"El Espejo de lo Sublime"

Frente a él se alzaba una tienda humilde, la tienda de Katherine, un refugio discreto en medio del frío. Allí, en el calor del pequeño comercio, encontraba algo que no sabía nombrar, algo que no era amor, pero que se aproximaba a la paz.

Katherine, con su serena presencia y sus palabras suaves, parecía comprender lo que nadie más entendía: el silencio era el único consuelo que Eohedon podía aceptar.

Pero ni siquiera el calor de aquella tienda podía desvanecer por completo la sombra en su pecho. La soledad de Eohedon no era simple melancolía; era un abismo, un eco de algo que aún no podía entender, algo que crecía y resonaba con cada paso que daba.

El destino, implacable, lo observaba desde las alturas, preparando los caminos que lo llevarían más allá de las nevadas de Magistic, más allá de los susurros y los juicios. El mundo esperaba, y Eohedon avanzaba hacia él, con cada crujido de la nieve, como si cada paso marcara el preludio de lo que fuese a pasar.

Eohedon jamás logró desentrañar el enigma que hacía a Katherine tan profundamente cautivadora. Tal vez era la serenidad con la que se movía entre los comensales, como si el flujo del tiempo danzara al ritmo de su voluntad, o aquella mirada insondable que, carente de juicio, parecía atravesar la carne y desnudar el alma.

Quizás era su costumbre inmutable: cada vez que él cruzaba el umbral de su tienda, ella le ofrecía algo, un gesto aparentemente trivial para el mundo, pero que para Eohedon contenía el peso de un universo. En esos obsequios mínimos, él sentía una verdad que se le escapaba, una certeza que ni su grandeza ni su sabiduría podían alcanzar.

La presencia de Katherine era como un espejismo en el desierto: imposible de ignorar, pero aún más difícil de comprender. Desde el primer instante, parecía la encarnación misma de una felicidad inalcanzable.

Su rostro, perpetuamente iluminado por una sonrisa, desafiaba las tormentas de la vida. Era un acto de resistencia ante las fuerzas que arrastran al ser humano a la desesperación.

Pero, para Eohedon, esa dicha inquebrantable era un acertijo perturbador. ¿Era una máscara cuidadosamente construida para ocultar cicatrices, o la manifestación pura de una verdad que escapaba de su alcance?

Cada encuentro con ella lo empujaba a los abismos de su espíritu, enfrentándolo con algo que no se quebraba ante el dolor ni sucumbía ante la grandeza efímera.

—¡Basta de cavilaciones que pudren tu alma! —exclamó Katherine un día, su voz como un eco antiguo que parecía atravesar el tiempo mismo—.

—Niño perdido, ¿por qué insistes en cargar el peso de un mundo que jamás te pidió redención? Mira tus manos, frías como el hielo que corta la piel. ¡Abrígate antes de enfrentarte al invierno!

Así era Katherine con Eohedon, directa y sin ceremonias, como si su misticismo y poder no fueran más que un humo pasajero para ella.

¿Cómo podría intimidarla? Para Katherine, Eohedon no era un mago, ni un elegido, ni un ser tocado por lo divino. Para ella, no era más que un niño atrapado en la cárcel de su propia grandeza, un espíritu atormentado que confundía poder con propósito y condena con destino.

Katherine, viuda y solitaria, había llegado a este pequeño pueblo buscando el refugio de lo sagrado. En la brillante capital de Aidglan, había conocido el mayor de los pecados: el de traicionarse a sí misma.

Así lo describía el conde Gtroch, un hombre cuya alma estaba tan plagada de cicatrices como el acero de su espada.

Fue él quien la llevó a Magistic, un lugar donde redención y condena se entretejen como dos caras de una moneda maldita.

Pero el mundo había subestimado a Katherine. Pensaron que el abismo la consumiría, pero ella, lejos de sucumbir, convirtió su caída en un ascenso.

Transformó su dolor en fortaleza; su sonrisa no era un disfraz, sino un grito silencioso que proclamaba su resistencia ante el destino.

Para Eohedon, Katherine representaba algo que él no podía controlar ni comprender: la aceptación de lo humano.

Ella no luchaba contra el sufrimiento; lo había abrazado, y al hacerlo, lo había trascendido. En su sonrisa no había resignación, sino un desafío feroz, una llama eterna que se negaba a ser extinguida.

En ella, él veía reflejado aquello que más temía: una verdad inquebrantable que ni la magia ni el poder podían doblegar.

Sin embargo, Katherine sintió que debía ayudar al joven. Quizás era simple bondad, o tal vez la sombra de una deuda moral con aquel viejo conde Gtroch, un hombre que había sido para ella tanto verdugo como salvador.

Gtroch, el guerrero incansable, cuya vida había sido un constante danzar entre la guerra y el abandono, un caballo de guerra que había llevado el peso de reyes y miserables, pero que jamás había conocido la verdadera paz.

Nacido para la batalla, Gtroch era la encarnación de una era violenta, un hombre cuyas manos solo sabían blandir la espada, incapaz de sostener algo más delicado.

Para Katherine, la redención de Gtroch no estaba en el campo de batalla, sino en las vidas que tocó sin siquiera darse cuenta.

Ella era una de esas vidas, y su deuda no era con él, sino con el mundo que él le enseñó a enfrentar.

Y así, Katherine vio en Eohedon un eco de Gtroch, un alma que, aunque poderosa, estaba encadenada por un destino que no había elegido.

Si el joven quería enfrentarse a las tormentas del mundo, tendría que aprender primero a sobrevivir al invierno de su propia alma.

Katherine sabía que no podía salvarlo, pero sí podía iluminar el sendero.

Porque, al final, la verdadera grandeza no radica en dominar el mundo, sino en aceptar su imperfección.

Eohedon, sin saberlo, había encontrado en Katherine no un enigma, sino un espejo.

Un reflejo que lo retaba a mirar más allá del poder y a encontrar aquello que lo haría verdaderamente humano.