El viento silba una canción fúnebre entre las ramas de los imponentes robles que rodean el castillo de Eldoria. La bandera real, normalmente un vibrante carmesí, ondea con tristeza, casi desgarrada por el viento de la desesperación. Dentro de sus muros, lamentos silenciosos se entremezclan con el trasiego apresurado de los guardias. Se respira una tensión palpable, un vacío que dejó la ausencia de la princesa Zelda, una ausencia que se siente como una herida abierta en el corazón del reino.
Soy Link, caballero de Eldoria, un hombre forjado en el crisol de la lealtad y la disciplina. Mi vida, desde que era un niño, ha girado en torno a la princesa Zelda. Un amor silencioso, platónico, que me ha impulsado a la excelencia, a forjarme como un guerrero digno de su admiración. Por ella me convertí en caballero, por ella he jurado proteger el reino, por ella… por ella estoy aquí, ahora, sintiendo el peso de su ausencia como si fuera una losa de piedra sobre mi pecho.
El secuestro de Zelda, obra del dios oscuro Malkor, ha sumido al reino en el caos. La noticia llegó como un golpe, un mazazo que destrozó la tranquilidad de Eldoria. El silencio en el Gran Salón, interrumpido sólo por el crujir de mi armadura, me ahoga. Sé que debo actuar, que la esperanza de Eldoria descansa sobre mis hombros. La noticia del secuestro ha llegado también al reino élfico, nuestros aliados, creando una grieta en nuestra ya débil alianza. Y sin embargo, hoy tengo otros asuntos que atender, otras responsabilidades que cumplir antes de iniciar mi viaje. Unas órdenes del rey que involucran un antiguo artefacto y un viaje peligroso… un viaje que podría ser mi perdición, o mi salvación. El destino de la princesa, y tal vez el mío, pende de un hilo. La decisión de cuándo comenzar mi búsqueda para salvar a Zelda… se avecina.
El sol se hunde en el horizonte, pintando el cielo con tonos de sangre y fuego. La sombra de la tragedia se alarga, amenazando con cubrirlo todo. La espera, un tormento, me corroe por dentro. ¿Qué haré?
El crepúsculo se cierne sobre Eldoria, tiñendo de púrpura las piedras del castillo. Dejo atrás la pesada atmósfera de la corte real y me dirijo a las mazmorras, un laberinto de piedra y oscuridad bajo el castillo. La Espada Maestra, una reliquia legendaria capaz de herir incluso a los dioses, se encuentra allí, oculta en un sarcófago sellado por siglos de magia oscura. Su poder es mi única esperanza real contra Malkor. El aire es denso, cargado de un hedor a humedad y olvido. La antorcha en mi mano proyecta largas sombras que se retuercen y bailan en las paredes húmedas, transformando cada grieta en un monstruo fantasmagórico.
El silencio es sepulcral, roto solo por el eco de mis pasos y el goteo constante del agua. Avanzo por estrechos pasillos, cada uno más oscuro y peligroso que el anterior. Encuentro trampas ingeniosas, mecanismos antiguos diseñados para destruir a cualquiera que se atreva a desafiar su guarida. Las esquivo con la agilidad de un gato montés, mi entrenamiento como caballero me permite reaccionar con precisión y velocidad. Las criaturas de las sombras, espectros y demonios menores, me atacan con furia, pero mi espada corta sus ataques con facilidad. El olor a azufre se intensifica a medida que me acerco a la cámara donde se encuentra la espada.
La presión aumenta, siento la presencia de la magia oscura que protege el artefacto. Finalmente, llego a la cámara. En medio de una sala circular, un sarcófago de obsidiana yace bajo un halo de energía oscura. Es aquí. Es la prueba final. El aire vibra con poder, un poder antiguo y amenazante.
La Espada Maestra, la única que puede abrir un camino para enfrentar a Malkor, me espera. La presión de la magia oscura aumenta, pero mi determinación es más fuerte. El rescate de Zelda depende de esto. Me preparo para la prueba final, para la lucha que decidirá el destino del reino.
La Espada Maestra descansa sobre un pedestal de obsidiana, irradiando una luz cegadora que me llena de asombro y esperanza. Es incluso más imponente de lo que imaginaba, una hoja de acero puro que parece vibrar con energía pura. Pero antes de poder alcanzarla, una voz resonante, llena de arrogancia y poder, me detiene. "Nadie tocará la Espada Maestra sin antes enfrentarse a mí," brama la voz, resonando en la cámara como un trueno. De las sombras, emerge un ser imponente, un guerrero envuelto en armadura negra, su rostro oculto tras un yelmo de obsidiana.
Su aura desprende un poder inmenso, una fuerza oscura que me envuelve como una fría niebla. No es un monstruo o una criatura de pesadilla, sino un guerrero, un guardián. Sus ojos, visibles a través de una pequeña rendija en el yelmo, brillan con un fuego implacable. Me estudia con fría atención, evaluando mi fuerza, mi voluntad. No hay rastro de maldad en él, solo una implacable determinación.
Él no busca mi muerte, no busca la destrucción. Su único objetivo es proteger la espada, su sagrada misión. No hay posibilidad de negociación, no hay lugar para la compasión. Solo una dura batalla se interpone entre mí y la Espada Maestra. La amenaza no es la muerte, sino la imposibilidad de obtener la espada, el fracaso en mi deber.
El silencio se cierne, pesado y opresivo, interrumpido solo por el latido de mi corazón, resonando en la silenciosa cámara. El destino de Zelda y de Eldoria cuelgan de un hilo, en la punta de mi espada. La batalla está a punto de comenzar.
El guerrero guardián ataca con la furia de un huracán. Sus movimientos son precisos, mortales, cada golpe cargado de una fuerza sobrenatural. Lucha con una destreza que solo años de entrenamiento y una dedicación implacable pueden forjar. Mi espada se encuentra con la suya en un choque de acero que hace temblar la misma cámara. El aire mismo se llena de chispas y el sonido ensordecedor del metal chocando contra metal. No hay lugar para el error, cada movimiento es una cuestión de vida o muerte.
El sudor resbala por mi frente, la fatiga se apodera de mis músculos, pero la imagen de Zelda, su rostro delicado y su sonrisa amable, me dan fuerzas. Lucho con el valor de un león, con la determinación de un hombre que no se rendirá. Bloqueo, esquivo, contraataco. Cada movimiento es calculado, cada golpe dirigido con precisión. Mi entrenamiento, años de dedicación y lealtad, dan sus frutos. Tras una larga y agotadora lucha, cuando mis fuerzas se estaban agotando, encuentro una apertura, una pequeña grieta en su defensa impenetrable.
Con un grito de determinación, lanzo mi ataque final. Mi espada se clava en su armadura, un golpe certero que lo desequilibra. El guerrero cae de rodillas, su armadura cruje bajo el peso de la batalla. La victoria es mía, pero no hay triunfo en mi corazón, solo el alivio de haber superado este obstáculo. Me acerco al pedestal donde descansa la Espada Maestra. Su brillo me llama, un faro de esperanza en la oscuridad.
Tomo la espada, su peso es considerable, pero se siente natural en mi mano, como si estuviera hecha para mí. El poder de la Espada Maestra fluye a través de mí, llenándome de energía y resolución. La misión para rescatar a Zelda puede finalmente comenzar. El camino es largo y peligroso, pero ahora, armado con la Espada Maestra, me siento listo para enfrentarlo.
El viaje hasta la fortaleza de Malkor fue arduo. Navegué ríos embravecidos y mares tormentosos, guiado por un instinto que superaba la razón. Finalmente, llegué a la fortaleza, una imponente estructura de piedra negra que se elevaba sobre un acantilado rocoso, desafiando al mismo cielo. El aire mismo parecía vibrar con una energía oscura y maligna. Dentro, encontré a Zelda en una celda, o eso creía. Su voz, débil pero reconocible, suplicó mi ayuda.
"Ayúdame, Link," susurró, "No debo caer en manos de Malkor". Sentí un escalofrío, un mal presentimiento que se apoderó de mí. Me acerqué cautelosamente, notando una llave sobre un tronco de madera junto a la celda. Casi alcanzaba la llave para abrir la celda cuando una voz, tranquila y sorprendentemente amable, me detuvo. "No lo hagas, Link," dijo la voz, familiar pero diferente. "Es una farsa.
Esa no es Zelda. Es Malkor, transformado." El mundo a mi alrededor pareció detenerse. Me di la vuelta lentamente, la espada Maestra lista en mi mano, expectante. La voz provenía de una sombra, apenas perceptible en la penumbra de la prisión. Me di cuenta que no era una simple voz, sino una amenaza. Malkor me había tendido una trampa, una elaborada farsa para capturarme.
Su poder es mayor de lo que había imaginado. El silencio me abruma ahora, cargado de la sensación de fracaso y la inminente amenaza. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo puedo distinguir al Dios Malkor disfrazado? La situación es más compleja de lo que había previsto, y el riesgo es aún mayor.
La sombra se materializó, tomando la forma de Zelda, pero con una mirada fría, vacía, que no dejaba lugar a dudas. Era Malkor, y su engaño había sido casi perfecto. No me dio tiempo a reaccionar. Con una velocidad sobrenatural, se abalanzó sobre mí, sus manos, que antes parecían delicadas, se transformaron en garras afiladas como navajas. La batalla comenzó en un instante. Su poder era inmenso, una fuerza oscura que me golpeaba con la ferocidad de una tormenta. La Espada Maestra cantaba en mi mano, respondiendo al desafío, pero incluso su poder parecía insuficiente contra la magia retorcida de Malkor. Esquivé un golpe que habría partido mi cráneo en dos, y contraataqué con toda mi fuerza. La espada se encontró con una resistencia inesperada, una barrera oscura que desvió parte del impacto. Me defendí como pude, cada movimiento preciso, cada estocada cargada de la desesperación de un amor traicionado. No era una simple batalla; era una lucha contra la desesperación, contra la ilusión, contra el mismo destino.
Tras un largo combate, agotado y herido, logré derribarlo. No lo maté, no pude. Su esencia, divina y maligna a la vez, se disipó como un humo negro dejando atrás sólo… un susurro, una tenue voz que repetía mi nombre. No Zelda, ni Malkor, sólo un eco en el vacío.
Sin fuerzas, caí al suelo junto al cuerpo inerte, o más bien, la ausencia de cuerpo de Malkor. La fortaleza misma se estremeció y, en un instante, la celda donde creía estar Zelda, se desvaneció. No había más prisión, sólo ruinas y escombros.
Un silencio profundo me envolvió. El temor a la derrota se convirtió en la certeza de que la farsa era mucho más grande de lo que imaginaba. De repente, escuché un susurro. No era la voz de Malkor. Era... una voz suave, conocida, pero diferente a la de la princesa. Me incorporé con dificultad, mi cuerpo dolorido, la Espada Maestra aún en mis manos.
Una figura apareció entre los escombros, una luz que brillaba en la oscuridad. Era Zelda, real, viva, pero con una apariencia extraña. Su piel, antes clara, ahora brillaba con una sutil luz dorada. Se acercó lentamente, una sonrisa triste en sus labios.
"Link," dijo, su voz un susurro, "Te encontré. Pero Malkor... no ha sido derrotado. Su esencia se ha fragmentado, esparcida por la isla. Él no ha muerto. Se ha dividido en fragmentos de su poder, cada uno con la suficiente fuerza para destruir el reino. Necesito tu ayuda. Debemos buscar cada fragmento y contenerlo. Este es solo el comienzo de una nueva batalla".
La misión, antes clara, se transforma en una búsqueda implacable, una cacería por un enemigo invisible, que se ha extendido por toda la isla. Ahora, más que nunca, mi amor por Zelda, y mi deber como caballero, me impulsan a seguir adelante. Y sé, en el fondo, que este camino será mucho más difícil que el que recorrí hasta ahora.
El viaje de regreso al castillo de Hyrule fue silencioso. Zelda, transformada, irradiaba una luz cálida, pero su mirada reflejaba una profunda preocupación. A medida que nos acercábamos, una extraña sensación de inquietud me invadía. El castillo, normalmente imponente y majestuoso, parecía desdibujarse en la distancia, como un espejismo. Al cruzar el puente levadizo, la imagen se aclaró.
El caos reinaba en el patio principal. Guardias corrían de un lado a otro, sirvientes gritaban, y una masa de gente se agolpaba en las puertas, sus rostros llenos de miedo y desesperación. Zelda se adelantó, su luz dorada intensificándose. Una extraña calma se extendió por el patio a medida que avanzaba. Los gritos cesaron, las expresiones de pánico se suavizaron, y una alegría inusitada iluminó los rostros de los presentes.
Me quedé atrás, observando la escena con perplejidad. Zelda, en su estado alterado, parecía irradiar una paz que calmaba el caos, pero era una paz artificial, una ilusión que ocultaba la verdadera desesperación del reino. La alegría de los súbditos era efímera, una máscara que ocultaba el miedo subyacente. Zelda se detuvo, su mirada encontrándose con la mía. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una expresión de profunda tristeza.
"No es real, Link", susurró, su voz apenas audible. "Es una ilusión. Malkor, incluso fragmentado, sigue influyendo en el reino. Esta alegría... es solo una fachada."
La atmósfera en el castillo era sofocante. Una alegría forzada, casi histérica, impregnaba cada rincón. Los sirvientes reían a carcajadas, los guardias bailaban, y el rey, sentado en su trono, lucía una sonrisa grotesca que contrastaba con su habitual semblante serio. Sus ojos, antes llenos de sabiduría y nobleza, ahora brillaban con una luz inquietante. Zelda se acercó a su padre, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y tristeza.
El rey la recibió con un abrazo efusivo, demasiado entusiasta, que la hizo tensarse. Observé la escena desde la distancia, la Espada Maestra pesada en mi mano. Algo no encajaba. La alegría era excesiva, artificial, como una máscara que ocultaba una oscuridad profunda. Una sombra, sutil pero perceptible, se extendía desde el trono, envolviendo al rey en una aura malsana.
Zelda se apartó de su padre, su mirada fija en la mía. "El fragmento está en él," susurró, su voz cargada de angustia. "En su corazón." Asentí, comprendiendo la gravedad de la situación. Extraer el fragmento de Malkor del corazón del rey no sería tarea fácil. Si la persona que albergaba el fragmento era importante, el proceso sería aún más delicado y peligroso.
El destino del reino pendía de un hilo, y la responsabilidad de salvarlo recaía sobre nuestros hombros.
Un recuerdo, vívido y repentino, inundó mi mente. La voz suave de mi madre, cantándome una nana antes de dormir. Una melodía simple, casi olvidada, resonó en mis oídos: "Si el fragmento oscuro anida en el ser, con amor y bondad volverá a la paz, la luz florecerá y la sombra se irá, si el corazón se abre, la maldad se alejará." Compartí la nana con Zelda, y para mi sorpresa, sus ojos se abrieron con asombro.
"Esa… esa es la misma nana que mi madre me cantaba", dijo con voz trémula. Una conexión inesperada, un vínculo que trascendía las circunstancias, nos unía en ese momento. La coincidencia era demasiado significativa para ignorarla.
Una sensación de esperanza, tenue pero palpable, comenzó a crecer en mi pecho. ¿Sería posible que esta simple canción, un recuerdo de la infancia, fuera la clave para liberar al rey de la influencia de Malkor? La idea de que los dioses, de alguna manera, hubieran previsto esta situación y nos hubieran proporcionado la herramienta para solucionarla, me llenaba de una mezcla de asombro y determinación.
Miré a Zelda, sus ojos reflejando la misma mezcla de esperanza y temor que sentía yo. El destino del reino, y la vida del rey, dependían ahora de una canción infantil.
Tomo una profunda inspiración y miro a Zelda. "La nana," le digo, con la voz cargada de una nueva convicción. "Creo que es la clave. Pero... tal vez la canción tenga más poder si la cantas tú. Eres... diferente ahora, conectada a Malkor de alguna manera, quizás incluso a su opuesto, la diosa de la bondad. Podría resonar con más fuerza viniendo de ti." Una mezcla de nerviosismo y determinación cruza su rostro. Asiente lentamente. "Cantaré," responde, con una voz clara y firme que contrasta con la atmósfera festiva e irreal del castillo. Cierra los ojos por un instante, como si estuviera recobrando fuerzas de un lugar profundo dentro de sí, y comienza a cantar.
La melodía, la misma que resonó en mi infancia, llena la sala del trono. Al principio, no parece haber ningún cambio. El rey sigue riendo a carcajadas, los cortesanos continúan con su danza macabra, y la música festiva no cesa. Pero a medida que Zelda canta, una luz suave, casi imperceptible, empieza a emanar de ella. La luz crece, se intensifica, baña la sala del trono con un brillo cálido y dorado. Y entonces, comienza a ocurrir. Las risas del rey se convierten en un quejido de dolor. Los cortesanos se detienen, sus movimientos se vuelven lentos y torpes, como marionetas cuyos hilos han sido cortados. La música festiva se distorsiona, se convierte en un chillido disonante, y finalmente se silencia. Una sombra oscura se desprende del rey, retorciéndose y gritando mientras se eleva hacia el techo. Lo mismo ocurre con los cortesanos, con los guardias, con todos los presentes en la sala.
Las sombras se unen en el aire, formando una masa oscura y turbulenta. "¡Insensatos!", grita la masa de sombras con la voz de Malkor, llena de rabia y frustración. "¿Creen que con esto me han derrotado? ¡Este fragmento no era más que una insignificante parte de mi poder! Hay muchos más esparcidos por la isla. Los encontraré, los reuniré, y entonces..." La voz se corta, la masa de sombras se disipa, dejando un silencio pesado y ominoso en la sala del trono. El rey se desploma en su trono, con la mirada perdida y la respiración entrecortada. Zelda cae de rodillas, exhausta pero con una expresión de alivio en su rostro. Me acerco a ella, preocupado. "¿Estás bien?", le pregunto. Ella asiente débilmente.
"Sí... solo... cansada." La amenaza de Malkor es ahora más clara que nunca. No solo debemos encontrar los fragmentos restantes, sino que también debemos descubrir qué pretende hacer con ellos. ¿Reconstruirse? ¿Algo peor? El camino por delante se presenta largo y peligroso. ¿Qué hacemos ahora?
"Debemos buscar consejo," digo, mirando al rey, aún pálido y débil tras la liberación del fragmento de Malkor. Zelda asiente, compartiendo mi preocupación. "Conozco un lugar," dice tras un momento de reflexión. "Un pequeño reino en el valle del Águila Dorada. Su alianza con Eldoria es antigua y se dice que su rey y su princesa poseen una sabiduría que escapa a la influencia de Malkor."
Sin perder tiempo, nos dirigimos hacia el valle. El viaje es largo y agotador, pero la urgencia de nuestra misión nos impulsa hacia adelante. Al llegar, la atmósfera es radicalmente diferente a la del castillo de Hyrule. Una calma serena impregna el aire, y la gente nos recibe con genuina alegría, sin el matiz oscuro y forzado que vimos en nuestro reino.
Tras presentarnos ante la corte, explicamos la situación. El rey y la princesa del valle escuchan atentamente, sus rostros reflejando una creciente preocupación. "La profecía," susurra la princesa finalmente, con voz grave. "Habla de un nuevo dios de las sombras, engendrado por Malkor en su propio ser, un reflejo oscuro de su poder. Busca reunir los fragmentos de su padre para alcanzar su máximo poder."
Un escalofrío recorre mi espalda al escuchar sus palabras. La amenaza es aún mayor de lo que imaginaba. "Pero la profecía también habla de una solución," continúa el rey, con un destello de esperanza en sus ojos. "Mallor, el hermano gemelo de Malkor, un dios de la neutralidad. Él puede ayudarnos, pero reside en un plano diferente, más allá de nuestro alcance. Para invocarlo, necesitamos un artefacto… un antiguo espejo guardado en las ruinas de los Sabios Estelares."
La princesa del valle nos entrega un mapa, señalando la ubicación de las ruinas. "El camino es peligroso," nos advierte. "Las ruinas están protegidas por antiguas trampas y criaturas olvidadas. Tengan cuidado." El peso de nuestra misión se siente aún más pesado sobre mis hombros. Un nuevo dios, ruinas olvidadas, un artefacto místico… El destino del mundo pende de un hilo.
Con el mapa en mano, Zelda y yo partimos hacia las ruinas de los Sabios Estelares. El viaje nos lleva a través de vastos desiertos y escarpadas montañas. El sol abrasador del desierto nos azota sin piedad, mientras que el frío cortante de las montañas nos cala hasta los huesos. Finalmente, tras días de arduo viaje, divisamos a lo lejos un pequeño pueblo, enclavado en un valle verde y exuberante, un oasis en medio de la desolación. Sin embargo, algo no está bien. Una sombra, sutil pero perceptible, se cierne sobre el lugar. Las casas parecen abandonadas, las calles desiertas.
Una sensación de vacío, de tristeza, impregna el aire. Al acercarnos, la sombra se intensifica. Puedo sentir la influencia de Malkor, pero es diferente a lo que experimentamos en Hyrule. ´Hay un fragmento aquí,´ dice Zelda, su voz tensa. ´Pero es débil, como si estuviera… incompleto.´ Observo con atención a los pocos habitantes que vemos. Sus rostros están pálidos, sus movimientos lentos y desganados. Parecen ausentes, como si una parte de ellos se hubiera perdido.
"Es como si la persona afectada no fuera… importante", murmuro pensativo. Zelda me mira, asintiendo con la cabeza. "El fragmento se alimenta de la esencia vital de su huésped. Si la persona es influyente, su alcance se extiende a quienes la rodean. Pero si es alguien… común, el efecto es localizado, casi insignificante para el resto del mundo. Aún así, debemos liberarlos." La tarea se presenta más compleja de lo que anticipábamos. No se trata solo de encontrar los fragmentos, sino también de discernir a quién afectan, de comprender las sutiles redes de influencia que Malkor ha tejido en el mundo.
Nos adentramos en el pueblo, la sombra del fragmento guiando nuestros pasos hacia su fuente. El silencio es roto solo por el crujir de nuestros pasos y el viento que susurra entre las casas vacías. ¿Quién será el portador del fragmento? ¿Y cómo podremos liberarlo sin causar más daño?
´Un niño,´ susurra Zelda, su voz llena de una tristeza profunda. ´El fragmento se ha alojado en un niño.´ Observamos al pequeño desde la distancia. Juega solo en medio de la calle desierta, ajeno a la desolación que lo rodea. Una sonrisa ilumina su rostro, una sonrisa que parece fuera de lugar en este escenario de sombras. ´Cantemos la nana,´ propongo, recordando el efecto que tuvo sobre el rey y los cortesanos. ´Si funcionó con ellos, quizás también funcione con él.´ Zelda asiente.
´Pero ten cuidado,´ me advierte. ´La sombra se alimenta de la tristeza, de la pérdida. Si el niño alberga algún sentimiento de alegría, la canción podría… distorsionarlo, volverlo en su contra.´ Nos acercamos al niño con cautela, procurando no asustarlo. ´Hola, pequeño,´ dice Zelda con dulzura. ´¿Cómo te llamas?´ El niño nos mira con curiosidad, sin dejar de sonreír. ´Me llamo Timo,´ responde con voz infantil.
´¿Y ustedes?´ ´Somos viajeros,´ le digo con una sonrisa. ´Hemos venido a… cantarte una canción.´ Zelda comienza a cantar la nana, su voz suave y melodiosa. Al principio, la sonrisa del niño se ensancha. Parece disfrutar de la canción, balanceándose al ritmo de la melodía. Pero a medida que Zelda continúa cantando, una sombra, pequeña y oscura, comienza a manifestarse a sus pies. La sombra crece, se retuerce, y el rostro del niño se transforma.
La alegría se convierte en una mueca grotesca, la sonrisa en una expresión de rabia descontrolada. La nana, que antes había traído luz y esperanza, ahora parece alimentar la oscuridad. ´Está funcionando al revés,´ murmuro con horror. La sombra se desprende del niño y se lanza hacia nosotros con furia. La situación se ha vuelto mucho más peligrosa de lo que habíamos previsto.
El rugido de la sombra, ahora desproporcionadamente grande en comparación con su origen, me saca de mi estupor. Timo, el niño, vuelve a su semblante inocente, ajeno a la monstruosidad que su alegría ha desatado. "Tenemos que alejarlo de aquí," grito a Zelda, desenvainando la Espada Maestra. Su brillo celestial parece insignificante ante la masa oscura que se cierne sobre nosotros. "Llévate a Timo, yo la distraeré."
Zelda duda un instante, su mirada fija en la sombra que se abalanza sobre mí. Asiente con firmeza y toma al niño de la mano, alejándose a paso rápido. Me concentro en la sombra, esquivando su primer ataque. La Espada Maestra canta al cortar el aire, pero no logro tocar la entidad oscura. Es como luchar contra humo, contra una pesadilla tangible.
La recuerdo entonces, la nana. Si la alegría la fortaleció, ¿qué pasaría con la tristeza? Pero ¿cómo evocar la tristeza en medio de esta lucha desesperada? Cierro los ojos por un instante, y la imagen de Zelda, capturada por Malkor, inunda mi mente. La angustia, la impotencia, el miedo a perderla… Abro los ojos y lanzo un grito de dolor, un grito cargado con toda la desesperación que siento.
La sombra vacila. El grito, impregnado de mi dolor más profundo, parece afectarle. Aprovecho la oportunidad y vuelvo a atacar, esta vez con una furia contenida. La espada, imbuida de mi pesar, atraviesa la oscuridad. La sombra se retuerce, emite un chillido agudo y se encoge, retrocediendo hacia Timo.
Corro hacia el niño. La sombra intenta fusionarse con él de nuevo, pero esta vez es débil, casi translúcida. Me arrodillo frente a Timo, ignorando el peligro. "Timo," le digo con voz suave, "Háblame de algo triste. Algo que te haga sentir… mal." El niño me mira, confundido. Titubeo un instante, luego empieza a hablar de su perro, que murió hace poco. Su voz se quiebra, las lágrimas corren por sus mejillas.
La sombra se reduce aún más, hasta desaparecer por completo. Timo solloza en mis brazos, aferrándose a mí como si fuera su única tabla de salvación. Lo consuelo, acariciando su cabello. Cuando Zelda regresa, el niño está tranquilo, dormido en mis brazos.
"Lo conseguiste," dice Zelda con alivio, pero su voz denota preocupación. Señala una pequeña marca oscura en el brazo de Timo, apenas visible. "Pero… ¿qué es eso?"
"Una pequeña consecuencia, nada más," le digo, tratando de restarle importancia. "Ya pasó todo, no te preocupes."
Zelda suspira, pero no insiste. "Tenemos que irnos," dice. "Este lugar… ya no es seguro." Nos levantamos, dispuestos a partir. Pero en ese instante, una ráfaga de viento helado nos envuelve. El suelo tiembla, y una voz profunda y siniestra resuena en el aire. "Insensatos," dice la voz. "Creen haberme vencido, pero solo me han fortalecido. Reuniré mis fragmentos, y entonces… el mundo conocerá la verdadera oscuridad."
Un escalofrío me recorre la espalda. La voz de Malkor, aunque incorpórea, transmite una amenaza palpable. "Un hijo...", murmuro para mí, la revelación resonando en mis pensamientos.
La idea de Malkor, un ser de pura oscuridad, experimentando amor y alegría, me resulta inconcebible. Zelda, pálida pero serena, me toma de la mano. "Hay más en esta historia de lo que sabemos," susurra, sus ojos fijos en el punto donde la voz de Malkor se desvaneció.
"Debemos encontrar a ese hijo," digo con convicción. "Si Malkor depositó parte de sí mismo en él, quizás sea la clave para detenerlo." La marca en el brazo de Timo, ahora dormido en los brazos de Zelda, me inquieta. El viento helado persiste, un recordatorio constante de la presencia invisible de Malkor.
El camino por delante se antoja más peligroso y complejo de lo que jamás imaginé.
La intensidad en la mirada de Zelda me sorprende. Sus palabras, aunque susurradas, resuenan con una fuerza inesperada. Me explica con más detalle su teoría: Malkor no nació maligno, sino que fue corrompido, cegado por la pérdida y la traición. La diosa de la bondad, su antigua esposa, prefirió otro padre para su hijo, un dios de luz, ocultándole la verdad a ambos.
Este engaño, la herida de la separación, lo transformó en el ser oscuro que ahora amenaza al mundo. Y en medio de todo, un hermano gemelo, Mallor, ajeno a la verdad, que podría ser la clave para la redención de Malkor. La magnitud de la revelación me abruma. El peso de la tarea que tenemos por delante, encontrar a Mallor y convencerlo de ayudar a su hermano, se siente como una montaña sobre mis hombros.
La idea de Malkor como víctima, en lugar de simple villano, complica aún más la situación. ¿Cómo enfrentarnos a un ser impulsado por un dolor tan profundo? El viento aúlla a nuestro alrededor, como un lamento por la tragedia de Malkor. El silencio que sigue a las palabras de Zelda es denso, cargado de incertidumbre.
La mirada de Zelda, llena de una mezcla de determinación y tristeza, me infunde una renovada fuerza. Cincuenta metros. Las ruinas de los Sabios Estelares, nuestro próximo destino, se alzan a poca distancia, apenas visibles entre la bruma del amanecer.
El río, a medio camino, serpentea como una cinta plateada bajo el sol naciente. Su fama de agua bendita, capaz de absolver los pecados, contrasta con el misterio que rodea su origen. ¿Qué dios habría bendecido estas aguas, y por qué?
La idea de que Mallor, el hermano gemelo de Malkor, pueda ser invocado desde las ruinas, precisamente gracias a la conexión con este río sagrado, me intriga. La extraña coincidencia de su parecido físico, a pesar de tener diferentes padres, añade otra capa de misterio a la historia. El camino hacia las ruinas se presenta ante nosotros, un sendero pedregoso que bordea el río bendito.
El peso de nuestra misión, la esperanza de redimir a un dios y salvar al mundo, se siente como una carga tangible en cada paso que doy.
El frescor del río bendito acaricia mi rostro mientras me detengo a sus orillas. Zelda, a mi lado, contempla las aguas cristalinas con una expresión de asombro. "La leyenda es cierta," murmura, su voz apenas un susurro. "Esta agua... es más clara que un espejo."
"Se ve el suelo en máximo esplendor," respondo, fascinado por la pureza del agua. Cada piedra del lecho, cada brizna de hierba que crece en la orilla, se distingue con una nitidez asombrosa. Es como si el río mismo fuera una lente que amplificara la belleza del mundo.
De pronto, Zelda se yergue, sus ojos brillando con una luz intensa. Una energía palpable la rodea, ondulando a su alrededor como una aurora boreal. "El poder divino... ha aumentado," dice con voz trémula, "Siento una fuerza recorriendo mi sangre real, por todo mi cuerpo." Su aura resplandece, irradiando un calor reconfortante.
"¿Soy yo, o el agua se ha vuelto aún más divina?", pregunto, sintiendo una extraña calma invadirme. El río, como respondiendo a la creciente energía de Zelda, parece brillar con luz propia. Su claridad se intensifica, hasta el punto de parecer casi etérea. Una sensación de paz y serenidad emana del agua, envolviéndonos en un abrazo intangible. Intuyo que este río, y el poder que fluye a través de Zelda, serán claves para invocar a Mallor y, con suerte, para redimir a Malkor. El camino a las ruinas, a escasos veinticinco metros, nos espera.
Las ruinas de los Sabios Estelares se alzan ante nosotros, imponentes y majestuosas. Contra todo pronóstico, su estado de conservación es impecable. Los muros de piedra, pulidos por el tiempo, brillan bajo la luz del sol, y las intrincadas tallas que los adornan parecen recién cinceladas. Una sensación de paz y serenidad impregna el aire, como si el lugar mismo emanara una energía ancestral. Entramos con cautela, la anticipación latiendo en nuestros corazones.
Avanzamos por los pasillos laberínticos, la luz del día filtrándose a través de las altas ventanas arqueadas. El silencio es absoluto, roto solo por el eco de nuestros pasos sobre el suelo de piedra. Finalmente, llegamos a una gran cámara circular. En el centro, sobre un pedestal de mármol, descansa un objeto envuelto en una luz tenue. Instintivamente, me coloco delante de Zelda, mi mano descansando sobre la empuñadura de la Espada Maestra.
El silencio se prolonga, tenso y expectante. Transcurre una hora sin que nada ocurra. La tensión comienza a disiparse. Zelda, con una mirada serena, se acerca al pedestal. Con delicadeza, toma el objeto entre sus manos.
Es una vara, larga y esbelta, grabada con símbolos arcanos que parecen vibrar con una energía latente. "Una varita mágica de invocación de dioses", murmura Zelda, examinando las escrituras talladas en su superficie.
Los símbolos grabados en la vara de invocación parecen danzar ante mis ojos. Son caracteres antiguos, desconocidos para mí, pero que Zelda reconoce al instante. "Son escrituras de los Sabios Estelares", explica, su voz resonando en la cámara circular.
"Hablan de Mallor, el hermano gemelo de Malkor, y del ritual necesario para invocarlo". Sus dedos recorren las inscripciones con delicadeza, descifrando su significado en voz alta. "Para invocar a Mallor", lee, "se necesita la pureza del río bendito y la luz de un corazón puro.
La vara actuará como conducto entre este mundo y el suyo". Su mirada se posa en mí, un destello de determinación brillando en sus ojos. La atmósfera en la cámara se carga de una energía expectante, como si las antiguas piedras mismas contuvieran la respiración, anticipando el ritual que está por comenzar.
Con la vara de invocación en alto, Zelda comienza a recitar las palabras del ritual. Su voz, clara y resonante, llena la cámara, activando los antiguos símbolos grabados en las paredes. Una luz cegadora emana de la vara, inundando la estancia con un brillo etéreo. Del centro de la luz, una figura imponente se materializa.
Alto y majestuoso, con una mirada serena y penetrante, Mallor, el dios neutral, se presenta ante nosotros. "¿Por qué me invocaron?", pregunta, su voz neutra, sin rastro de emoción. Zelda, con calma y determinación, le explica la situación, el secuestro, la fragmentación de Malkor, la amenaza que se cierne sobre el reino, y la esperanza que depositamos en él. "Ya veo", responde Mallor tras escucharla atentamente.
"Así que tengo un hermano gemelo... igual que yo." Una sombra de comprensión cruza su rostro. "Les explicaré por qué mi hermano no es neutral", continúa. "Cuando vio los recuerdos de nuestro padre, no solo heredó su ira, sino también una parte de su maldad.
El 0.5 de la maldad se manifestó en él, mientras que el otro 0.5 de bondad, la esencia de nuestro padre antes de corromperse, también lo acompañó. Ambos, junto con la ira, fueron los que lo esculpieron." Un silencio pesado se instala en la cámara. La revelación de Mallor añade una nueva capa de complejidad a la historia de Malkor, mostrando una faceta desconocida, un atisbo de la tragedia que lo llevó a la oscuridad.
El silencio que siguió a la revelación de Mallor fue denso, cargado de una nueva comprensión. Su explicación sobre la naturaleza dual de Malkor, la mezcla de bondad y maldad heredada de su padre, resonaba en mis pensamientos. La imagen del dios oscuro, antes un ente de pura malicia, ahora se teñía de matices grises. Sentía una punzada de… ¿lástima? Quizás comprender el origen de su tormento no lo excusaba, pero sí lo humanizaba, de una manera extraña.
Observo a Zelda, su rostro pensativo, con los ojos fijos en Mallor. Intuyo que ella también está procesando esta nueva información, buscando una solución, una forma de usar este conocimiento a nuestro favor. Mallor nos mira con serenidad, esperando nuestra reacción, nuestra siguiente pregunta. Rompo el silencio. "Si Malkor es producto de la ira y una dualidad interna, ¿cómo podemos usar eso para detenerlo? ¿Hay alguna forma de apelar a la bondad que aún reside en él?"
Mallor inclina levemente la cabeza. "La bondad de Malkor está enterrada bajo capas de dolor y resentimiento. Para alcanzarla, primero deben encontrar los fragmentos de su esencia que se dispersaron tras nuestra batalla. Cada fragmento amplifica un aspecto diferente de su ser; algunos la ira, otros la maldad, pero algunos… algunos conservan destellos de esa bondad original. Reuniendo esos fragmentos específicos, podrán crear un vínculo, una conexión con su verdadera esencia." Su mirada se posa en la Espada Maestra que llevo en mi cinto. "La espada que portas, imbuida con la luz de la creación, podrá discernir entre los fragmentos. Los que irradien una luz tenue, aunque distorsionada, son los que buscan. Pero tengan cuidado, los fragmentos oscuros son peligrosos, y su influencia puede corromper incluso a las almas más puras."
Una nueva misión se presenta ante nosotros: encontrar los fragmentos de Malkor, discernir entre la luz y la oscuridad, y utilizar ese poder para alcanzar el corazón del dios caído. Siento el peso de la responsabilidad sobre mis hombros, pero también la determinación de seguir adelante. Miro a Zelda, y en sus ojos veo el mismo fuego, la misma fuerza. Juntos, enfrentaremos este nuevo desafío. ¿Hacia dónde nos dirigimos ahora?
La revelación de Mallor resonaba en mis oídos: la madre de los gemelos, la Diosa de la Bondad, residía en Zelda. Una conexión inesperada, un lazo invisible que ahora se convertía en nuestra única esperanza. La nana, esa canción de cuna que cantaba mi madre, la misma que resonó en el castillo de Hyrule y que amplificó la oscuridad en Timo, ahora se presentaba como la clave para alcanzar la bondad enterrada en Malkor.
Una canción, un simple acto de amor maternal, el que Malkor nunca recibió, podría ser su redención. La idea me llenaba de una extraña mezcla de esperanza y temor. ¿Sería suficiente?
El rostro de Zelda reflejaba la misma incertidumbre, pero también una determinación férrea. Sabíamos lo que teníamos que hacer. La Espada Maestra, vibrando suavemente en mi mano, nos guiaría hacia los fragmentos de luz, mientras que la nana de mi infancia, resonando en la voz de Zelda, intentaría despertar la bondad dormida en el corazón del dios oscuro.
El camino por delante se presentaba incierto y peligroso, pero con la Diosa de la Bondad residiendo en Zelda y la Espada Maestra en mi mano, nos sentíamos preparados para enfrentar lo que viniera.
La Espada Maestra brilla con intensidad, guiándonos a través de bosques oscuros y ruinas olvidadas. Uno a uno, encontramos los fragmentos de luz, cada uno resonando con una débil melodía de bondad. Con cada fragmento reunido, la presencia de Malkor se hace más tangible, más cercana. Finalmente, en lo alto de una montaña desolada, bañada por la luz de una luna espectral, se manifiesta ante nosotros el dios oscuro. Su figura imponente, retorcida por la ira y el dolor, irradia una oscuridad palpable.
Mallor aparece a su lado, su rostro sereno en contraste con la furia de su hermano. Zelda, con una valentía que me inspira, da un paso al frente y comienza a cantar la nana. Su voz, clara y potente, se eleva en el aire, llevando consigo la esencia del amor maternal, un amor que Malkor nunca conoció. A medida que la melodía llena el espacio, la oscuridad que rodea a Malkor comienza a agitarse, a retorcerse como si luchara contra una fuerza invisible. La ira de su padre, ese odio que lo consumió, se manifiesta con una intensidad aterradora.
Pero la nana persiste, tejiendo una red de ternura y compasión alrededor del corazón atormentado del dios oscuro. Mallor, con un gesto de profunda tristeza, comparte con Malkor los recuerdos de su madre, de la separación impuesta por su padre. La verdad, dolorosa y liberadora, impacta en Malkor con la fuerza de un rayo. La lucha interna se intensifica, la oscuridad y la luz chocan en su interior. Finalmente, un suspiro, un lamento que parece provenir de las profundidades de su alma, escapa de sus labios.
La oscuridad que lo envolvía se desvanece, dejando a su paso una figura más serena, más… completa. La neutralidad de Mallor se restaura, el equilibrio se restablece. Un mundo de sombras, de sentimientos falsos, se disipa ante nuestros ojos, dejando tras de sí la promesa de un nuevo comienzo.
La paz regresa a Hyrule. Los fragmentos de Malkor, purificados por la nana y los recuerdos de su madre, se disipan en el aire como polvo de estrellas. La tierra, antes agostada por la influencia del dios oscuro, reverdece con renovada energía.
El reino de Eldoria celebra el regreso de Zelda, y la alianza con los elfos se fortalece, ahora cimentada en la comprensión y la gratitud mutua. Mallor, con su neutralidad restaurada, parte hacia su propio reino, prometiendo velar por el equilibrio del mundo. A mi lado, Zelda sonríe, una sonrisa genuina que ilumina su rostro y llega hasta el fondo de mi corazón.
La sombra de Malkor se ha desvanecido, dejando tras de sí una calma profunda, una serenidad que no había sentido antes. El futuro se extiende ante nosotros, lleno de promesas y esperanzas. El sol se pone en el horizonte, pintando el cielo con tonos dorados y rosados.
Un nuevo día comienza, un día lleno de posibilidades.