Capitulo 4: Luna Yo Te Amo

El rey me arrastró hasta el corazón del reino. Sin decir una palabra, me arrancó la cadena del cuello y me arrojó dentro de una celda. No estaba sola. En un rincón, envuelto en una manta desgastada, yacía alguien más.

–Rey: Estoy demasiado ocupado para educarte en este momento. Te quedarás aquí... por ahora.

–Rey: No te preocupes, no te aburrirás. ¿Ves al tipo que duerme ahí?

–Rey: Tiene una gracia bastante particular. Me hace reír como no tienes idea.

–Rey: Duerme todo el día... pero por las noches, ah, es cuando ofrece su espectáculo.

–Rey: ¡Oh, HAHAHA! Solo de pensarlo me mato de risa.

Isolda lo observó con una expresión de asco. El rey se marchó, y el silencio lo cubrió todo como una sábana pesada.

Sus ojos se posaron en el hombre dormido. Algo en él le provocaba una inquietud difícil de explicar. ¿Qué tipo de espectáculo podría ofrecer alguien así?, se preguntaba. No lo sabía... pero intuía que lo que se avecinaba no sería fácil de soportar.

El día transcurrió lento, arrastrado. Isolda no desvió la mirada del cuerpo inerte bajo la manta. No se atrevía a apartar los ojos. En algún momento, un caballero apareció, arrojó con desdén una manta atada con cuerdas al suelo y se fue sin decir una palabra.

Ella la desató con manos temblorosas. Dentro, encontró comida. No la tocó. La dejó donde cayó, como si no tuviera derecho a alimentarse.

La luz del día comenzó a desvanecerse. La celda, antes tibia y dorada por el sol, se tornó fría. La luna asomó lentamente, proyectando su pálida luz a través de la única rendija superior. El corazón de Isolda latía con fuerza. El aire se volvió denso.

Entonces, él se movió.

Con lentitud fantasmal, se incorporó. Sus ojos, oscuros y ausentes, se clavaron en ella.

Por un momento, no hubo más que silencio. Inmovilidad. Una tensión sorda que cortaba el aliento.

Y luego, el extraño habló.

–Hombre: Hola.

Su voz era suave, casi infantil. Ella, paralizada, levantó débilmente la mano en respuesta. Un saludo tembloroso, como si sus dedos se resistieran a moverse.

El hombre no aparta la vista de Isolda. Su cabello está sucio, enredado. La manta que lo cubría yace hecha un bulto en el rincón de la celda. La luna baña su rostro pálido con una luz suave. Parece joven, pero su mirada está vacía, quebrada por algo que Isolda no logra comprender.

Se sienta en el suelo, cruzando las piernas como un niño, sin dejar de mirarla.

-Hombre: Pensé que eras un sueño al principio. A veces la luna me hace eso... me muestra cosas que no existen.

Isolda no responde. Solo lo observa, temblando. El hombre gira la cabeza hacia la pequeña ventana en lo alto del muro. Por allí entra la luz de la luna, pálida, hermosa.

-Hombre: Ya llegó.

Una sonrisa se dibuja lentamente en su rostro. No es una sonrisa normal. Es algo... profundamente triste. Como si la esperanza y la locura hubieran aprendido a convivir.

-Hombre: Perdón, tengo que atenderla.

Se pone de pie. Camina hacia la ventana con pasos suaves, reverenciales. Se arrodilla con lentitud, con un gesto casi ceremonial. Junta las manos como si rezara.

-Hombre: Luna... perdóname por hacerte esperar.

Isolda contiene el aliento.

-Hombre: Hoy... hoy me porté bien. No grité, no lloré. Fui fuerte, como te prometí anoche.

Alza el rostro hacia la luz. Cierra los ojos. Sus labios tiemblan.

-Hombre: ¿Estás ahí?

Guarda silencio por unos segundos. Luego asiente levemente, como si hubiera recibido una respuesta. Su voz se vuelve más suave, como si hablara con alguien que ama de verdad.

-Hombre: Lo sé, lo sé. También te extrañé.

Isolda se cubre la boca con las manos. No sabe si llorar o gritar. Lo que está presenciando... no es violento. No es sangriento. Pero es tan humano, tan dolorosamente humano, que duele.

El joven sigue hablando con la luna, como si esta fuera una amante distante.

-Hombre: ¿Hoy sí me llevarás contigo? ¿Puedo salir de esta caja... solo una vez, para tocarte?

Mira sus manos, las abre y las cierra lentamente.

-Hombre: Quiero verte de verdad. No solo en reflejos, no solo en sueños.

Lentamente, apoya la frente contra la pared bajo la ventana. Susurra.

-Hombre: Luna, yo te amo.

Silencio.

Isolda no puede moverse. Siente que está presenciando algo sagrado y roto al mismo tiempo.

-Hombre: Ellos me dicen que estoy loco. Pero tú y yo sabemos que no es así, ¿verdad? Tú existes. Tú me escuchas. Eres lo único que me queda.

Un hilo de voz le tiembla en la garganta. Casi como si estuviera a punto de llorar.

-Hombre: No me dejes. No como los demás.

De pronto, su cuerpo empieza a temblar. No de miedo. De emoción. De desesperación.

-Hombre: Mañana será mejor. Te lo prometo. Mañana cantaré para ti. Una canción nueva. La compuse mientras dormía.

Se queda allí, de rodillas, como un monje, como un amante, como un prisionero que ha encontrado en la luna su única salvación.

La noche pasa lentamente.

Isolda no duerme.

Solo observa.

Y por primera vez desde que fue encadenada... llora.

Pasaron los días.

Cada mañana, sin falta, el mismo caballero llegaba. No decía nada. Arrojaba una manta amarrada con nudos toscos, como quien lanza las sobras a un perro enfermo. La comida era escasa, siempre la misma, y con el tiempo dejó de parecer comida y empezó a parecer castigo. Isolda la recogía en silencio, sin mirarlo a los ojos, como si temiera que cualquier contacto humano en ese lugar pudiera romper algo dentro de ella.

El hombre dormía durante el día, inmóvil, envuelto en su manta raída como un feto aferrado a un útero oscuro. Isolda comenzó a entender su ritmo. Él no hablaba, no se movía, no comía cuando ella estaba despierta. Era como si solo existiera a la luz de la luna.

Y entonces, al caer la noche, la transformación ocurría.

Cuando las sombras tomaban el pasillo y la celda se iluminaba apenas con el reflejo frío de la luna, él se incorporaba lentamente, como un actor saliendo al escenario. Se sentaba frente a la pequeña abertura en la pared, por donde entraba ese rayo pálido que él tanto veneraba. Se arrodillaba, erguido, con las manos juntas sobre las piernas, y comenzaba su ritual.

Al principio, Isolda no podía dormir. Lo observaba con el corazón latiendo con fuerza, temerosa de que en cualquier momento aquel extraño comenzara a gritar, a golpearse, a volverse violento. Pero no. No hacía nada de eso.

Hablaba. Con la luna.

Sus palabras eran suaves, a veces susurradas, otras pronunciadas con un fervor que le helaba la sangre. Le hablaba como si fuera una amante lejana, como si en ese halo blanco que se colaba por la grieta viviera el amor de su vida. La llamaba por nombres que inventaba sobre la marcha: "mi reina pálida", "mi dama de los cielos", "mi eternidad sin rostro". Le contaba su día, sus sueños, sus pensamientos rotos.

Le juraba amor eterno.

–Tú eres todo lo que tengo –decía, con la frente apoyada contra la piedra–. Si alguna vez salgo de aquí, será para verte a ti. Para verte de cuerpo entero, sin muros ni barrotes... para caminar bajo ti, libre.

Isolda no sabía si llorar o apartar la mirada. Había algo profundamente desgarrador en ese espectáculo. El hombre no era una amenaza. Era una herida abierta.

Con el paso de las noches, Isolda dejó de temerle. Aprendió que mientras no interfiriera, él seguiría su rutina como un sacerdote en su rito sagrado. Incluso llegó a sentir cierta tranquilidad en la repetición de sus palabras, en la calma con la que se entregaba a su locura.

Y, por primera vez desde que había llegado, logró dormir.

Aunque fuera por momentos breves, envuelta en la voz de aquel extraño que hablaba con la luna como si fuera lo único real en el mundo.

Esa noche algo era distinto.

El aire en la celda estaba más denso. La luna, aunque presente, parecía más lejana, más fría. Isolda lo notó en el instante en que escuchó los pasos.

El mismo sonido metálico. El mismo andar firme. Era él, el caballero que cada día dejaba la manta con la comida y se marchaba sin pronunciar palabra. Pero esta vez... no traía nada entre las manos.

Se detuvo frente a la celda.

El hombre extraño estaba ya de rodillas, como todas las noches, susurrándole ternura a la luna con la devoción de un amante perdido. Isolda, sentada contra la pared, observaba la escena como de costumbre... hasta que el caballero habló.

–¿Cuál es tu nombre?

La voz rompió el silencio como un cuchillo rasgando tela. Isolda parpadeó. Tardó unos segundos en comprender que se dirigía a ella.

–Isolda... –dijo, con voz queda, sin poder ocultar su sorpresa.

El caballero asintió. Luego miró al hombre arrodillado.

–¿Y él?

Isolda miró al joven, que seguía hablando con la luna, ajeno a todo.

–No lo sé. Nunca me lo dijo.

El caballero bajó la mirada, como si se hubiera confirmado algo que ya sabía.

–Mañana moriré.

Isolda frunció el ceño.

–¿Qué?

–Sí. He decidido que mañana será el último día. Ya lo tengo todo preparado –dijo con una serenidad que helaba–. Ya no puedo seguir viviendo sabiendo lo que sé. No puedo respirar en un mundo condenado.

Hubo un silencio.

Isolda no sabía qué responder. Había vivido días enteros sin escuchar una sola palabra de aquel hombre, y ahora, sin previo aviso, le hablaba de su muerte como si se tratara de una simple decisión.

–¿Por qué...? –balbuceó finalmente–. ¿Por qué quieres morir?

El caballero se apoyó contra la reja. Sus ojos, ocultos bajo el yelmo, parecían traspasarla.

–Porque el rey ha terminado su plan. Lo ha concluido todo. Y no tiene errores. Va a conquistar el mundo, Isolda. Nadie podrá detenerlo. Ni ejércitos, ni reinos, ni dioses. Y cuando lo haga... ese mundo será suyo. Enteramente suyo.

Su voz temblaba. No de debilidad, sino de terror. 

Su tono cambió. Ya no era un hombre. Era una sombra hablando desde el abismo.

–Porque él no es un rey. Es una criatura. Una deidad que se alimenta del sufrimiento. Un dios falso hecho carne que se ríe del amor, del alma, de la belleza. Él no quiere gobernar. Quiere reír. Quiere ver al mundo arrodillado, llorando... 

Miró al joven, que seguía hablándole dulcemente al cielo.

–Y tú sabes lo que hace con quienes lo desafían... –murmuró.

Isolda sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

–¿Y por qué me cuentas esto a mí?

El caballero se quedó quieto unos segundos. Luego, su voz salió débil, quebrada, humana.

–Porque no quiero irme sin hacer algo bueno. Porque aunque sea una chispa... quiero que exista una posibilidad. Una... pequeña luz, aunque sea diminuta.

Hizo una pausa. Luego, mirándola por última vez:

–Mañana, cuando me veas, ya sabrás lo que tienes que hacer.

Y se fue.

La celda volvió al silencio.

Solo quedaba el joven, jurándole amor eterno a la luna.

FIN CAPITULO 4