió el pan. Orion lo tomó con manos temblorosas, sintiendo la textura áspera del mendrugo entre sus dedos.

Pero la criada no se movió. Miró alrededor con cautela, como si temiera ser descubierta, y luego se inclinó hacia ella.

—Sígueme —susurró.

Antes de que Orion pudiera preguntar, la mujer caminó hacia una esquina de la habitación y presionó una piedra en la pared.

Un leve clic resonó en la habitación.

Orion observó, incrédula, cómo un estrecho pasadizo se revelaba ante ella.

—La señorita Arian amaba los jardines del palacio imperial —explicó en voz baja—. Hizo que construyeran este pasaje mágico para llegar allí sin ser vista. Casi nadie lo sabe.

Orion sintió un escalofrío recorrer su espalda. En su vida pasada jamás supo de esto.

Antes de salir por el pasadizo, la criada se giró hacia Orion y susurró con seriedad:

—Úsalo con inteligencia. Y, sobre todo, no dejes que la ama de llaves te vea.

Orion asintió en silencio. No tenía palabras para agradecerle, así que simplemente le dedicó una leve sonrisa. Una sonrisa débil, pero sincera.

Cuando la puerta secreta se cerró, Orion dejó escapar un suspiro contenido.

No podía confiar en nadie.

Casi todos en el ducado sabían la verdad: ella no era Arian.

Los sirvientes leales a su padre… todos habían sido reemplazados por orden de Gabriella.

Por mucho que ahora tuviera una salida, debía ser extremadamente cautelosa.

En su vida pasada, siempre temió a su tía Gabriella.

Su padre, aunque estricto, tenía principios. Pero Gabriella solo valoraba lo que podía generar dinero.

Y esa fue una de las razones por las que Orion se vio obligada a tomar el lugar de Arian.

Para Gabriela, no existía mayor honor que formar parte de la familia imperial.

Desde el momento en que Arian y yo nacimos, presionó al palacio con la excusa de unir ambas casas.

Su padre nunca estuvo del todo convencido. No quería comprometer a sus hijas sin antes permitirles decidir su propio destino.

Sin embargo, el poder de Arian era innegable.

El emperador jamás permitiría que alguien con una magia tan poderosa permaneciera fuera de su control. O se aliaba con la familia imperial… o su hija sería enviada al campo de batalla.

Atrapado entre el miedo y los consejos envenenados de su hermana, El Duque tomó una decisión.

Y asi desde una edad temprana, Arian fue enviada al palacio imperial para ser entrenada como la próxima emperatriz.