El amanecer llegó más temprano de lo que hubiera querido. Mi mente seguía atrapada en el recuerdo de la noche anterior: Charlotte envuelta en una toalla, con su cabello húmedo y esa mirada descarada que parecía desafiándome a mantener la calma. Sacudí la cabeza, intentando alejar la imagen. Necesitaba despejarme. Salí de mi habitación con cuidado, dejando que el silencio del pasillo confirmara que todavía dormía. Un alivio.
El aroma del té llenó el aire mientras batía unos huevos y ponía unas tostadas en la tostadora. Era un desayuno sencillo, pero después de días tensos, la rutina tenía un efecto casi terapéutico. Mientras cocinaba, no pude evitar que mi mente divagara hacia Charlotte. La cena que había preparado la noche anterior no era algo que estuviera obligada a hacer, pero lo hizo. Ese pequeño gesto, aunque insignificante, había sembrado una duda. ¿Era posible que detrás de sus constantes burlas hubiera algo más? Suspiré, dejando caer una porción extra en un segundo plato. No es nada, me dije. Solo cortesía.
Cuando estaba a punto de sentarme, un sonido rompió el silencio. El chirrido de una puerta al abrirse me hizo tensarme. Charlotte apareció en el marco de la cocina, estirándose con una despreocupación que contrastaba completamente con mi incomodidad. Llevaba un pijama de pantalones largos que se ajustaba a su figura y su cabello, desordenado pero encantador, enmarcaba su rostro. Parecía tan cómoda como si estuviera en su propia casa.
-Buenos días, George -dijo con voz ronca, esa que las mañanas otorgan y que, en ella, sonaba extrañamente atractiva.
-Buenos días -respondí, intentando no parecer afectado mientras bajaba la mirada hacia mi plato.
Se dejó caer en la silla frente a mí, soltando un suspiro satisfecho como si acabara de encontrar el lugar más cómodo del mundo. Por un momento, el único sonido en la habitación fue el tictac del reloj colgado en la pared. Luego, sus ojos captaron el plato extra en la mesa, y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro.
-¿Desayuno para dos? -preguntó, alzando una ceja.
-No calculé bien -mentí, encogiéndome de hombros-. Puedes comerlo si quieres.
Su sonrisa se amplió, un gesto travieso que hacía tambalear mi intento de mantener la calma.
-Vaya, qué generoso -dijo mientras tomaba el plato sin dudarlo. Con la misma confianza que siempre parecía tener, probó el primer bocado y dejó escapar un leve sonido de aprobación-. Esto está bueno. ¿Seguro que no quieres encargarte del desayuno todos los días?
-No te acostumbres -respondí con un tono que pretendía ser firme, pero que carecía de convicción.
Charlotte soltó una risa suave, la clase de risa que se queda grabada y te carcome lentamente. Pero luego, algo cambió. Su expresión se suavizó, y por un breve instante, su tono adquirió una calidez inesperada.
-Gracias, George. Esto... es agradable.
Sus palabras flotaron en el aire, y por un momento, no supe qué responder. Había algo genuino en su voz, algo que me desarmó. No podía negar que ese comentario, aunque pequeño, había logrado derribar un poco la barrera que siempre había entre nosotros.
Cuando terminé de comer, llevé mi plato al fregadero, decidido a salir antes de que la situación se volviera aún más rara. Mientras me ponía la chaqueta,
sentí su mirada fija en mí.
-Nos vemos luego -dije, intentando sonar indiferente.
-Nos vemos, George -respondió con un tono casual, pero la intensidad de su mirada seguía acompañándome incluso después de salir.
Mientras caminaba hacia el campus, no podía dejar de darle vueltas a lo que acababa de pasar. Algo estaba cambiando entre nosotros. Era un cambio pequeño, insignificante tal vez, pero no podía ignorarlo. Y eso, para bien o para mal, lo complicaba todo.
Los días siguientes, Charlotte se movió por la casa como si fuera su dueña. Ponía música a todo volumen mientras limpiaba, y no perdía oportunidad de lanzarme algún comentario sarcástico al pasar por mi lado.
-¿Siempre fuiste tan desordenado o solo lo descubrí ahora? -preguntó un día mientras sacudía el polvo del estante que yo no había tocado en meses.
Su sonrisa burlona me sacaba de quicio, pero por cada gesto irritante, había pequeños actos que me desconcertaban: como arreglar el enchufe roto que llevaba meses sin funcionar o, inexplicablemente, ordenar mi cuarto mientras yo estaba fuera.
Había algo en Charlotte que no encajaba con la imagen que tenía de ella. Detrás de su actitud desafiante y sus comentarios mordaces, parecía haber algo más. Una vulnerabilidad escondida, una preocupación apenas visible, pero que estaba ahí. Era imposible de ignorar.
El domingo por la mañana, la encontré en el sofá. Vestía ropa deportiva ajustada, y su cabello, recogido de forma descuidada, dejaba escapar algunos mechones que enmarcaban su rostro. Parecía haber salido a correr temprano, y ahora disfrutaba de un momento de paz. Por un instante, me quedé observándola desde las escaleras.
-Mira quién decidió levantarse -dijo sin levantar la vista de su libro.
-Buenos días a ti también -respondí mientras me dirigía a la cocina.
El silencio que siguió era tenso, pero cómodo en cierto sentido. Después de un rato, cerró su libro y se levantó, sirviéndose una taza de café antes de sentarse frente a mí. Apoyó los codos sobre la mesa, mirándome con una expresión que mezclaba curiosidad y desafío.
-George, tengo una pregunta para ti.
-¿Qué? -dije sin ganas, centrándome en mi cereal.
-¿Qué te pasa últimamente? Antes eras un niño inquieto. Ahora pareces un viejo amargado atrapado en el cuerpo de un adolescente, que te hizo la universidad?
-No es la universidad -respondí, incapaz de evitar el sarcasmo-. Estar atrapado aquí contigo no es precisamente un sueño.
Charlotte soltó una risa suave, una que parecía burlarse de mi respuesta y, al mismo tiempo, desarmarla.
-Siempre tan dramático. Pero ¿sabes algo? Cuando eras niño, tenías más carácter. Ahora parece que te has rendido.
-Quizás simplemente crecí.
-¿Creciste? -repitió, inclinándose hacia adelante con una sonrisa que me desafiaba-. No lo parece. Crecer no es esconderte detrás de una pantalla o refunfuñar como un niño malcriado. Es enfrentarte a lo que no te gusta, incluso si soy yo.
Sus palabras me golpearon más fuerte de lo que esperaba. Dejé caer la cuchara en el tazón, el sonido metálico resonando en la mesa.
-¿Por qué siempre tienes que hacer esto? -espeté, mirándola fijamente por primera vez desde hace días.
Charlotte arqueó una ceja, disfrutando claramente de mi reacción.
-¿Hacer qué?
-Molestarme. Es como si no pudieras evitarlo.
Se inclinó un poco más, sus ojos brillando con algo que no podía descifrar.
-Porque es divertido. Y porque alguien tiene que hacerlo. No puedes pasar la vida esquivando los problemas, George.
Me levanté bruscamente, llevando mi tazón al fregadero.
-Gracias por el sermón -dije mientras me dirigía a mi habitación.
Antes de cerrar la puerta, su voz me alcanzó, suave pero burlona:
-Tres meses, George. Veamos cuánto más puedes resistir.
Me dejé caer en la cama, intentando calmar la frustración que hervía en mi interior. Pero, por más que intentara ignorarla, sus palabras seguían resonando en mi cabeza. Porque, aunque odiaba admitirlo, tenía razón.
Y lo peor de todo era que, sin darme cuenta, estaba empezando a mirarla de una manera que nunca creí posible.