El primer indicio de que algo estaba terriblemente mal fue la ausencia de dolor.
Jude pestañeó lentamente, esperando encontrarse con la oscuridad, el frío o el vacío que había imaginado. Pero, en lugar de eso, una extraña calidez la envolvía, como si el mundo hubiera decidido ser amable con ella por primera vez. ¿Dónde estaba? ¿Acaso esto era el más allá? No parecía un lugar destinado a alguien como ella.
El techo que se alzaba sobre su cabeza no era el blanco frío de un hospital, ni el cielo azul que había contemplado antes de saltar. Era un dosel de terciopelo oscuro, ricamente bordado con hilos de oro que brillaban tenuemente bajo la luz de una lámpara cercana. La habitación que la rodeaba era un despliegue de opulencia que solo había visto en películas de época o en las páginas de esas novelas que su mejor amiga solía escribir. Todo parecía demasiado real para ser un sueño, demasiado detallado para ser una ilusión.
Su cuerpo… su cuerpo se sentía distinto. Demasiado ligero, como si hubiera sido liberado de un peso que ni siquiera sabía que cargaba. Demasiado suave, como si nunca hubiera conocido el roce áspero de la vida cotidiana. Jude se incorporó de golpe, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho y las manos temblando mientras recorrían su figura, buscando la familiaridad de su ropa, esa tela áspera que había sido su segunda piel durante años. Pero en su lugar, sus dedos encontraron la suavidad de la seda y el encaje, tejidos tan delicados que casi parecían desvanecerse al tacto.
Con un nudo en la garganta, su mirada se dirigió hacia el enorme espejo dorado que se alzaba al otro lado de la habitación. El reflejo que observó la dejó sin aliento.
La chica desde el cristal no era Jude. No podía serlo. Aquella mujer tenía un rostro perfectamente simétrico, de rasgos delicados, con una piel que era pálida como la porcelana. Su cabello, en lugar del oscuro y lacio que siempre había conocido, era ahora una cascada de blanco níveo, largo y sedoso, cayendo en ondas delicadas sobre sus hombros como si fuera un manto de nieve recién caída.
Y sus ojos… Dios, sus ojos. De un violeta intenso, como amatistas pulidas bajo la luz del sol.
Jude sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies, por un momento pensó que su mente jugaba una cruel broma. Pero no, aquella figura era real. El frío del suelo bajo sus pies descalzos, el latido acelerado de su corazón… todo era demasiado tangible para ser una ilusión.
—Esa no soy yo —murmuró, y la voz que salió de sus labios era tan extraña como el rostro que la miraba desde el espejo.
—Duquesa Meredith…
Un jadeo ahogado escapó de su garganta, se giró de golpe y allí, junto a la puerta, estaba una mujer de mediana edad, con un vestido sencillo color negro y un delantal blanco.
Antes de que pudiera reaccionar, la mujer se arrodilló de inmediato, bajando la cabeza hasta tocar el suelo con su frente en una reverencia que parecía más un gesto de sumisión que de respeto.
—¡Duquesa Meredith! Pensé que… —su voz tembló, como si las palabras le pesaran en la lengua—. Pensé que no despertaría…
Jude sintió cómo un escalofrío recorría su espalda, helándole la sangre.
—¿Cómo… cómo me llamaste?
La sirvienta tragó saliva con nerviosismo, sin atreverse a levantar la cabeza. Sus manos, temblorosas, se aferraron al borde de su delantal como si fuera lo único que la mantendría a salvo.
—Duquesa Meredith. Perdón, mi señora… —balbuceó, y Jude notó cómo su voz se quebraba—. No fue mi intención molestarla. Solo… solo estaba tan aliviada de verla despierta. El médico dijo que… que quizás no lo lograría.
—Dime… —su voz sonó áspera, como si no la hubiera usado en días—. ¿Mi apellido es… Rhinestone?
La sirvienta levantó la vista, parpadeando con confusión, como si la pregunta fuera absurda.
—S-Sí, mi señora. Usted es la dama Meredith Rhinestone, la esposa del duque Valerian Drakengard…
Valerian Drakengard.
El duque más temido del imperio. Un hombre frío, calculador y despiadado, cuya reputación era tan oscura como su nombre. Y ahora, ella era su esposa. La infame Meredith Rhinestone, una villana destinada a un trágico final.
Esto tiene que ser una broma… una muy cruel.
La sirvienta notó su expresión pálida y se puso de pie de inmediato, con un atisbo de pánico en sus ojos.
—¿Mi señora se encuentra bien? ¿Debo llamar al médico?
—¿Médico? Ah, antes dijiste que no lo lograría… ¿a qué te referías? —preguntó Jude, con curiosidad. Necesitaba respuestas, aunque no estuviera segura de querer escucharlas.
La sirvienta, tragó saliva con nerviosismo, como si cada palabra que pronunciara pudiera desencadenar la ira de la duquesa. Sus manos se retorcieron en el delantal, y sus ojos bajaron de nuevo, evitando el contacto visual.
—El médico… —comenzó, con voz temblorosa—. Dijo que el veneno que consumió era demasiado fuerte. Que incluso si despertaba, podría haber… consecuencias —hizo una pausa, como si dudara en continuar—. Todos pensamos que no sobreviviría, mi señora. Fue un milagro que despertara.
Jude sintió un nudo en la garganta. El veneno. El intento desesperado de Meredith por llamar la atención del duque, obviamente no funcionó.
—Ya veo… —murmuró, más para sí misma.
Con pasos tambaleantes, Jude se dejó caer en el sillón más cercano, sintiendo cómo las piernas le flaqueaban. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, conectando los fragmentos de información que recordaba de la novela que su mejor amiga, Victoria, había escrito.
Jardín de las Rosas.
Meredith no era más que un personaje secundario. Una figura insignificante cuya única relevancia era haber sido la esposa del duque Drakengard, el hombre más temido del imperio.
Pero, a diferencia de Meredith, que lo amaba con una devoción casi enfermiza, Valerian jamás le había prestado atención. Para él, Meredith no existía. Era una sombra en su vida, un obstáculo que ignoraba por completo. Sin embargo, Meredith no era solo una esposa ignorada. También era seguidora de la villana principal, la duquesa Evelyne D'Alembert, una mujer tan despiadada como ambiciosa.
Jude tragó saliva, sintiendo cómo un nudo se formaba en su garganta. Evelyne y Meredith tenían algo en común, los hombres que amaban nunca les correspondieron. Valerian Drakengard solo tenía ojos para la protagonista, Odette Bellerose, la dulce, gentil y perfecta heroína de la historia. Y el hombre que Evelyne codiciaba, el príncipe heredero, también estaba perdidamente enamorado de Odette.
Dos mujeres destinadas al fracaso.
Meredith se aferró a Evelyne porque compartían el mismo dolor. Pero al final, esa lealtad no significó nada. Cuando Evelyne intentó asesinar a Odette, la protagonista perfecta que había robado el corazón de todos, no dudó en culpar a Meredith. La usó como chivo expiatorio, sacrificándola para salvarse a sí misma.
Y así terminó la historia de Meredith. Con su muerte. Traicionada por la única persona en quien había confiado, abandonada por todos, y condenada a un final trágico. Evelyne, por su parte, logró esquivar el castigo al principio, pero su destino no fue mejor. Finalmente fue arrestada, sometida a una larga y cruel tortura, y ejecutada públicamente como una advertencia para quienes osaran desafiar al príncipe heredero.
Jude cerró los ojos con frustración. ¿Por qué no podía simplemente descansar en paz? Había sufrido tanto en su vida anterior, el acoso constante, el dolor, la soledad… y cuando finalmente pensó que todo había terminado, que había encontrado una forma de escapar, despertó aquí. En el cuerpo de una mujer destinada a un final aún más trágico.
Intentó encontrarle sentido a todo. Quizás… solo quizás, Victoria le había dado esta oportunidad. ¿Podría ser esto un regalo? ¿Una forma de empezar de nuevo?
Un ligero movimiento a su lado la sacó de sus pensamientos. Jude volvió a la realidad y se encontró con la mirada inquieta de la sirvienta, Clara, quien la observaba con miedo.
—Mi señora, ¿segura que no debo llamar al médico? —preguntó con voz temblorosa.
—No, estoy bien —respondió finalmente, con una calma que en definitiva no sentía—. No necesito un médico.
Su mirada se fijó en la sirvienta, quien aún mantenía la cabeza gacha, esperando instrucciones.
—Dime… —su voz sonó más firme de lo que esperaba, aunque el nudo en su garganta no desaparecía—. ¿Dónde está el duque?
La mujer levantó la cabeza, sorprendida por la pregunta. Sus ojos se encontraron con los de Jude por un breve instante antes de volver a bajar la mirada.
—El duque aún está en campaña, mi señora —respondió, con voz vacilante—. Se espera que regrese cuando la guerra con Gairos haya terminado, pero no sabemos cuándo exactamente.
Si el duque aún estaba en campaña, entonces la historia no había avanzado demasiado. Aún no había sido traicionada por Evelyne.
Había tiempo.
Tiempo para cambiarlo todo.
—Gracias, Clara —dijo finalmente, con una voz más suave—. Eso es todo por ahora. Puedes retirarte.
La puerta se abrió de golpe. Una sirvienta joven entró precipitadamente, su rostro estaba tan pálido que parecía haber visto un espectro. Sus manos temblaban, y su respiración era agitada, como si hubiera corrido hasta allí.
—Perdón, duquesa —la joven se apresuró a decir, con la voz temblorosa—. La duquesa Evelyne D'Alembert la está esperando en la sala.
—¿Qué? —susurró Jude, apenas logrando articular la palabra.
La sirvienta bajó la mirada, como si temiera que su sola presencia fuera motivo de castigo.
—La duquesa Evelyne… está aquí, mi señora. Dice que es urgente —añadió, con un hilo de voz.